22

 

 

 

Odio la Navidad.

Lo primero que hago al despertar es mirar el móvil, pero no hay mensajes.

Es imposible que haya crecido este año, pero mi vieja cama individual parece más pequeña de lo que recordaba. El año pasado acababa de estropear mi relación con Kate. Este año he estropeado mi relación con Ivy. Esto está empezando a convertirse en una tradición.

Tradicionalmente me quedo en la cama hasta que oigo que papá se va a misa, y entonces salgo a correr. Pero a la mierda la tradición, a la mierda, este año voy a la iglesia. Hasta me doy una ducha antes de ir. Cuando despierto a papá con una taza de té y la noticia de que voy a renunciar a mi carrera navideña para acompañarle a misa, se le ilumina el rostro como si fuera, en fin, como si fuera Navidad.

La verdad, no sé por qué he decidido hacerlo, si es un primer paso hacia ser menos egoísta o un acto de vil desesperación. No creo en Dios, y lo único que tenemos en común su chico y yo es que cumplimos años el mismo día, pero, cuando el resto de la congregación se arrodilla a rezar en silencio, cierro los ojos con fuerza y ofrezco mi petición con los demás. Le pido que Ivy me siga queriendo. Pero es imposible pararme en un solo ruego: pido que los bebés nazcan sanos, y que crezcan felices. Pido por papá, Maria, mis sobrinas, Hector, Frank, Esther, Nino, El, Phil, Joe y la familia de Joe, porque dejarme a alguien fuera me parece como pedirle a Dios que no les cuide. Cuando estoy empezando a pedir patatas asadas crujientes y una buena película para este mediodía, el sacerdote dice que nos levantemos. Supongo que es así como te enganchan; este asunto de la oración es adictivo: como no caben todos los deseos en una sola sesión, tienes que volver a la semana siguiente. Muy hábil.

A pesar de mi devoto ateísmo, disfruto de la misa. Los cánticos son emotivos, el sacerdote (que posiblemente esté borracho) es sorprendentemente entretenido, y los pastelitos de pasas a la entrada de la iglesia no están mal para desayunar.

Pero cuando volvemos a casa de papá, Ivy aún no ha contestado a mi mensaje. La llamo, pero salta directamente el buzón de voz. Pues vaya con el poder de la oración.

 

 

Hoy cumplo treinta y dos años, aunque todavía no me ha felicitado nadie. En casa de los Fisher, es tradición esperar hasta las tres y treinta y cinco de la tarde, la hora exacta en que nací, para celebrar mi cumpleaños. Comenzó como una forma de hacer que parte del día fuera mío, y con los años ha acabado convirtiéndose en una pieza de pantomima a mi costa en la que todo el mundo no me felicita a propósito o habla de sus planes de cumpleaños, meses más adelante. Y en los últimos treinta y dos años, solo he pasado uno lejos de esta casa, el año que estaba viajando, lo cual valió como excusa para librarme.

Maria y su familia llegan a casa de papá pasado el mediodía, y después de dejar claro que solo me felicitan la Navidad, Maria y yo sacamos tres copas de vino al jardín —otra tradición—. El verano después de la muerte de mamá pusimos un bebedero de piedra para pájaros en el jardín en su memoria, y los últimos diez años desde entonces Maria y yo hemos salido el día de Navidad a pasar cinco minutos con ella. Algunos años, a Maria se le saltan las lágrimas, y otras parece casi avergonzarse de la sensiblería de todo ello. Pero si estamos en casa de papá, siempre lo hacemos.

Mientras bebemos el vino en silencio, con el rabillo del ojo veo cómo mi hermana se enjuga una lágrima. Voy a darle un abrazo, pero se aparta.

—¿Estás bien?

—No —contesta ella.

Me vuelvo a mirarla, pero en vez de verla triste Maria está claramente enfadada.

—¿Qué pasa?

—¿Cómo la has jodido esta vez?

