TE ESPERO EN MEDIO DE LAS GAVIOTAS

¿Por qué motivo solo te acercas a mí cuando quieres hacer el amor? El resto del tiempo llegas del banco y eres solo periódico y pantalones en el sofá, si intento hablarte el periódico tiembla del fastidio, si intento un poco más, las piernas se cruzan, impacientes, en sentido contrario, el zapato se queda dando y dando en el vacío, te toco y te encoges, te hago una caricia en el pelo y la cabeza disminuye de tamaño, estremecida, una protesta ronca desde las noticias

—¿Qué pasa ahora?

—¿Ya no se puede leer en paz?

—¿Me haces el favor de no despeinarme?

cenas callado haciendo rodar bolitas de migas de pan entre suspiros, desapareces antes de que yo acabe de comer, ni una palabra por mi falda nueva, una pregunta sobre cómo me fue el día en Hacienda, un beso, te quedas con las manos en los bolsillos mirando el edificio de enfrente, pasas al canal de deportes cuando comienza la telenovela, te aburres del deporte, pulsas el botón y reaparece la telenovela

—Mira ese bodrio a gusto

todo te asquea, te aburre, te cansa y una vez por semana, cuando ya estoy medio dormida, tu brazo que me eriza, el hombro que me lastima, un vértigo rápido, un camión que hace vibrar al edificio en la calle, yo mirando los números luminosos del despertador al lado de tu espalda indiferente, qué ocurrió, amor, para que cambiases tanto

(–No he cambiado nada, qué manía)

al conocernos, hace diez años

miento

hace once años, te acercabas a mí enredado en gestos de timidez, enjabonándote las manos, con la sonrisa mariposeando alrededor de la boca sin atreverse a posarse

—Un día de estos la invito a tomar un café, señorita Clara

tan atento, tan tierno, tan preocupado por mí, notando cuando yo cambiaba de pendientes, de peinado, de anillo

—Qué bien que le queda el flequillo, señorita Clara

Mi padre simpatizó enseguida contigo porque te levantabas, con ese aleteo de tu sonrisa, en cuanto yo entraba en la sala, qué ocurrió, amor, para que cambiases tanto

(–Y ella dale que te pego, qué agobio)

bajábamos hacia la muralla del río, en noviembre, con todas las gaviotas en la playa, corríamos cogidos de la mano asustando a las aves, me veías atractiva, me veías guapa, decías que me volvía más bonita corriendo

—Parece incluso una gaviota, ¿sabía?

que cualquier día me escaparía de ti, batiendo alas en la estela de un carguero turco, me preguntabas al oído, preocupadísimo, ansioso

—Nunca me dejará, ¿no?

(–Vaya fantasías que tienes, Dios mío)

me apretabas tanto la cintura que no lograba respirar, por favor, explícame qué hice mal para que cambiases tanto, aún soy capaz de correr de la misma manera si volvemos a la playa en noviembre, qué se hizo de tu sonrisa y de tus manos enjabonadas, me pongo un pintalabios diferente, la blusa escotada, los zapatos que nunca me atreví a usar para que los hombres no me dijesen cosas en la avenida

—Aún queda alguien que me encuentra atractiva, ¿sabías?

(–Que las ganas le hagan provecho)

bajo a la muralla y me quedo en medio de las gaviotas esperando que llegues

(—¿Ahora te has vuelto loca o qué?)

sin periódico, sin bolis, sin bolitas de miga de pan, me invites, nervioso, a un café en la terraza, soplando por el medio de la sonrisa que no para, que no para

—Me apetece tanto darle un beso, Clariña

(–Qué tonterías decimos de jóvenes, señores)

y de pronto, no sé si te diste cuenta, todas las gaviotas han desaparecido y nos quedamos solos, amor, solo la playa y las olas y yo tan contenta, tan con la certidumbre

aún tengo la certidumbre

(–Cada cual tiene las certidumbres que quiere)

de que seremos felices para siempre, de que podemos ser felices si un día me dejas

me dejas, no me dejas, seguro que me dejas

(–Qué cabezonería, qué insistencia, ya es capricho, caramba)

que te abrace.

Segundo libro de crónicas
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