DE DIOS COMO AFICIONADO AL JAZZ
Crecí con una enorme foto de Charlie Parker en la habitación. Creo que para un chico cuya única ambición era convertirse en Escritor, Charlie Parker era, en efecto, la compañía ideal. Ese pobre, sublime, miserable, genial drogadicto que se pasó la vida matándose y murió de juventud como otros de vejez, sigue encarnando para mí aquella frase del Arte poética de Horacio que resume lo que debe ser un libro o pintura o sinfonía o cualquier otra cosa: un hermoso desorden precedido del furor poético
dice él
es el fundamento de la oda. Siempre que me hablan de palabras e influencias me río un poco por dentro: quienes ayudaron de hecho a madurar mi trabajo fueron los músicos. Mi camino de Damasco surgió hace cerca de diez años, frente a un televisor en el que un ornitólogo inglés explicaba el canto de los pájaros. Lo volvía no sé cuántas veces más lento, lo descomponía y probaba, comparándolo con obras de Haendel y Mozart, su estructura sinfónica. Al final del programa yo había comprendido lo que debía hacer: utilizar los personajes como los diversos instrumentos de una orquesta y transformar la novela en una partitura. Beethoven, Brahms y Mahler me sirvieron de modelo para El orden natural de las cosas, La muerte de Carlos Gardel y Manual de inquisidores, hasta sentirme capaz de componer por mi cuenta juntando lo que aprendí con los saxofonistas de jazz, principalmente Charlie Parker, Lester Young y Ben Webster, el Ben Webster de la fase final, de «Atmósfera para amantes y ladrones», donde se entiende más sobre metáforas directas y retención de información que en cualquier breviario de técnica literaria. Lester Young me enseñó a frasear. Era un hombre que comenzó tocando la batería. Un crítico le preguntó cuál era el motivo que lo había llevado a pasar de la batería a un instrumento de viento y él respondió:
—¿Sabe una cosa?: la batería es horriblemente complicada. Al final de los conciertos, cuando acababa de desarmarla, todos mis compañeros ya se habían ido con las chicas más guapas.
El hecho de desear tener también chicas guapas lo llevó, entre otras obras maestras, a «These Foolish Things», donde cada nota parece el último suspiro de un ángel iluminado. La fotografía que tengo de él muestra a un hombre sentado al borde de la cama de una habitación de hotel con un saxo tenor al lado. Delgado y envejecido nos mira a través de los años con los ojos más dulces y tristes que haya visto alguna vez. Usa una corbata torcida y una chaqueta arrugada, y pocas personas estuvieron sin duda tan cerca de Dios como ese vagabundo celeste. Ben Webster, a su vez, se parecía a un tendero gordo al que transfiguraba una aureola invisible pero obvia. Estos tres seres se sentaban a la diestra del Padre y me asombra no encontrarlos en los altares de las iglesias. Tal vez no exista lugar, en cielos de mármol y escayola, para alcohólicos promiscuos y pecadores sin remedio. Tal vez haya personas que se sientan mejor en compañía de seres edificantes que no edificaron nada a no ser vidas sin alegría rematadas por agonías virtuosas entre fragancias de azucena. Como pienso que Dios no es ningún tonto, estoy seguro de que le daría comezón tanta bondad melancólica y tanta estrechez sin mérito. Apuesto incluso a que toca la batería para dejar que los otros se queden con las chicas más guapas, y dedicarse a ordenar discretamente todo aquello, tambores y platos, mientras Charlie Parker, Lester Young y Ben Webster llevan en paz la ginebra, la marihuana y a las muchachas guapetonas a un estudio de grabación donde Billie Holliday ha comenzado ahora mismo a cantar Su poder y Su gloria hasta el final de los tiempos.