EL SONIDO DE MIS HUESOS

A veces, cuando estoy solo en casa, oigo cantar a lo lejos. Es decir: me parece que alguien canta a lo lejos para mí, una voz de mujer que no conozco o se perdió en algún sitio en el pasado. Me levanto del sofá, voy a la ventana y nadie, de la misma forma que nadie en la habitación, en el pasillo, en el tendedero. Nadie y sin embargo la voz continúa, no más allá del balcón, no en la plaza, dentro del apartamento pero dónde, tal vez en mi cabeza, pero por qué. Encuentro una mariposa muerta en el alféizar, los platos tan quietos en el aparador, la foto de mi hijo en el estante, todo apagado del otro lado de la calle. Qué extraño que yo sea yo, qué raro vivir aquí. Después pienso: lo extraño es creer que sea extraño que yo sea yo y lo raro es creer que sea raro vivir aquí. Elegí la casa, la alquilé, compré los muebles. Durante años me gustó. Ahora hay momentos en que me fastidia: meter la llave en la puerta, por ejemplo, y encontrar la sala diferente. No sé cómo pero diferente, de un modo que nunca me apeteciese tener ganas de salir: la voz se volvería más próxima y yo encontraría a la mujer que canta. ¿Mi madre? No recuerdo que mi madre cantase, siempre seria frente a la cocina, entre suspiros. Es así como la recuerdo: una persona siempre seria frente a la cocina, entre suspiros. Retuve aún menos de mi padre: solamente un paraguas en el paragüero de la entrada, que nunca me atreví a tocar. Una de las varillas se caía así como un día vi caer el ala de un murciélago muerto. No tuve tiempo de decir

—Padre

y no siento su falta. ¿Quién siente la falta de un paraguas en el paragüero de la entrada? Siento la falta de la voz si por casualidad no la oigo cuando estoy solo en casa, de la mujer que se perdió en algún sitio en el pasado. El martes, en la placita de abajo, reparé en una señora que colgaba ropa en una cuerda y cuyos gestos se asemejaban a la melodía de la persona que canta. Una señora aún joven en un segundo piso. En cuanto desapareció me dieron ganas de gritarle

—No podemos perdernos antes de habernos encontrado

y en vez de eso me apoyé en la pared y me quedé allí, esperando. Me decidí: al tercer coche rojo que pase me marcho, y al tercer coche rojo me marché. Desde entonces evito aquella plaza.

Ahora estoy solo en casa y oigo la voz. Abro una revista al azar, cruzo las piernas para el otro lado, dejo la revista. Me llaman del pasado, aunque mi pasado sean suspiros frente a una cocina y un paraguas en el paragüero de la entrada. En la parte superior del paragüero había un espejo ovalado, y en el espejo mi boca me sonreía bajo un par de ojos graves. Me los frotaba con la mano derecha, ellos se frotaban con la mano izquierda y por consiguiente tal vez no fuesen míos. No me gustaba nada la idea de tener ojos así, los mismos que me observan cuando me afeito por la mañana. Entran en mí a la caza, me trastornan las facciones todo el tiempo. Afortunadamente no me observan ahora que abrí el tendedero. De aquí a la acera siete metros, ocho metros a lo sumo. Traer el banco de la cocina, ponerme de pie encima del banco: casi diez metros. Nubes hacia el lado del río, grises en el cielo negro, recorte de tejados, las luces del puente, los faros unos tras otros camino de Almada. Al final todo es muy sencillo: abrir el tendedero, ponerme de pie sobre el banco de la cocina y diez metros. La voz se calló esperándome. Hay perros que corren unos pasos y se detienen y nos miran aguardando a que nos reunamos con ellos. Nubes hacia el lado del río, grises en el cielo negro. Inclinarme fuera del tendedero, abrir los brazos. ¿La señora que colgaba ropa leerá mañana por la mañana la noticia en el periódico?

Segundo libro de crónicas
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