Señalo el bebedero de piedra de mamá.

—¿Es necesario?

Maria sacude la cabeza.

—¡Vas a tener gemelos!

—Lo sé.

—¿Tienes idea de lo difícil que es?

—Sé el escándalo que montaste tú.

Maria me da un puñetazo en el hombro, con suficiente fuerza como para derramar la mitad de mi vino.

—¿Y bien?

—Es complicado.

—Papá dice que has estado durmiendo en el sofá.

—Ah, ¿sí? ¿Pues por qué no se lo preguntas todo a él?

—Qué gilipollas eres.

—Dormí en el sofá una noche. Una.

—Decías que la querías, que era la mujer para ti, tu alma gemela y todo ese rollo. —Maria lo dice sonriendo como si cantara una canción de patio de colegio.

—Lo recuerdo.

—¿Y…?

—¿Y qué?

—Y crece de una puta vez, William. Feliz Navidad, mamá. —Maria apura su vino y vuelve a entrar en la cocina, dejándome solo en el frío, con la copa medio vacía.

 

 

—Bueno… —dice Hector—. Así que ¿durmiendo en el sofá?

—Una vez. He dormido una vez en el sofá.

Hector estira el brazo sobre la mesa con la botella de vino.

—¿Un poco más?

Coloco la mano sobre la copa.

—No, gracias.

—Ejem —dice Maria, inclinando la copa hacia su marido.

—¿Por qué dormiste en el sofá?

—Porque es un gili —dice Maria.

Rosalind suelta una risilla y susurra algo al oído a su gemela.

—¿Por qué es un gili? —pregunta Imogen.

—Porque es un hombre —dice Hermione, y ella y su madre brindan.

Lanzo una mirada asesina de agradecimiento a papá y el viejo cabrón solo se ríe. Luego se ríe Hector, luego Hermione, y después se unen los demás.

Cuando llevamos casi medio paquete familiar de chocolatinas y vamos por la mitad de Regreso al futuro II, suena mi móvil. Alguien para la película mientras me levanto del sillón y saco el teléfono del bolsillo trasero. No reconozco el número.

—¿Quién es? —pregunta Hermione.

—Eso es cosa mía.

—Si es Ivy, quiero hablar con ella.

—¿Y qué le vas a decir?

Eso es cosa mía —contesta mi sobrina como un loro, y luego me saca la lengua para dar más énfasis a la respuesta.

No creo que Hermione sea más difícil o rebelde que cualquier chavala a punto de cumplir los dieciocho. Pero su madre y ella tienen una bronca brutal varias veces al año al menos. Y cuando dejan de hablarse, me llaman por teléfono, se desfogan, sueltan amenazas y, muy a menudo, lloran. Aunque en los últimos meses (no estoy seguro de cómo se produjo el cambio), Ivy se ha convertido en la confidente preferida de Hermione. Y lejos de sentir que me la haya quitado, es otra de las cosas que me enamoran de la mujer con la que tan mal me porté en Nochebuena.

—Vosotros ved la película —les digo, y voy al pasillo para contestar.

—¿Sí?

—Feliz Navidad, cariño.

—¿Ivy?

—¿No me reconoces?

—Sí, claro, por supuesto. Pero no reconozco el número.

—¿Quién esperabas que fuera? —Su voz tiene un tono de crispación, pero no voy a picar. Hoy no.

—Feliz Navidad, preciosa. Supongo que llamas desde el móvil de tu padre o de tu madre…

—Sí, se me…

—Espera un momento. —Hermione se asoma por la puerta y le hago un gesto para que se vaya mientras subo las escaleras hacia mi cuarto—. Te mandé un mensaje —le digo a Ivy—. Y no contestaste.

—El móvil se quedó sin batería. Y me dejé el cargador en Londres. Supongo que salí un poco…, un poco confundida… Lo siento.

—No —contesto—. Lo siento yo.

