UNA CARICIA EN TU PELO

Con los años la muerte se va haciendo familiar. No digo la idea de la muerte ni el miedo a la muerte: digo su realidad. Las personas que queremos y se han ido amputan cruelmente partes vivas nuestras, y su falta nos obliga a cojear por dentro. Parece que no sobrevivimos a los otros sino a nosotros mismos, y observamos nuestro pasado como algo ajeno: los episodios se disuelven poco a poco, los recuerdos se diluyen, lo que hemos sido no nos dice nada, lo que somos se estrecha. La amplitud del futuro de antaño se reduce a un presente exiguo. Si abrimos la puerta de la calle lo que hay es un muro. En nuestra sangre circulan más ausencias que glóbulos. Y un análisis de la velocidad de sedimentación mostrará todo suspendido. Prohíbo que me hagan radiografías para que no aparezcan los árboles de África temblando en la película.

Hoy, domingo, voy a visitar a mi tía. Sus ojos están y no están conmigo, sus manos son raíces secas, quietas. Parece hacerse tierra antes de volver a la tierra y yo también me hago tierra con ella. Algo de mineral, de inerte, se coagula en los gestos, las facciones adquieren la trágica dignidad del silencio y el silencio me acusa. ¿De qué? Despojadas de lo accesorio, las pocas palabras que dice me acusan. Aun cargadas de amor me acusarían. No se queja, no llora. Y no obstante la almohada en la que apoya su cabeza es una lágrima enorme.

En el ascensor su nombre se repite solo dentro de mí. Intento recordar: la casa de mis abuelos, la Praia das Maçãs, episodios antiguos, las horas espesas del reloj de pared retumbando en la sala. Siguen vibrando, inmensas. Después se callan, y solo hay un son distante de piano. El metrónomo resulta un corazón afligido que se callará pronto y entonces la sala se vuelve enorme, vacía. Tal vez los pasos de mi abuelo silbando bajito en las escaleras. Me hacía cazuelas de papel, me dibujaba caballos. Desde noviembre de 1960 no dibuja nada. Se limita a estar ahí, en un marco, joven, uniformado, con bigote. Cuando estaba con él iba a verlo afeitarse, por la mañana, con una navaja. Se sentaba en el jardín, llevaba una chaqueta de hilo. El guardés encerraba a los perros en jaulas.

Debe de ser todo normal, sin duda es todo normal y no lo entiendo. Vendieron la finca, el mundo se llenó de personas. ¡Éramos antes tan pocos! Me escondía en un arriate a fumar, las nubes pasaban sobre las copas. Preparaba un hilo de coser con un alfiler doblado en la punta, ponía una miga de pan en el alfiler y pescaba los peces rojos del lago. Nunca pesqué ninguno. Unas boquitas delicadas comían el pan, se marchaban, bajo el agua, con rápidos movimientos de cuchillo. Las flores nacían, perfectas, de los dedos del señor José. ¿Te has olvidado de las estatuas con el nombre de las estaciones, de la rosaleda? ¿De las pestañas transparentes de los cerdos? ¿Del mes de junio en el que todo era verde, nítido, claro? ¿De que llevabas pilas de libros al jardín? ¿De cómo te llamabas en aquel entonces? ¿Qué António eras tú? ¿De los versitos que escribías? ¿De que ibas a ser escritor? Tan fácil ser escritor, ¿no es verdad? Tan fácil respirar.

Ahora estás frente a tu tía. Nadie puede ayudarla, nadie puede ayudarte. Ayer almorzaste en el jardín del Príncipe Real y una paloma, al alzar el vuelo, rozó tu cabeza y te despeinó. Nunca te había ocurrido eso y el hecho de que la paloma te rozase te dejó intrigado. Sentiste sus patas en la frente, las alas. Un antiguo paciente tuyo del hospital, al que ves a veces vendiendo décimos de lotería, ayudaba al empleado que recogía las hojas. Unas extranjeras demasiado blancas se sonreían cohibidas. El sitio donde internaron a tu tía ni siquiera muy lejos. Quien se encuentra lejos eres tú: tienes nueve años y entras en la maternidad donde ella acaba de parir su primer bebé y te hace una caricia en el pelo. De eso te acuerdas. Ocurra lo que ocurra, de eso habrás de acordarte siempre.

Segundo libro de crónicas
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