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La pequeña placa de latón dice: EN RECUERDO DE ARTHUR: ESTE ERA SU LUGAR PREFERIDO EN EL MUNDO. No sé quién era Arthur, pero tenía buen gusto en bancos de parque, y he pasado muchas horas en las últimas semanas aquí. Llueva, haga sol o un viento huracanado, ahora paseamos casi todos los días por el Common (incluso hemos empezado a dar paseos de noche, desafiando a la oscuridad, a los zorros y a los adolescentes del barrio), y empiezo a considerar este banco —que está a tiro de piedra del estanque de patos— como nuestro banco. Cuando estamos aquí, casi nunca hablamos: simplemente nos sentamos, acunamos a Daniel en el carrito y nos dejamos bañar por el aire libre.

El próximo domingo, Dan cumple catorce semanas, y lo vamos a celebrar yendo a Gales para presentarlo a sus tíos y a las locas de sus primas. Hace cuatro semanas, Steve y Carrie, la pareja que conocimos en las clases de preparto, tuvieron una niña, Daisy. Ayer quedamos a tomar café y pasamos dos felices horas poniéndonos al día y compartiendo consejos de crianza, como los profesionales curtidos que ya somos. Tenía miedo de que verles con su hija nos hiciera volver atrás, pero, si acaso, lo que ha hecho ha sido darnos un empujón hacia adelante. Les hemos invitado a cenar a casa la semana que viene, y Ivy ya está hablando sobre lo que deberíamos preparar. En muchos sentidos es como volver a la fase de las citas; conocerse y dejarse conocer, hacer planes, con la esperanza de gustar tanto como el otro te gusta a ti. Quién sabe, tal vez Dan y Daisy acaben juntos algún día, tal vez se emborrachen con sidra en este mismo Common y hagan cosas en las que prefiero no pensar. Miro el reloj, estiro los brazos por encima de la cabeza e intento quitarme la rigidez del cuello, señal de que va siendo hora de ir tirando hacia casa. Ivy se pone de pie, y mientras ella mira cómo está Daniel, yo limpio las huellas y el polvo de la placa de Arthur con la manga. Puede que algún día haya un banco aquí con una placa que lleve mi nombre.

—¿Y esa sonrisa? —pregunta Ivy.

—Nada. Estaba pensando en lo mucho que me gusta este sitio.

El verano empezó la semana pasada y siento el sudor resbalando por la espalda mientras empujo el nuevo cochecito individual por el terreno irregular de Wimbledon Common. La semana que viene iré al centro para reunirme con Joe y discutir un par de proyectos. Ivy aún no lo sabe (no se lo he dicho) pero tengo que empezar a ganar dinero, y pronto. Eso sí, nada de mierda, nada de papel higiénico, préstamos a bajo coste, ni curas para el estreñimiento. Al fin y al cabo, solo se vive una vez. Y ya estoy hablando con Suzi sobre qué hacer ahora. Ivy no ha decidido cuándo volverá a trabajar —si es que vuelve—, pero yo apostaría a que no lo hará. Al menos no por un tiempo.

Llegamos al borde del Common y salgo del césped hacia el camino asfaltado.

—Dios, cómo desearía que hubiera algo de brisa.

Ivy me mira con una sonrisa indulgente, pero no dice nada. Se ha convertido en una especie de broma entre nosotros: yo le lanzo el anzuelo con deseos de mierda, y Ivy los esquiva. Es divertido, pero me he prometido dejar de hacerlo. Los dos sabemos que el Hada de los Deseos no existe, y empiezo a notar que la broma ha dejado de tener gracia.

—Vamos por aquí —digo, apuntando el cochecito hacia una calle ancha flanqueada por árboles e imponentes casas con ventanas a ambos lados de la entrada.

—Yo tengo que ir a casa —dice ella—. Desde que ese monito salió de mi chisme estoy casi incontinente.

Yo sigo empujando el carrito en la misma dirección.

—Son solo un par de minutos más hasta casa. Vamos rápido.

—Si me hago pis es culpa tuya.

Unos veinte metros más adelante, llegamos a la altura de una casa con un cartel de «Se Vende» sobre una de las columnas de la entrada. Paro el cochecito.

—¡Vamos! —exclama Ivy, haciendo un pequeño bailecito en el sitio—. De verdad, que no puedo aguantar mucho más.

Le señalo el cartel de «Se Vende».

—Puede que te dejen pasar al baño.

—Deja de hacer el tonto.

—Podemos fingir que estamos buscando casa.

Ivy sigue dando saltitos de un pie al otro como una niña desesperada por ir al baño.

—¡Fisher! ¿Tienes idea de lo que valen estas casas?

¡Gracias!

—Eh, no sé, un par de miles más que la tuya.

—Más bien un varios cientos de miles más que la mía. Pon quinientas o seiscientas mil más.

—Siempre podemos vender la mía.

Ivy deja de bailar y su rostro se relaja.

—¿Lo harías? —dice—. ¿Venderías tu piso?

Me encojo de hombros.

—Bueno…, ¿cuánto crees que vale?

Así que se lo digo.

Las cejas de Ivy se fruncen lentamente mientras me observa.

—Eso es una cifra muy concreta.

—Incluye los muebles, la nevera y la lavadora.

—¿Me estás diciendo que has puesto tu casa a la venta?

—Sí. Aunque…, bueno, técnicamente, ya no es mi casa.

—¿Ya… la has vendido?

Asiento con la cabeza.

Su mirada se enfría, se enturbia un poco.

—¿Por qué has hecho tal cosa?

—Bueno…, yo… pensé…

—¡No! —exclama Ivy—. No lo has hecho. No has pensado. Porque si lo hubieras hecho, tal vez habrías pensado en preguntarme si yo quería irme de mi casa.

—Yo…

De repente, toda la rabia desaparece de su expresión.

—En serio… —dice—. Es demasiado fácil.

—¿Tú…?

Ivy asiente con la cabeza, se chupa el dedo índice y dibuja un número uno invisible en el aire.

—Demasiado fácil.

—Te odio —le digo.

Ivy me rodea el cuello con sus brazos y me da un intenso beso en los labios.

—Te quiero —dice—. Te quiero, te quiero, te quiero.

—Bonito día para eso —dice una voz masculina detrás de nosotros.

Al volverme veo a un hombre cerrando un coche con el logo de la inmobiliaria sobre el lateral. Se acerca a nosotros extendiendo la mano para saludarnos.

—¿Señor y señora Fisher? —dice.

—Sí —digo, estrechando su mano—. Algo así.

—Ben —dice el agente inmobiliario—. ¿Y quién es este chiquitín? —pregunta mientras se agacha delante del cochecito.

—No quiero ser grosera —dice Ivy—, pero si no entro en un cuarto de baño en menos de treinta segundos, me voy a hacer pis encima.

—No hay problema —dice el agente inmobiliario—. Tiene cuatro para elegir.

Y le seguimos hasta la casa: Ivy, yo y el pequeño Daniel.