5
Ivy está potando en mi cuarto de baño; el sonido llega tan claro como el canto de un pajarito en un campo abierto un tranquilo día de verano.
—Joder —dice, y su voz resuena desde el interior de la taza de porcelana, flotando del cuarto de baño al dormitorio como si fuera vapor. Escupe, tiene otra arcada, escupe, escupe, escupe. Y tira de la cadena. Ivy es una potadora cara y prolífica, y antes de irme a la oficina voy a tener que limpiar el vómito del váter, de los azulejos y dondequiera que haya salpicado. No me importa; a ella le tocan náuseas por las mañanas, y a mí el Pato WC. Es justo.
—¿Estás bien? —grito.
—No —grita Ivy en respuesta—. Pero creo que ya ha pa… ¡Ay, ay, Dios sanblurrrrgh…!
Yo soy de los que cierran las puertas; quiero decir, que para eso es para lo que existen, ¿no? Y no intentes decirme que las puertas están para abrirlas, porque no tengo tiempo para este tipo de razonamiento. Podríamos pasarnos el día discutiendo la causa, el efecto, la forma y la función, pero la verdad pura y dura es esta: las puertas existen para dejar unas cosas dentro y otras fuera. Uno quiere dejar fuera cosas como animales salvajes, ladrones, asesinos en serie, la lluvia, el ruido y los olores desagradables. Y dentro quiere cosas como el calor, el amor, la intimidad y la tranquilidad. Bueno, yo al menos. Ivy no cierra las puertas, las de dentro no; la del baño, tampoco. Supongo que es algo encantador en un rollo abierto, desinhibido, si-solo-es-el-cuerpo-humano y esas cosas, pero a mí no me parece que haya nada encantador en contemplar al amor de tu vida experimentar nueve minutos de evacuación, aunque tampoco es que lo contemple, pero si quisiera lo podría ver todo por la puerta que deja abierta.
El cuarto de baño lleva casi un minuto en silencio, suena la cisterna y Ivy cruza la cocina, murmurando varios improperios e insultos contra la naturaleza.
Hace un mes que me contó que estaba embarazada. Por cómo fechan estas cosas (desde el día de tu última regla en lugar de desde el día en que fue concebido), Ivy está de casi diez semanas. Lo cual, curiosamente, es alrededor de diez días más de lo que Ivy y yo llevamos juntos. Nuestro embarazo es más viejo que nuestra relación. Por cómo miden estas cosas, si buscas en cualquier libro o página web, el desarrollo del bebé se mide por alimentos: semilla de amapola, arándano, naranja enana, manzana, aguacate, mango, repollo, coco, sandía. Ahora mismo, el nuestro tiene el tamaño de una aceituna verde.
—Raro, ¿eh? —le digo a James Bond.
James no contesta, ni siquiera son las ocho y los granujas nunca se levantan antes de las once, a no ser que su vida, el rey o el país dependan de ello. Ninguna de estas excepciones se me puede aplicar a mí, pero lo que sí tengo es una reunión con Joe, mi productor en la compañía para la que ruedo anuncios. Así que me levanto, abro las cortinas, y voy al cuarto de baño arrastrando los pies para limpiar el vómito de Ivy y hacer lo que hay que hacer con la puerta cerrada.
Cuando vuelvo a la habitación, Ivy está sentada en la cama, con una taza de café en una mano y un libro en la otra. Está leyendo una novela de alguien a quien no conozco, y tiene un montón de páginas cogidas con el pulgar izquierdo.
La cafetera está sobre una bandeja encima de la cómoda, junto con una taza y una jarrita de leche. Me sirvo un café y, como voy bien de tiempo, me vuelvo a meter en la cama.
—¿Qué tal el libro?
Ivy lo gira en la mano, mirando la portada (una plaza bohemia, un atardecer, sombras, siluetas) como si la respuesta estuviera impresa en ella.
—Bueno, al parecer ha ganado toda clase de premios. Pero si no fuera por el club de lectura probablemente lo dejaría.
—Pues deberías hacerlo —digo yo—. Cámbialo por algo de vampiros.
Ivy se ríe.
—No es que no lo haya hecho nunca, abandonar un libro, pero no sé…, no es una buena costumbre.
—¿En serio? La semana pasada vi a una mujer cortándose las uñas en el metro.
