FANTASMA DE UNA SOMBRA
Estas fotos en los estantes hablan de un pasado en el que no me reconozco, porque tengo siempre la impresión de ser otro en los marcos. No solo de que yo soy otro sino de que también son otras las personas que quise, y me pregunto qué hacen allí quietas, bajo un cristal, mirándome o mirando la pared de enfrente con aquella sonrisa que se adquiere después de muertos, la sonrisa que anula un rostro conocido a pesar de iluminarlo, por ejemplo la de mi abuelo en Luso, en su último verano, mirando más allá de los árboles y de la lluvia un futuro que no nos pertenecía a ninguno de nosotros: no le pertenecía a él por encontrarse reducido a un esmirriado presente de dos meses de enfermedad, y no me pertenecía a mí porque lo que soñaba que yo fuese no lo sería nunca. Lo inquietaban mis respuestas bruscas, mi temperamento huraño, mi silencio, la certidumbre de que yo vivía, no según una línea continua, sino en un trazado impreciso de caprichos y cambios de humor, con la esperanza de inventar una isla de absoluto en el caos de los días, desprovisto de los instrumentos que a los diecisiete años no podía poseer y que, a los cincuenta, no estoy seguro de haber conseguido. Me apasionan además en las fotos las personas que la cámara captó por casualidad al captarnos y me observan desde el fondo de la película, en medio de un gesto, más nítidas y presentes que nosotros, señoras con sombrero de paja, un niño junto a las olas con un cubo y una pala en la mano, un caballero barrigudo leyendo el periódico en una tumbona de lona. Les invento nombres, biografías, destinos, les atribuyo casas
(yo que tanto disfruto observando desde la calle, por la noche, las salas iluminadas, imaginándome allí dentro)
hago y deshago parentescos, amistades, disputas, las ayudo a entrar, cogiéndolas del brazo, en vidas cotidianas lentísimas como fines de semana, los incluyo en mi familia, me divorcio de ellos y recomienzo mañana cuando me siento a la mesa para trabajar en la novela, siempre con tanto miedo a escribir, mientras añado capítulo a capítulo preguntándome para qué. A medida que el tiempo nos gasta, la frecuencia con la que nos preguntamos
¿para qué?
aumenta, y el número de las cosas que nos preocupan o interesan se estrecha y se reduce. ¿Estaré yo en el rincón de una foto en los estantes de los demás, también con un nombre inventado, una biografía, un destino? Alguno de esos extranjeros que se fotografían en Lisboa me llevó sin duda consigo, y no es improbable que siga, en este momento, en un álbum de recuerdos de Finlandia o en la pared de cualquier pequeña ciudad de Estados Unidos, decorando, junto con una iglesia o una estatua, la existencia de una presbiteriana extravagante. Si alguien les pregunta
—¿Quién es este?
¿qué responderán los extranjeros? Tal vez se acerquen, con gafas, a observar mejor, sacudan la cabeza, desistan, me dejen solo en el marco, ocasional y secundario, desenfocado contra la iglesia o contra la estatua, en una pequeña vivienda de Tampa Bay o en un desván de Helsinki, condenado a una inmovilidad perpetua en compañía de un monumento que, tal vez, detesto. Pero no me disgusta existir en otro sitio, como soporte de paisaje o garantía de safari en país pobre, hasta acabar en una de esas cajas de cartón donde se acumulan las inutilidades sin sentido y los afectos difuntos. Alguien colocará un día la caja en el bordillo de la acera, y una camioneta del ayuntamiento, eficiente y puntual
(Finlandia y Estados Unidos son sitios limpios)
me llevará, junto con botellas vacías, adornos de Navidad y animales de peluche, a un taller de reciclaje del que saldré con la forma de un muñeco de nieve en miniatura o de una Estatua de la Libertad de plástico, vendida como artesanía a esos japoneses minuciosos y risueños, que viven en edificios de papel y se mueven con pasitos minúsculos de muñecos a cuerda. De modo que si un japonés le pregunta a otro japonés
—¿Qué es esto?
mirarán ambos para este lado, aquí, donde estoy yo, y verán a un hombre, con un bolígrafo vacilante, acabando esta crónica.