HAY SORPRESAS ASÍ
A veces hay sorpresas así. Anda un hombre a las vueltas con un libro, cargado de angustia y de dudas
(escribir es una actividad que raramente asocio al placer)
las mismas de cuando lo comencé, en octubre de 1998, las mismas que me acompañarán cuando dentro de algunos meses se lo entregue al agente y el agente a los editores, la sospecha de no haber sido capaz, de haberme equivocado, de dispersar en cenizas el material incandescente que tenía entre manos
(y esta vez, Dios mío, tenía tanto material incandescente entre manos)
anda un hombre sufriendo una novela quince horas al día todos los días, angustiado, irritable, con ganas de desistir, de tirarla a la basura, de hacer otra cosa y, no obstante, terminando como un buey que labra las palabras, anda un hombre quitando la hojarasca de tantos centenares de páginas, durmiendo con ellas, despertando con ellas, empeñando tiempo y salud, furioso, desanimado, esperanzado, exhausto, y en esto, por sorpresa, el milagro de una carta, una pausa de amistad, de afecto y de paz en el destino de zarza ardiente que soy. Viene de Oporto, con una foto de mi hija Zezinha, tan pequeña, en Angola, y habla, en un lenguaje que va derecho a mi corazón, de lo que ya no recordaba, partos, autopsias, la epidemia de cólera, la camaradería ante el sufrimiento, la enfermedad, la miseria de la guerra y la muerte, habla, con un lenguaje que va derecho a mi corazón
(¿por qué no escribo así, con esta sencillez enjuta, esta ternura sin pretensiones, esta fuerza?)
del valor compartido, o sea de no tener miedo a tener miedo, de cientos de muchachos perdidos en el bosque intentando sobrevivir en medio de una paradójica alegría. Era furriel, se llamaba Firmino Alves y pasamos juntos un año, en Baixa do Cassanje, en la frontera con el Congo. Marimba, Marimbanguengo, Mangando, y al recordar estos nombres una hilera de mangos se estremece en mi sangre. Se llama Firmino Alves y sobrevivió por milagro a un horror que nos arrebató a varios camaradas al cabo de veinticuatro meses en África. Y, sin embargo, qué lección de esperanza me dio siempre y volvió a darme ahora con sus palabras. Un libro, en efecto, no es nada al lado de lo que de repente iluminó dentro de mí: el río Cambo lleno de cocodrilos
(¿recuerda, nuestro furriel?)
y nosotros, cocodrilos también, lentos, opacos, crueles, ojitos a la deriva en esa agua estancada. No obstante, qué extraño, tenemos nostalgia. Tal vez porque la crueldad no era malvada ni la violencia perversa. Al cabo de meses y meses de guerra se adquiría la simplicidad directa de los animales. Ni reflexiones, ni sueños, ni problemas de conciencia: solo el deseo de durar en la superficie de los días. Yo quería que la Patria se jodiese, además del fascismo y la democracia y la hostia. Era un animal al que le interesaba más una puesta de sol que una idea, con otro instinto de supervivencia inmediata dentro de mí. No luchaba por nada a no ser para que los que quedaban de la compañía siguiesen vivos y animales como yo, para que los habitantes de los poblados entre Marimba y la frontera se mantuviesen vivos y animales como yo. Porque quienes no estaban con nosotros y por tanto no morían eran los hijos de puta de Luanda y Lisboa, los políticos, los generales, los grandes empresarios, los cabrones de Portugal del Miño a Timor. No obstante, esos cabrones no existían: existíamos nosotros. Y menos mal que no existían, porque tal vez dejarían de existir si se nos apareciesen en el bosque. ¿Recuerda, nuestro furriel, lo fácil que era disparar? ¿Recuerda cuando fue necesario quitarle las armas al personal para que no nos matásemos los unos a los otros? ¿Recuerda los juegos de naipes con la pistola encima de la mesa con un odio profundo? ¿El compañero de la partida transformado en enemigo y nosotros capaces de liquidarlo si ganaba una baza? Y sin embargo
(recuerde, nuestro furriel, habla de eso en su carta)
luché horas para sacar hijos vivos de madres medio muertas, desaparecía semanas en Baixa do Cassanje para salvar, a quien no conocía, de la calamidad del cólera, hacía lo que sabía y lo que no sabía frente a la enfermedad de un infeliz cualquiera. ¿Quién me explica esto, quién nos lo explica? ¿Cómo se puede ser, al mismo tiempo, tan brutal y compasivo? Qué gracioso pensar que olvidamos. Convencido de que había olvidado, andaba yo a las vueltas con el libro
(ando yo a las vueltas con el libro)
como antaño con un niño que no salía de un vientre, buscándolo allí dentro con la congoja de los dedos. Y una o dos veces, el furriel Alves me ayudó. Ahora que no lo tengo cerca lo hago todo yo solo. Ahora que no lo tengo cerca es una manera de decir. Llegó ayer en una carta, de Oporto, y los mangos de Marimba comenzaron a estremecerse dentro de mi sangre. Aún están aquí, estuvieron siempre aquí. Eso y nosotros dos en la enfermería improvisada, emocionados con un primer llanto victorioso y urgente. Qué siniestros, conmovedores, despiadados, maravillosos animales éramos nosotros.