—Ya, bueno, deberías.

—Te echo de menos.

—No te pongas sentimental, vas a hacer que…

Pero no logro oír lo que dice porque en ese momento Hermione, Imogen y Rosalind irrumpen en mi habitación. Hermione trata de quitarme el teléfono de la manos, pero la aparto mientras Imogen y Rosalind dan vueltas a mi alrededor intentando alcanzar el aparato.

—Dámelo —dice Hermione, estirando el brazo. Me pongo de pie sobre la cama para alejarlo de las malvadas garras de mis sobrinas—. Ivy, voy a tener que…

—¿Qué pasa? ¿Qué es ese ruido?

—Duendes —contesto, y doy una patada algo más fuerte de lo que pretendía a Rosalind que le hace caerse de la cama.

—¿Duendes?

—Sobrinas.

Imogen me muerde el tobillo mientras Hermione se sube a la cama y empieza a saltar para alcanzar el móvil.

—Te quiero —digo un segundo antes de que Hermione me agarre de la muñeca.

Y como leones atacando a una jirafa, me derriban.

 

 

Solo Dios sabe de qué hablarán la madre de mis hijos y mis sobrinas, pero, sea lo que sea, les lleva casi media hora.

—Feliz Navidad de parte de Ivy —dice Rosalind, devolviéndome el móvil.

—¿Ya está?

—También ha dicho que te dé un besazo —dice Imogen, arrugando la nariz.

—Bueno, ¿pues quién me va a dar ese beso? —Empiezo a levantarme del sofá y mis tres sobrinas salen disparadas.

—Bueno —dice papá a Hermione—, pronto es tu cumpleaños.

—Dieciocho —dice Hector.

—Que Dios nos coja confesados —dice Maria.

Miro la hora en mi teléfono y veo que quedan diez minutos para mi cumpleaños.

Las gemelas se ríen tapándose la boca.

—Me gustan los cumpleaños —dice Imogen.

Ese comentario me da pie para fingir contrariedad y salir del salón. Subo lentamente las escaleras dando profundos suspiros. Cuando vuelvo a bajar a las tres y cincuenta y cuatro, llevo la maleta hecha. Si salgo pronto y no hay tráfico en las carreteras, puede que llegue a casa de los padres de Ivy a tiempo para los sándwiches de pavo. Pero primero tengo que enfrentarme a una tarta de cumpleaños.

Es un esfuerzo sobrehumano no tragarme la porción de tarta rellena de nata y abrir mis regalos como un niño de dos años. Pero me tomo mi tiempo, mastico con la boca cerrada y doy las gracias por cada regalo. Incluso me quedo hasta el final de la película, porque, quién sabe, puede que este sea el último año que aguante esta farsa ridícula, horrible y maravillosa.

Papá no parece sorprendido cuando le digo que voy a meterme en el coche y conducir más de trescientos kilómetros hasta Bristol. Hasta cierto punto, creo que he estado planeando hacerlo desde que abrí los ojos esta mañana.

—Me sorprende que te hayas quedado tanto tiempo —dice, besándome en la mejilla y dándome un fuerte abrazo.

Toda la familia ha salido a la puerta para decirme adiós. Hector coge mi bolsa y la mete en el maletero del Fiat.

—Conduce con cuidado —dice Maria. Y entonces me da otro puñetazo en el hombro, fuerte—. Gilipollas.

—Yo también te quiero —le digo, metiéndome en el coche.

Por una carretera apocalípticamente vacía, con el acelerador a fondo, inclinado sobre el volante, el Fiat alcanza una velocidad máxima de ciento treinta y un kilómetros hora. Dos coches de policía me adelantan, y voy a más de diez kilómetros por encima del límite, pero lo único que hacen es saludar sonriendo y tocar el claxon. Una de las pegatinas en el «auto loco» de El dice: «Pita si estás cachondo», y, aunque no puedo decir que lo esté —lo que estoy es feliz, frenético e impaciente, que tal vez equivalga a lo mismo—, toco el claxon, sonrío y saludo a los maderos embalados.

