¿QUIÉN ME HABRÁ LASTIMADO PARA HACERME TAN DULCE?

El dedo inmenso y estúpido del maestro de primaria buscándome entre los pupitres con el pretexto de los afluentes de la margen izquierda del Tajo; la paciencia de mi madre intentando enseñarles piano

Schmoll

a mis manos sin gracia; el jardinero que mataba gorriones estrangulándolos con las manos en su espalda y me miraba riendo; la niña de la que me enamoré a los diez años, que iba a ser dentista y murió antes de serlo, en las sábanas de hierro de un coche atrozmente arrugadas sobre una cama de asientos, ruedas, chasis: ¿cuál de estas cosas me habrá lastimado primero? ¿Sufrir será difícil o solo será una trivialidad desagradable para los otros como la vejez o la enfermedad? Sacaron a la niña, entonces con veinte años, de su colchón arrimado a un plátano y juraría que su boca

—António

cuando su boca nada, esa indiferencia de los difuntos a la que llamamos sonrisa y no es sonrisa, es una ajenidad vítrea, una quietud exasperante. No pretendo sino lo imposible: un niño que me saluda, un barco que llega, martillar con la mano izquierda, saber bailar el tango, distinguirte a lo lejos, en el aeropuerto, a mi espera. Mi tía me enseñaba solfeo, regulaba el metrónomo y aquel dedo, inmenso y estúpido también, hacia la derecha y hacia la izquierda con una obstinación cardíaca. En el restaurante los amigos de costumbre hablan, hablan. ¿De qué? Dejé de oírlos cuando entró una pareja de jubilados: les llevó un buen rato sentarse, con las rodillas como muelles de navaja cuyas pobres hojas se doblan a duras penas. Cuando uno de ellos hablaba a gritos el otro ahuecaba la mano detrás de la oreja. Su mujer pidió que le guardasen el resto de la cena, en una bolsa de plástico, para el perrito que se quedó en casa rascando la puerta con las uñas, desesperado, goteando pises afligidos en la alfombra. Seguro que en su apartamento hay trastos, sombras, revistas muy antiguas. Tal vez no les haga falta ahuecar la mano detrás de la oreja solo para oír el metrónomo. ¿Cómo se planchan sábanas de hierro arrugadas? Revistas muy antiguas leídas los domingos lluviosos: A Illustração Portugueza, Très Sport, y en el Très Sport el campeón del mundo Georges Carpentier en actitud de ataque, con raya al medio y calzones muy largos. El adversario usaba un bigote de puntas retorcidas, como los alféreces de principios de siglo que cortejaban a señoras en balcones con colchas colgadas en las tardes de procesión. Las revistas antiguas huelen a templete y zaragatona, al pájaro disecado del farmacéutico republicano que preparaba recetas insultando a Dios. Mi abuela me explicó en voz baja que el farmacéutico, de joven

(y yo seguro de que el farmacéutico nunca había sido joven, mentira de la abuela)

había sido un as en el juego del palo, que a juzgar por las instrucciones que me dio acerca de este deporte me hizo pensar en una especie de danza a golpes de garrote. Si el farmacéutico pillase a Dios a pelo le daría una zurra que no veas. El día de Navidad entraría en la iglesia con las manos en la cintura y sombrero en la cabeza, desafiando al Creador:

—Demuestra lo que vales, anda.

Dios, lleno de paciencia, lo soportó varios años, muy callado, hasta decidirse

(Dios tarda mucho en decidirse)

a hacerlo rodar por las escaleras. A mi modo de ver fue una muerte a traición. La tarde del entierro mi tía detuvo el metrónomo: debía de haber amado al farmacéutico de joven. La prueba es que si le compraba un jarabe su boca temblaba, y los brazos del farmacéutico dibujaban gestos sin sentido. La trataba de

—Señora

y hasta que salíamos dejaba a Dios en paz. En una ocasión en la que mi tía se olvidó del paraguas y volví a la tienda a buscarlo me encontré con el farmacéutico sonándose. Metió la manga en el frasco de los caramelos pectorales y, sin quitarse el pañuelo de la nariz, me extendió un montón de cubitos que olían a eucalipto y azúcar, con un señor de barba

el profesor Malinovski

impreso en el papel, dentro de un medallón rodeado de florecitas. Mi tía enrojeció cuando se los di y los guardó con precauciones de cristal en el cofre de las alhajas, es decir, un camafeo sin orla y la alianza de sus padres. Después me preguntó

—¿Qué estaba haciendo?

Respondí

—Sonándose

y se quedó siglos en la sala mirando el piano. Leí hace mucho tiempo en un libro que la patria de una mujer es aquella donde se ha enamorado. Esa noche, durante la cena, reparé en que mi tía se había puesto perfume. Y la glicina golpeaba contra los cristales diciéndonos adiós. Me pareció que la glicina entre gestos sin sentido, me pareció que un racimo

—Señora

me pareció que mi tía la escuchaba pero debo de haberme equivocado. Me equivoqué sin lugar a dudas: ¿desde cuándo las glicinas se suenan?

Segundo libro de crónicas
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