EL GORDO Y EL INFINITO
Llevo más de una hora en busca de una idea para esta crónica: no tengo ninguna. Oigo pasos en el corredor, los automóviles en el sendero. De vez en cuando, voces. Escribo en papel sellado y como no sé qué escribir relleno con la estilográfica los círculos de las oes. Me quito las gafas. Limpio las gafas. Me pongo las gafas. Como debajo de las letras hay números de teléfono aprovecho y relleno también los círculos de los ceros. Felizmente seis números de teléfono con enormes ceros. Dado que no se me ocurre ninguna idea me ocupo de los círculos, más pequeñitos, de los ochos. Dejo la estilográfica. Me echo el pelo hacia atrás. Abro la ventana y árboles. El sonido de los automóviles aumenta en el sendero. Un hombre de edad, con un gorro blanco, se detiene para palparse los bolsillos. ¿Se ha olvidado la llave? Por milésima vez recorro, primero con la lengua y con el meñique después, una muela que se ha roto. Incluso mientras digo esto sigo comprobándolo. Una señora riega la jardinera de un edificio amarillo. Mañana el dentista va a ordenarme
—Puede escupir.
Es el único sitio del mundo donde nos aconsejan escupir. Con babero al cuello nos inclinamos ante una escupidera. Yo, que desde la primaria escupo estupendamente, me reduzco a una saliva áspera que se me escurre por el mentón y me avergüenza. Antes acertaba en un saltamontes a dos metros y era la envidia de la clase. Ahora escupo peor que el gordo, que podía ser el mejor alumno pero en materia de gargajos no valía un comino. Para vengarse afirmaba con seguridad que las paralelas nunca se encuentran. Siempre creí que las paralelas no se encontraban porque tenían mucho que hacer. El profesor no aprobaba mi opinión y aseguraba que se encontraban en el infinito. El infinito, un ocho acostado
rellenar los círculos del ocho acostado
que ni siquiera tenía fuerzas para ponerse de pie. ¿En qué parte de aquel ocho lánguido se unían las paralelas? Vi al gordo hace unas semanas, en un restaurante. Estaba igual, solo que con corbata en lugar de pantalones cortos. Tiene dos empresas
—Soy economista
voz de papada, de autoridad, con el labio de abajo que absorbe al de arriba. Cuando le iba a preguntar si ya sabía escupir declaró
—Me alegra verte
y se instaló con otros gordos que parecían respetarlo, sin duda por causa de su conocimiento de las paralelas. Cada uno de los gordos colocó el móvil en el lugar de la servilleta, dispuestos a dar la solución a cualquier problema de husos horarios que el profesor les plantease durante el almuerzo. De vez en cuando mi gordo dejaba caer una frase definitiva ante su asamblea de gordos deferentes. Mi lengua y mi meñique escarbaban la muela rota. Si tuviese una estilográfica adecuada rellenaría todas las oes del menú. El modo en que me informó
—Me alegra verte
el modo en que me dijo, ya medio sentado
—Vamos tirando
el hecho de que cuando el dentista me ordenaba
—Puede escupir
yo, con babero al cuello, dejaba escurrir un hilillo obediente, sin brillo alguno. Cristo, cuántas facultades se pierden con la edad. El gordo ensarta un bocado en el tenedor, eleva el tenedor con una lentitud majestuosa, redondea la boca y ni siquiera puedo rellenarle el círculo. Como no puedo rellenar el círculo (ninguna muela rota en ese círculo), le sonrío. Me devuelve la sonrisa, por encima de la corbata, no dándose cuenta de que lo estoy llamando cabrón. Coge el móvil. No se comprenden las palabras pero estoy seguro de que está hablando del infinito. Los compañeros gordos lo miran extasiados. Comen sepia en su tinta. Cómo me gustaría que hubiese espinas en la sepia en su tinta, de aquellas que uno se queda buscando un tiempo enorme, pasando la comida de la derecha a la izquierda, con los ojos estancados por la congoja. Pero ni siquiera esa suerte, lamentablemente: los gordos tragan triunfales mientras mi dedo, pobre, hurga entre las ruinas antes de regresar, humilde, al bacalao. Volviendo a la crónica, ¿de qué voy a escribir hoy?