Tardo dos horas y cincuenta y siete minutos en ir de puerta a puerta. Llamo al timbre de casa de los Lee a las ocho y cuatro de la noche de Navidad, y mi corazón late a golpes como si hubiera venido corriendo.

Frank abre la puerta.

—¿Qué coño haces aquí?

—Feliz Navidad, y lo mismo te digo, capullo.

Frank se lleva la mano a la sien como si le acabara de dar una migraña. Sacude la cabeza.

—Joder, por el amor de Dios. —Y entonces se ríe.

—¿Va todo bien?

La madre de Ivy grita desde dentro:

—Está entrando el frío. ¿Quién es?

Frank contesta gritando:

—¡Fisher!

—¡Vaya par de gilipollas! —Esto último viene del padre de Ivy, seguido de una explosión de carcajadas.

—Frank, ¿me vas a decir que entre, o qué? ¿Qué pasa? ¿Dónde está Ivy?

Frank se mira la muñeca desnuda como si mirara el reloj.

—Supongo que en algún lugar de la M6. Llegará a casa de tu padre en unos… veinte minutos.

 

 

Conduzco hacia Londres por la M4 la noche de Navidad como si tratara de incrustar el acelerador en el suelo del coche, y el Fiat de El alcanza la aterradora y espeluznante velocidad de ciento treinta y ocho kilómetros hora. El viento debe de estar soplando hacia el este, o tal vez sea la fuerza de mi voluntad.

Frank se equivocó por diez minutos y Ivy llamó a sus padres desde casa del mío pasadas las ocho y media. Media hora agradable en compañía de los padres de Ivy y Frank, tomándome un té y un sándwich de pavo, mientras ellos bebían vino, whisky y advocaat, respectivamente. Al parecer, Frank no aguantó ni veinticuatro horas de soledad navideña antes de creer que corría el peligro de volverse loco o emborracharse hasta perder el conocimiento. Después de desayunar sándwiches de bacon quemado, se pasó una hora viendo programas infantiles y agonizando ante el dilema de abrir o no la botella de Cointreau. A mitad de Los cuentos de Navidad de los Teleñecos, metió una bolsa en el maletero de su Audi y salió hacia Bristol. Llegó a casa de sus padres a tiempo para cenar. Todo esto me lo ha contado mientras estábamos en la cocina, preparando otra ronda de bebidas. Le pregunté si le había explicado a sus padres la situación con Lois, pero antes de que pudiera contestarme entró Eva para coger la caja de bombones Quality Street.

A pesar de las protestas de su hijo y su marido, la señora Lee insistió en que jugáramos a las películas (Qué bello es vivir; Solo se vive dos veces; El puente sobre el río… suena algo así como chulo). Ken quería que me tomara una copa y Eva que pasara la noche allí, pero rechacé ambas ofertas porque aún albergaba esperanzas.

La autopista está tranquila, aunque hay más tráfico del que esperaba para ser las diez y media de la noche, y eso me apena. Muchos de los conductores viajan solos, gente que debería estar con otra gente. Tal vez vuelvan de haber pasado días con amigos y familia, pero en mi imaginación están solos y perdidos. Tal vez ellos piensen lo mismo de mí. Nadie toca el claxon en la autopista a las diez de la noche del día de Navidad.

Ivy llamó a las ocho y cuarenta, mientras Frank hacía como si tuviera náuseas (¿Sin respiración? ¿Indigestión? ¿Arcadas? ¿Vomitar? ¿Vómito? ¿Wallace y Vomit?). Para entonces Maria y su prole ya se habían ido a casa, así que solo quedaban Ivy y papá al otro lado del teléfono cuando empezó la conferencia de Navidad a seis bandas. El consenso era que Ivy y yo debíamos pasar la noche en casa de nuestros respectivos «suegros», pero al final se impuso la estupidez, Ivy se embutió otra vez en su furgoneta y yo me aplasté de nuevo tras el volante del Fiat.