—Uf, ¿estás de coña?
—Qué va. Y dejaba que cayeran ahí por todo el vagón.
Ivy se lleva una mano a la boca.
—Calla, me vas a hacer echar la papa otra vez.
—Pues eso. Siempre me quedaría con alguien que abandona libros antes que con alguien que se corta las uñas en público.
Ivy asiente como si estuviera ponderando la sabiduría de mis palabras.
—Probablemente tengas razón, pero no quiero decepcionar a Cora: lo eligió ella.
—¿Tú crees que se acordará?
—Con Cora nunca se sabe. No sabe qué día es, pero te puede recitar a Dickens con puntos y comas.
—Bah, tonterías.
—Exactamente —contesta Ivy, devolviendo su atención al libro.
—¿Qué tal las náuseas? —pregunto—. ¿Te encuentras mejor?
—No lo echaré de menos cuando pase —responde—. Oyes hablar de ello, pero, Dios, es horrible. Una resaca cada mañana, pero sin la fiesta anterior.
—Lo siento —digo.
—Ya lo creo. Tienes mucho que ver con ello.
Después de que Ivy me dijera que estaba embarazada, y tras arrodillarme en un charco y murmurarle «te quiero» a su jersey, pasamos el resto del día en un estado de feliz y emocionada perplejidad. Ivy me explicó a qué se debía su silencio de los días previos: una mezcla de ansiedad, confusión e incertidumbre. Le preocupaba que no me alegrara, que pensara que ella me había engañado, que quisiera acabar con esta relación. Yo le dije que nada más lejos de la realidad. Nos terminamos el café y la relación pasó como la seda a la siguiente fase: paseamos hasta el delicatessen, compramos falafel, pan, humus, carne, zumo de frutas con gas y tarta de queso; volvimos a casa de Ivy, hicimos un picnic sobre el sofá, y luego Ivy se quedó dormida delante de la tele. No hicimos el amor.
De hecho, no hemos hecho el amor ni una sola vez desde el día antes de que mi padre nos ofreciera su cama y lo gafara todo. Lo tengo calculado: hace cuarenta días y cuarenta noches. Una abstinencia de dimensiones bíblicas.
Dejo el café y pongo la mano sobre el muslo de Ivy.
—Pobrecita —digo—. ¿Sabes lo que siempre funciona para la resaca?
Ivy baja el libro, me mira por encima de unas gafas invisibles.
—Estás de broma, ¿no?
—No —contesto, deslizando la mano un poco más arriba.
Ivy posa su mano sobre la mía, deteniendo su avance.
—¿Sabes que lo que tengo no es resaca?
—Sí, pero el princi…
—Tengo un feto del tamaño de una aceituna en el útero, y está inundando mi cuerpo de hormonas que me hacen sentir como si tuviera resaca.
—Claro —susurro—, claro… —sin quitarle la mano del muslo—. Pero puede que también le venga bien a fetos de tamaño aceituna que enchufan hormonas.
—Tengo vómito en el pelo.
—No me importa.
—A mí, sí. Calla y bébete el café.
Tengo dinero en el banco, parte de mi piso pagado, dos riñones que me funcionan. Pero para que todo lo anterior siga donde está necesito ganar dinero, y hacerlo pronto.
Joe quiere hablar de un «guion interesante». Y aunque me he acostumbrado a gestionar el entusiasmo de Joe con cierta suspicacia, me cuesta no hacerme ilusiones. Desde que terminamos el último proyecto hace dos meses, me he presentado para dos producciones, pero ninguna ha salido. Dos meses sin ingresos ya es bastante preocupante, y, con la inminente llegada de otra boca que alimentar, me está quitando el sueño. Joe y yo llevamos años trabajando juntos y nos hemos convertido en buenos amigos, así que no debería importarme qué ropa me pongo hoy, especialmente dado que Joe solo compra en Primark y eso cuando su mujer le obliga a ir con ella. Pero tampoco soy el único director de Joe, y él no es el único productor en Sprocket Hole, o sea que no hay nada de malo en recordarle lo guay y emprendedor que es William Fisher. Así pues, me pongo mis segundos vaqueros más viejos y mi camisa más nueva, la rosa que compré en Wimbledon Village hace un mes. Aún no me convence del todo, pero a Ivy parece gustarle.
