A CARGO DE LA CASA
El problema no son los edificios del otro lado de la calle, las chimeneas, los tejados, el tendedero donde una señora sacude alfombras con una raqueta de mimbre, la comadreja disecada en el pretil de un zaguán y aquellos ojitos de laca, furiosos y ciegos: el problema es la ausencia de nubes y de palomas, el cielo vertical justo después de las casas, liso, sin escalones ni postigos, donde parece que el aire se marchita, los árboles se marchitan, los sonidos
de automóviles, de personas, de aparatos de radio
se marchitan también, pétalos de sombra caídos sobre los tallos, por ejemplo, mi madre a la entrada de la puerta
—Lurdes
con los zorros en la mano, bajando de su propia ropa con un abandono lento, la corola de los cabellos empañada por el tiempo, la cara aún sucia de sueño
—Lurdes
y más atrás, en la sala, la foto de mi padre en la cómoda diciendo
—Lurdes
también, su boca
—Lurdes
las cejas que se agitan como alas
—Lurdes
algo en la frente preocupada, ansiosa, te moriste hace ya tanto tiempo, padre, déjame, ya casi no me acuerdo de ti y él, inalterable
—Lurdes
bajo una piedra del cementerio, con corbata y traje completo
—Lurdes
el traje nuevo, la corbata francesa, el crucifijo entre los dedos, estando vivo nunca me llamó
—Lurdes
pasaba delante de mí en silencio, oblicuo, rápido, se sentaba a cenar con los naipes del solitario, guardaba una colección de rompecabezas bajo el canapé, pedacitos de cartulina que se confundían unos con otros y ahora, siglos después, acordándose de mí
—Lurdes
cuando ya lo había olvidado, muy erguido en la foto
—Lurdes
y mi madre a la entrada de la puerta
—¿No oyes a tu padre?
mi madre también
—Lurdes
y ninguna nube, ninguna paloma, el cielo vertical justo después de las casas donde parece que el aire se marchita, los árboles se marchitan, los sonidos
de automóviles, de personas, de aparatos de radio
se marchitan también excepto las sílabas de mi nombre, excepto la pregunta de mi madre
—Por qué no hablas con nosotros, Lurdes
disgustada conmigo o si no preocupada, afligida, pero preocupada por qué, afligida por qué, no estoy enferma, no me siento mal, solo me apetece que se olviden de mí, me ignoren, hagan cuenta de que no existo, no existí nunca, cuando sea la hora de almorzar almuerzo, cuando sea la hora de acostarme me acuesto, por ahora déjenme estar así, como la comadreja disecada en el pretil del zaguán, mirando el cielo vertical sin escalones ni postigos, el aire que se marchita, ustedes marchitos, yo marchita, quizá no solo mi padre muerto, todos nosotros muertos, seguro que todos nosotros muertos en este tercer piso que da al rombo de la plazoleta
¿rombo?
al cuadrado de la plazoleta, si el teléfono suena no estoy, si empeora el aneurisma de la tía Alice no me lo digan, soy una comadreja disecada, madre, soy una mujer de cuarenta y tres años en busca de escalones en el cielo o de un postigo por donde observar el otro lado de las cosas, como siendo niña observaba los balcones iluminados y en el interior de los balcones muebles, cuadros, tal vez yo allí dentro haciéndome señas, con una madre y un padre diferentes, más jóvenes, más altos, no me llamaría Lurdes, me llamaría Teresa
o Isabel
o Fernanda
me miraba desde esos balcones con una especie de curiosidad de mí ocupada en abrir la caja de un rompecabezas que representaba a una mujer ya vieja, a la entrada de una puerta, preguntando no sé por quién, llamando no sé a quién
supongo que a
—Lurdes
llamando afligida no sé a quién, con los zorros en la mano.