Aunque viajáramos a más de ciento sesenta kilómetros hora (velocidad que ninguno de nuestros coches alcanza) era muy poco probable que ni Ivy ni yo llegáramos a Wimbledon antes de medianoche. Pero calculamos que, con algo de suerte, fe y viento de cola, podríamos llegar a la estación de servicio de Oxford antes de que terminara el día de Navidad. No queda exactamente de camino, pero ¿cuándo he hecho yo nada de la manera fácil?

El aparcamiento de la estación de servicio de Oxford está prácticamente desierto, e inmediatamente me fijo en una furgoneta blanca con las palabras «Brigada del Glamour» pintadas en el lateral. Ivy está sentada sobre el capó, lanzando nubes de vaho en cada respiración. Aparco a su lado y me extraigo trabajosamente del diminuto coche a las doce menos seis minutos y unos cuantos segundos.

—Lo has conseguido —dice Ivy, y con una silenciosa sonrisa me transmite que no es momento para deslucir a base de ligerezas.

La rodeo con mis brazos y la aprieto contra mí todo lo que puedo sin aplastar a nuestros bebés.

—Feliz Navidad.

Ivy me besa, primero suavemente, y poco a poco va aumentando la intensidad y la tensión hasta que estamos enfrascados en uno de esos besos que nos darían vergüenza si hubiera una sola alma cerca para presenciarlo.

—Feliz Navidad —me dice ella, y nos sentamos uno al lado del otro sobre el capó de su furgoneta blanca, agarrados de la mano y sin decir una palabra hasta que es medianoche, y en ese instante Ivy me vuelve a besar.

—Bueno —dice—, si no hago pis en los próximos dos minutos, creo que me va a estallar la vejiga.

Habría sido idiota si hubiera esperado encontrar algo de ambiente navideño en la estación de servicio de Oxford la madrugada después del día de Navidad. Los enclenques empleados (ataviados con gorros de Papá Noel caídos sobre sus ojos) nos observan con indiferencia mientras nos miramos sentados a la mesa de formica y ante dos tazas humeantes de café quemado.

—¿Crees que nos hemos cruzado por el camino? —pregunta Ivy.

—¿Es una metáfora?

—No estoy para metáforas a estas horas de la noche. ¿O es de la madrugada? Nunca me aclaro.

—Creo que debimos cruzarnos —contesto—. Lo siento.

Ivy se encoge de hombros.

—Será una buena anécdota para contar a los niños. —Sonríe, y es una sonrisa que recordaré hasta que no me quede pelo, ni dientes ni cabeza.

—¿Nos vamos a casa?

 

 

Paramos los coches delante de casa poco después de las dos de la madrugada. Ivy está muerta, así que pongo su brazo alrededor de mis hombros, y la subo por las escaleras prácticamente a rastras. He recorrido un triángulo de más de novecientos cincuenta kilómetros en treinta y seis horas para llegar hasta aquí, pero ha merecido la pena.

—¿Pongo agua a calentar? —pregunto mientras Ivy se hace un ovillo en el sofá, sin quitarse el abrigo ni los zapatos.

—¿Tenemos algo de jerez?

Abro los armarios y miro entre latas y paquetes.

—Jerez no. ¿Cointreau u oporto?

—Mmm, no sé. El Cointreau podría ser un poco fuerte, ¿no crees?

—Podrías tomarte uno cortito.

—Sorpréndeme.

Sirvo dos copas de oporto y las llevo al sofá.

—Feliz día de San Esteban, cariño —digo, chocando mi copa con la de Ivy.

Ivy separa su copa.

—Yo creo que es Navidad hasta que nos vayamos a la cama.

—¿En serio?

—Claro.

