31

 

 

 

Cuando llego a casa Ivy está despierta.

Está sentada en el sofá, y hay un libro abierto boca abajo en el suelo.

—Hola, cariño —digo mientras me acerco y le doy un beso en la frente—. ¿Qué haces levantada?

—No podía dormir —contesta, y al mirarme se derrumba, como si hubiera estado conteniendo una inmensa carga emotiva y ya no pudiera aguantarla más. Cierra los ojos con fuerza y empieza a llorar con grandes e inquietantes sollozos.

—Nena, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

—El bebé no se ha movido en todo el día —dice entre lágrimas.

La acerco contra mí y la abrazo con suavidad.

—¿Estás segura?

—Troche —dice, llevándose la mano a la parte alta de la tripa.

—Troche nunca se ha movido demasiado.

—Ese es el otro, este siempre se está moviendo.

—¿Has visto sangre?

Ivy niega con la cabeza y parece recobrar un poco la compostura.

—No.

—Puede que esté dormido… o dormida…

—No todo el día.

—¿Estás segura de que no se ha movido?

—Creo que no; o sea…, como hay dos, a veces es difícil saberlo. Pero… —Y empieza a llorar otra vez.

—¿Qué quieres hacer?

 

 

Conducimos despacio y en silencio, pero el aire en el coche está cargado de una especie de no pensar intencionado y resuelto. Ivy va hundida de lado en su asiento, mirando hacia delante, y yo concentro mi atención en la carretera, el volante, los semáforos y el vello de mis dedos. Los médicos nos darán hechos, pero antes de que lo hagan estamos en una diminuta cápsula de deseo, negación, esperanza y miedo. Mientras estamos dentro de esta burbuja silenciosa, el mundo se queda en pausa, y cabe la posibilidad de que cuando vuelva a ponerse en marcha, todo esté como debería. Hasta ese momento, da la sensación de que si hablamos, o incluso si pensamos en… eso… corremos el riesgo de romper la frágil barrera dejando entrar algo terrible. Así que miro hacia delante, y trato de controlar mi pulso y mi respiración.

Paramos en el aparcamiento del hospital a la una y siete minutos de la madrugada del sábado. Ivy se queda esperando en el coche mientras yo voy a coger la bolsa de noche del maletero. Está de treinta y cinco semanas y un día; no está de parto y aún quedan trece días para que salga de cuentas, y antes de sacar la bolsa dudo un instante porque me parece que una suposición así podría provocar al destino. En medio del frío, mientras mis ojos se adaptan a la tenue iluminación, veo varios puntos de luz dentro del maletero que parecen líquido oscuro derramado, como sangre. Cuando voy a tocar uno de ellos, me doy cuenta de que es un trozo del globo reventado del Día de la Madre. Sin querer, he aparcado en el mismo sitio, bajo la misma farola donde —hace seis días— Ivy dejó que el globo intacto se perdiera en el cielo de la noche.

—¿Qué haces? —dice Ivy desde el asiento delantero.

—Nada —contesto mientras recojo los trozos de globo y me los meto en el bolsillo.

El hospital está tranquilo y en silencio, y los pasillos iluminados con luz fluorescente casi vacíos. Pasamos junto a un hombre que saca brillo al suelo con una máquina que emite un zumbido. Se aparta y asiente mirándonos con una sonrisa, que no soy capaz de devolverle. Hay más ruido en la zona de partos. No son los aullidos, lloros y tacos que temía encontrar, sino conversaciones tranquilas y el eficiente ajetreo del personal que lee notas, habla por teléfono y hace su trabajo. Hay otra pareja en la sala de espera. Ella parece estar empezando el parto, porque mide sus respiraciones, hace muecas de dolor y jadea periódicamente. Su pareja está absorto con un juego en su iPhone.

Ivy se sienta cubriéndose los ojos con una mano y la otra apoyada sobre la tripa. Rodeo sus hombros con el brazo, pero ni siquiera parece notarlo. Intento acercarla contra mí, y ella se resiste inclinándose hacia el otro lado. Casi una hora después, una de las comadronas nos conduce a una salita.

