LA COMPASIÓN DEL FUEGO

De vez en cuando me pongo a pensar en la señora a la que le preguntaron si la estatua era ecuestre. Vaciló, pensó sobre el tema y acabó respondiendo con firmeza:

—Así así.

Cocteau consideraba esta frase la mejor definición del centauro. Probablemente estamos todos más o menos así así en la vida, porque la existencia es el arte de lo inacabado que la muerte interrumpe de repente como una broma de mal gusto, la mayor parte de las veces en el momento en que comenzábamos a habituarnos a la incomodidad de la silla de los días por confundir resignación con sabiduría y desinterés con paciencia. Un crítico teatral poseía el criterio infalible de considerar una pieza de calidad aquella por la que no le dolía el culo al final del segundo acto, lo que convertía a la ausencia de hemorroides en algo más importante que los diálogos: el éxito, esa especie de fracaso postergado, no resiste a un dolor de muelas. Dos cosas me asustan en él: la horrible vulgaridad que lo acompaña y el hecho de, en lo alto del pedestal, sentir en la sombra, invisible pero presente, al desconocido que en breve ocupará nuestro lugar. Los premios literarios, por ejemplo, se me antojan tan aleatorios como un concurso hípico. Siempre que había elecciones en el parlamento francés, Clemenceau anunciaba

—Voto al más burro.

En Portugal no los acepto por miedo a que los burros voten a Clemenceau. En el extranjero, de donde llueven con una abundancia que me confunde, acepto los que me ofrecen los países que me gustan por una cuestión de turismo de rositas, siempre que no me obliguen a dar entrevistas ni a pronunciar discursos. Mi amigo José Cardoso Pires se sorprendía al verme acumular los trofeos en el cuarto de baño: le expliqué su función laxante y la esperanza de que un día la cisterna se los llevase a todos camino del Tajo. Y en cuanto a la literatura, siempre fui de la opinión de que las únicas novelas que debemos releer para mejorar el trabajo son aquellas que escribimos, aunque deteste visitar cementerios de palabras con un desconsuelo de viuda. Miro los estantes y lo que veo son pequeños túmulos cerrados con cadáveres dentro, a los que me repugna ofrecerles los jacintos que se compran en el portón a vendedoras ambulantes de lágrimas. Mi tarea consiste en deshacer libro a libro los tejidos que consumé, en desmontar los estados de alma que creé, en tirar a la basura las estatuas que pretendí que admirasen, en ser lo suficientemente valeroso como para subvertir las leyes que tomé como dogmas, en tomar impulso a pie juntillas, sobre mis errores, para llegar más lejos, lo que me impide la satisfacción de la felicidad pero me reserva la esperanza del placer de los lectores. Y no existe aquí altruismo alguno, porque no soy un escritor generoso: solo un hombre con orgullo que cree que estar dotado es ir más allá de lo que puede. No estoy en el mundo para ayudar a mis admiradores a cruzar la calle.

Me acuerdo de un crítico que me dijo de un autor, creyendo que lo elogiaba, que poseía ideas muy fuertes: una idea muy fuerte es el peor error de una obra de ficción, porque la condiciona y limita: es necesario que los párrafos se devoren en vez de alinearse, como un pelotón militar, al servicio de la causa del oficial que los dirige y que no es la suya. Es imposible escribir sin contradicción, tortura, vehemencia, remordimiento y esa especie de furia indignada de las zarzas ardientes que lanza a las emociones unas frente a otras en una exaltación perpetua. Las ideas muy fuertes desaguan en las certidumbres y donde haya certidumbres el arte es imposible. En contrapartida, vuelve posibles las buenas malas novelas que exaltan los poderes oficiales porque no los cuestionan y elogian porque no los desprecian, aunque finjan cuestionarlos y despreciarlos. El cuarto de baño, cerca del inodoro, es el único lugar digno para las recompensas literarias que en rigor, por otra parte, son feísimas: mis monstruos, en exposición en el mármol del lavabo, detentan un higiénico efecto revulsivo. Para ser del todo sincero, no los considero míos, sino solo un intento de anularme adoptándome, así como hicieron con el pobre Camilo al nombrarlo vizconde de Correia Botelho. No estoy casi ciego ni tan desesperado como para morder el anzuelo o aceptar la prebenda, y mi sed de aplauso mundano es nula porque mi apetito de escribir es enorme. Tal vez acabe muriéndome solo, en una pobre estación de trenes aislada, como Tolstoi. Espero que sí, porque mientras agonizaba, tumbado en una especie de camilla, sus dedos seguían dibujando en la sábana letras y más letras que el jefe de la estación hacía el esfuerzo de leer. Una estación de trenes aislada por la nieve, un viejo agonizante dejando en la mortaja un mensaje de fuego y un campesino deletreando las frases hasta que la mano se aquietó. La mujer de Tolstoi en su diario: viví cuarenta años con Liev Nikolaievich y nunca supe qué clase de hombre era. Nadie entonces lo sabía. Hoy lo sabemos: nos hizo erguirnos sobre las patas traseras y proyectamos una enorme sombra.

Segundo libro de crónicas
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