—Entonces…, ¿si nos quedamos despiertos dos días más?

—Aún sería Navidad.

—En tal caso, feliz Navidad, cariño.

Y ahora sí, brindamos. Ivy da un sorbo a su oporto, cierra los ojos y saborea el líquido dulce.

—Es mi primer trago en veinte semanas.

—¿Qué tal está?

Frunce los labios.

—Cojonudo. —Y le da otro sorbo.

—Lo siento. Ya sabes, por… todo.

Ivy se encoge de hombros con un movimiento minúsculo.

—Y yo —dice—. Yo también lo siento.

—Te perdono.

Ivy intenta darme una patada en la pierna, pero le cojo el pie, me lo subo al regazo, retiro el zapato y empiezo a masajearle el talón, la planta y los dedos. Y ya está. Podríamos habernos dicho todo esto hace dos días, claro; pero no creo que hubiera tenido el mismo peso ni el mismo valor sin un viaje de dos días y novecientos cincuenta kilómetros a cuestas.

—Debes de estar exhausta —digo.

Ivy asiente.

—Me temo que no me voy a quedar despierta dos días más.

—¿Puedes aguantar diez minutos, para los regalos?

Mi regalo es del tamaño de una bolsa de patatas fritas; el de Ivy mide más o menos lo que una primera edición firmada de Oración por Owen.

—Tú primero —dice Ivy sonriendo.

Desenvuelvo el papel con figuras de muñecos de nieve y encuentro una caja de diez ganchos para cuadros.

Además de retrasar mi cumpleaños hasta las tres y treinta y cinco de la tarde del 25 de diciembre, a mi familia siempre le ha encantado hacerme un regalo «de broma» decepcionante por Navidad (o al menos durante los últimos quince años), para después darme otro como es debido a las cuatro menos cinco. Yo no le he hablado de esa tradición a Ivy, pero por lo que parece alguien lo ha hecho (apuesto a que ha sido Hermione), y me da que estoy abocado a sufrir esta farsa navideña mientras me queden fuerzas para romper papel de envolver.

—Ganchos —digo, con mi tono tradicional de entusiasmo fingido y decepción pobremente disfrazada—. Justo lo que siempre he querido.

Ivy sonríe, coge su regalo y empieza a quitar un trozo de celo con la uña.

—Cuidado —digo.

Ivy me mira con recelo. Es evidente que lo que tiene en las manos es un libro de tapa dura. Pero lo que ella no sabe es que este conjunto de páginas en concreto me ha costado más de cuatrocientas libras. Y lo que es peor, ya lo ha leído.

Ivy quita el celo de un extremo del paquete y se pone con el otro.

Oración por Owen—dice, abrazando el libro contra su pecho.

—Lo estabas leyendo cuando nos conocimos.

—Sí, me acuerdo —dice riéndose.

—Primera edición.

Y entonces se echa a llorar.

—Gracias —dice, enjugándose las lágrimas con la manga—. Es…

Ahora llora con más fuerza, y me aterra que una de las lágrimas caiga sobre el libro causando cien libras de daños. Con sumo cuidado, le quito el libro de las manos y lo pongo sobre la mesa de centro.

Abrazo a Ivy y le doy un beso en la coronilla.

—Te quiero —dice. Y si eso es todo, si esas dos palabras y una caja de ganchos para cuadros son mi único regalo este año, será la mejor Navidad de mi vida.

—Solo es un libro —señalo—. Guarda la compostura.

Ivy se sorbe la nariz, y vuelve a enjugarse las lágrimas.

—Uff —dice—, supongo que son las hormonas.

Coge el libro de la mesa de centro, lo sostiene con un gesto reverencial y abre la cubierta, revelando la firma algo torpe de John Irving. Pasa a la primera página de la novela, y empieza a leer.

—Es tan bueno —dice entre dientes—. ¿Crees que es seguro leerlo?

—¿Ahora?