—Estás guapo —dice.
—Lo soy —contesto. Ella sigue en la cama, leyendo—. ¿Estarás cuando vuelva?
Ivy niega con la cabeza, y sus ojos se abren en una silenciosa pregunta.
—¿Qué? —le digo.
—Estaré en casa, en mi piso.
—Ah, vale.
—Porque…
—¿Tienes que dar de comer a Ernest?
—El maldito pez es la última de mis preocupaciones.
—Ay, claro, se me… ¡Mierda! La comadrona, claro. Perdona, cariño, ¿a qué hora?
—No puedo creer que se te haya olvidado —dice Ivy, y parece enfadada de verdad.
—No se me ha olvidado, simplemente estaba pensando en el curro. Estaba…
—No puedo hacer esto sola, Fisher.
—Lo sé, no tendrás que hacerlo. Es solo…, mi cabeza estaba…
Ivy sonríe. Apenas es una sonrisa, frunce los labios ligeramente y sus cejas se levantan un poquito más de lo necesario. Es la sonrisa que guarda para los momentos en los que me lanza un anzuelo y yo nado hacia él, lo muerdo y lo meto entero en mi ingenua bocaza, con plomo y todo.
—Ojalá no hicieras eso.
Ivy finge inocente desconcierto.
—¿Qué?
—Lanzarme anzuelos.
—No te lanzo ningún anzuelo.
—Sí que lo haces. Eres como… Anzuelina Jolie.
Ivy se ríe, y el sonido de su risa —una carcajada espontánea e infantil, en la que participan nariz, lengua y dientes— es como una caricia en la nuca.
—Soy Anzuoly Hopkins —dice ella, aplaudiendo y doblándose de risa por su propia broma.
—Sí, sí, eres una picanzuela…
La broma se precipita estrepitosamente contra el suelo y resuena en una repentina ausencia de risa. Ivy fuerza una risa de cortesía.
—¡Eres…! —dice, sacudiendo la cabeza mientras busca la página otra vez—. ¡Ay!… Anzuelina Jolie…
Yo rebusco en la cabeza algún otro Anzuelo para rescatar el momento, aunque sé que ya ha pasado.
—De todas formas —dice Ivy, con un tono cargado de reprimenda—, menuda mierda de deseo has pedido.
—Perdona. Ojalá no me lanzaras anzuelos y tuviera un Ferrari bañado en oro.
Y ahí están: esa necesidad compulsiva de burlarse de mí y su inquebrantable fe en el Hada de los Deseos son dos de las cosas en el Top 10 de lo que me encanta de la mujer que pota en mi cuarto de baño. Tampoco diría que compensen del todo mi obligada castidad, pero desde luego la atemperan.
Aparte del sexo, hay dos cosas importantes que no han ocurrido en este mes desde que Ivy me dijera que vamos a tener un hijo, y yo le dijera a su jersey que la quiero.
No he repetido la declaración de amor.
Y Ivy no ha respondido a ella.
Quiero decírselo otra vez, pero me preocupa que las palabras pierdan fuerza si las digo cada vez que siento la necesidad de hacerlo. Y, dado que ella aún no me ha dicho las dos palabras a mí, temo parecer necesitado. Hay una escena en El Imperio contraataca que a El y a mí nos parecía casi lo más brutal del mundo —de hecho, del universo—. Justo antes de que congelen a Han Solo en una losa de carbonita, la princesa Leia le dice que le quiere. Y mientras él se prepara para un suplicio posiblemente mortal, Han la mira y dice simplemente: «Lo sé». De niño nunca pensé en lo que esa indiferencia —«Lo sé»— haría sentir a la princesa, pero como futuro padre enamorado empiezo a imaginármelo. Podría preocuparme más por el asunto, pero teniendo en cuenta que tenía la boca llena de lana cuando proclamé mi afecto, estoy bastante seguro de que Ivy no llegó a oírme.
Antes de irme a la oficina, le doy un último beso. Y (a pesar del aroma a vómito y pasta de dientes) esas dos palabras no pronunciadas siguen dando vueltas en mi cabeza, tratando de abrirse paso hacia mi boca.
—Que tengas un bien día —dice Ivy.
—Te…, lo sé —contesto, y Ivy me mira como si hubiera perdido la cabeza.