LA SALUD DE CABALLO DE MI PADRE
La semana pasada, mi madre se marchó con el mejor amigo de mi padre, el señor Bentes. Mi hermana y yo no entendemos por qué: el señor Bentes tiene más de sesenta años como mínimo, le falta un diente, usa gafas y de vez en cuando se levanta
el señor Bentes por lo menos es educado
—Permiso
y va adentro, muy pálido, a aplicarse la inyección de la diabetes. Mi padre, muy pálido, tiene todos los dientes y una salud de caballo. Salud de caballo es una expresión de mi madre
—Qué salud de caballo, Agostiño
dicha siempre por una de las comisuras de la boca, rechinando furias que mi hermana y yo cubrimos, disimulando, con una sonrisa de disculpas, destinada a explicarle al señor Bentes que el enfado de mi madre es una forma de ternura. El señor Bentes sonríe a su vez, delgadito y chupado, en el rincón del sofá, aprueba la salud de caballo y aprueba la ternura, saca del bolsillo la cajita de pastillas de sacarina que probé una vez y da al café un sabor triste, encoge un poco sus hombros cortos
—Quién me diera su energía, Agostiño
y se queda allí moviendo la taza, derrotado por la vitalidad de mi padre que echa la mitad de la azucarera en la malta con un ímpetu triunfal, que hace más grandes sus dientes y su victoria, mientras mi madre
—Vaya cerdo
se acomoda, disgustada, en el sofá con el señor Bentes, y me da la impresión de que sus dedos se entrelazan. Al hablarle de esta impresión a mi hermana, me dijo que exageraba. Sin duda exageré. Primero porque mi padre pesa noventa kilos, y segundo porque los dedos del señor Bentes son tan pocos que se oirían los crujidos si mi madre se los cogiese. A mi padre no le dije nada: además de su salud de caballo es un hombre impulsivo y tiene las manos largas. Mi madre, mujer directa, sostiene que él está siempre dispuesto a dar coces y que el señor Bentes, de tan suave, le hace recordar el ratón blanco de ojos encarnados que mi abuelo le regaló cuando era niña y aplastó sin querer con el zapato quince días después. Debe de haber sido un disgusto para ella porque mi abuelo lo mandó disecar. Aún está allí, un poco torcido y con órbitas de cristal, en el tapete de la cómoda, al lado del san Sebastián de cerámica en el que cada flecha es un palito. Después de cenar, mi padre se escarba los dientes con las flechas y vuelve a ponerlas en su sitio. El ratón blanco no sirve para nada salvo para que mi madre suspire cuando lo mira.
Mi hermana cree que mi madre va a volver: si se hubiese marchado para siempre se habría llevado el ratón. Puede ser. Pero me dio la impresión de oírla llamar al señor Bentes
—Mi ratoncito blanco
cuando le abrió la puerta el mes pasado, así como me dio la impresión de que le pasaba cautelosa la palma por sus facciones frágiles. Juraría que el señor Bentes chilló. Mi hermana sugirió que tal vez el señor Bentes tuviese asma. Los diabéticos
viene en la Enciclopedia Médica de las Familias
se cansan al primer paso. El hecho es que la semana pasada mi madre desapareció, y la madrina del señor Bentes, con quien el señor Bentes vive, informó de que su ahijado había desaparecido también. Para más datos, la vecina del sótano declaró que un primo suyo los vio en una pensión de Torres Vedras y que mi madre le aseguró que se iría a vivir a España
—Con un ratoncito blanco que yo sé
mientras le advertía al señor Bentes
—Mira que es la hora de la insulina, bichito
El señor Bentes dijo
—Permiso
y se fue adentro muy pálido. Mi hermana no cree en nada de esto. En su opinión a las personas, por naturaleza, les gusta inventar historias sobre los demás y la felicidad ajena las molesta. Cuando dice felicidad mi hermana se refiere a la vida conyugal
la Enciclopedia Médica de las Familias se refiere siempre a la vida conyugal
de mis padres. Pero no estoy seguro. Le doy vueltas en mi cabeza y no estoy seguro. Antes del señor Bentes estuvo el señor Cosme, antes del señor Cosme estuvo el señor Osvaldo. Todos delgaditos y chupados. Todos educadísimos. Todos pequeñitos. No tan pequeños, chupados y delgaditos como el señor Bentes, aunque pequeñitos. Estoy armándome de valor para hablarle de esto a mi padre, saber su opinión, preguntarle qué piensa. Tal vez no piensa nada. Desde que mi madre se esfumó, casi no salió del patio. Llevó el banco de la cocina y el san Sebastián de cerámica y allí, en medio de las coles, se pasa las noches escarbándose y contando las estrellas por encima del níspero. Cuando mi hermana lo llama para cenar responde
—Doscientas treinta y dos
o
—Trescientas setenta y cuatro
y le pide con la mano que se vaya. Nunca ninguno de nosotros lo vio llorar: con las lágrimas se hace más difícil ver el cielo. Por mi parte, no creo que mi padre sea un hombre de lágrimas. Solo el hecho de tener una salud de caballo vuelve a cualquiera feliz. Ignoro a cuántas estrellas ya ha llegado
¿ochocientas?
¿novecientas?
pero hay unas veinte flechas del santo en el patio, alrededor del tronco del níspero.