Ivy se ríe, cierra el libro.

—Probablemente no, ¿verdad?

Niego con la cabeza.

—Y también lo mantendría alejado del alcance de pequeños deditos.

Ivy se lleva instintivamente las manos a la tripa.

—¿Cómo están? —digo.

—Bien. No paran de moverse.

Me inclino y le beso la barriga.

—Feliz Navidad, bebés.

Ivy me acaricia la cabeza.

—Casi se me olvida —dice.

—¿Eh?

—Es tu cumple, ¿no?

—Treinta y dos.

—Espera. —Ivy empieza a levantarse con mucho trabajo del sofá.

—¿Quieres que…?

Niega con la cabeza y desaparece por el pasillo. Cuando vuelve, lleva un paquete plano de casi un brazo de largo y ancho.

—Feliz cumpleaños —dice, dejándolo de pie contra el sofá.

El día que conocí a Ivy, estábamos discutiendo el maquillaje para los anuncios de Pequeños monstruitos que íbamos a rodar. Ivy comentó que los guiones eran «horror disfrazado» citando el clásico de Abbott y Costello contra los fantasmas.

Y los rostros de Abbott, Costello y Frankenstein son los que aparecen en el cartel enmarcado que Ivy ha comprado por mi cumpleaños. La cabecera dice Las carcajadas son monstruosas.

—Me encanta.

—El día que nos conocimos —dice Ivy, y me da un beso que desencadena un impulso ardiente a través de mi espina dorsal.

—Lo recuerdo. ¿Dónde lo cuelgo?

—Donde quieras. También es tu casa. —Y se inclina y me da un intenso beso en los labios.

—Entonces, ¿es Navidad hasta que nos vayamos a la cama, o hasta que nos durmamos?

Ivy sonríe.

—No estoy segura de lo que quieres decir.

—Bueno, he pensado que ya que tenemos la casa para nosotros solos por una noche…

—De hecho, puede que sea más de una noche…

—¿Por? ¿Cuándo viene Frank?

Ivy sacude la cabeza.

—No va a venir.

—¿Han vuelto?

Ivy sacude otra vez la cabeza.

—No. Lo de Frank y Lois ha terminado. Le he dicho a Frank que creía que era momento de que siguiera adelante. Bueno, de marcharse.

Hago un esfuerzo para no sonreír demasiado. Me cuesta.

—¿Qué ha dicho Frank?

—Le he dicho que nosotros, que tú y yo… —Me besa en la frente, en la punta de la nariz, en los labios—. Le dije que necesitábamos tener nuestro espacio. Está bien, lo entiende.

—¿Lo saben tus padres?

Ivy asiente.

—Caray, habrá sido un tema divertido para acompañar el budín de Navidad.

Ivy hace una mueca de dolor.

—Bueno —dice—, ¿me vas a llevar a la cama, o qué?

 

 

Me quedé dormido —con una sonrisa de imbécil— tratando de resolver un cálculo… La última vez que nos habíamos acostado fue el último fin de semana de agosto, el día antes de visitar a papá. Treinta días trae noviembre, con abril, junio y septiembre… y los demás treinta uno… pero cada vez que me acerco a un resultado, me duermo…

Sea cual sea el número exacto, hacía bastante más de cien días que Ivy y yo no nos acostábamos. Hasta anoche. Hasta esta mañana.

Cuando despierto, horas más tarde, Ivy no está a mi lado. Las sábanas en su lado de la cama están frías, pero el recuerdo físico de ella aún se aferra a mí bajo la pesada manta. Como la huella de la sábana en mi mejilla y el olor a oporto en mi aliento. Tengo hambre y necesito hacer pis, pero quiero quedarme aquí, envuelto en el eco de su respiración profunda, en el calor residual de su cuerpo, en el olor de su pelo, en la sombra de su espalda pegada a mi pecho…

Hoy es 26 de diciembre…

Me encanta la Navidad.