Nos hace una serie de preguntas: ¿se ha caído Ivy?, ¿ha tenido dolores?, ¿alguna hemorragia? Ivy contesta que no: que no ha pasado nada; le explica que espera gemelos y que uno de los bebés ha dejado de moverse. La comadrona le pregunta cuándo sale de cuentas y si es su primer embarazo. En abril, dice Ivy. Y sí, lo es. La comadrona le pregunta si ha roto aguas, si ha tenido calambres, si se ha puesto de parto. Ya se lo he dicho, contesta Ivy, no ha pasado nada, mi bebé no se mueve. La mujer pregunta cuándo fue la última vez que se movió el pequeñín, y Ivy sacude la cabeza y rompe a llorar.

La comadrona le pide a Ivy que se tumbe en la mesa de reconocimiento y se levante la camiseta. Presiona sus manos sobre el estómago de Ivy, moviéndolas de forma metódica alrededor de la tripa. A continuación coge un utensilio de mano para escuchar el corazón de los bebés. Emite un latido claro y fluido cuando lo pone en la parte baja de la tripa de Ivy, pero al deslizarlo hacia la parte superior, lo único que oigo es un ruido blanco y estático.

—¿Puede oír algo? —pregunto.

—Algo —contesta la comadrona, pero su tono no me infunde ninguna tranquilidad—. Ahora mismo vuelvo —dice—, voy a buscar a la doctora.

Cojo la mano de Ivy y ella me la aprieta. Estoy a punto de preguntarle si está bien, luego cambio de idea y en silencio pido un deseo.

La comadrona regresa con una joven que nos presenta como la doctora Edwards. La médico le hace a Ivy las mismas preguntas que acaba de contestar. Ausculta el abdomen de Ivy. Hace presión sobre su tripa, moviéndola hacia ambos lados. Algo —tal vez una rodilla, una muñeca o un codo— se mueve dentro del estómago de Ivy. La médico vuelve a empujar, esta vez desde a arriba, apretándola con la base de la mano.

—Parece que el bebé de la parte superior no se está moviendo —dice—. No escucho latido.

—Eso es lo que les he estado diciendo —replica Ivy casi gritando—. Se lo he dicho. ¿Por qué no me escucha nadie?

—Trate de tranquilizarse —dice la doctora—. El otro bebé está respondiendo bien.

—¿Está muerto mi bebé? —pregunta Ivy—. Por favor, dígamelo. Por favor. ¿Está muerto?

La comadrona pone su mano sobre la frente de Ivy.

—No lo sé —contesta la doctora. Su tono es neutro, y la odio por ello.

La médico se vuelve hacia el monitor, coge un tubo de gel y le dice a Ivy:

—Puede que esté un poco frío.

Ya hemos hecho todo esto: el monitor, la media luna de luz, la imagen de los dos bebés acurrucados en el vientre de su madre. Ivy aparta la mirada de la pantalla y la clava en el techo.

La doctora presiona sobre la tripa, se produce un movimiento en la pantalla y parece como si ambos bebés se movieran. Un puño se cierra, se abre y se vuelve a cerrar, y me doy cuenta de que estoy haciendo lo mismo con mi mano dentro del bolsillo del abrigo. Una pequeña forma blanca late deprisa en el centro de la imagen. Miro a la doctora y su expresión es indescifrable. Vuelve a mover la sonda, presionando sobre la tripa de Ivy, y veo que deja marcas rojizas sobre su piel. Hace otra prueba, esta vez utilizando una sonda vaginal. Lo intenta varios minutos, y finalmente apaga el monitor.

—Lo siento —dice.

Ivy me suelta la mano, y se vuelve hacia un lado. Su espalda empieza a temblar convulsivamente, y por su forma de llorar parece como si el dolor fuera físico. Entre lágrimas repite las mismas palabras, una y otra vez: «Mi bebé, mi bebé, mi bebé».

La doctora y la comadrona nos dejan solos.

Observo con impotencia, buscando en mi mente palabras de consuelo, pero ¿qué puedo decir que no sea frívolo, falso o trivial? Ivy está llorando tanto que estoy a punto de decirle que se controle por miedo a que algo le pase al otro bebé. Tengo la cara desencajada por la tristeza y me da la sensación de que yo también tendría que llorar. Podría obligarme a derramar lágrimas (o permitírmelo, no lo sé), pero sería intencionado, falso y ofensivo comparado con la efusión cruda e instintiva de Ivy. Así que no lloro, ni tampoco hablo. Acaricio la espalda de Ivy y le doy un beso en lo alto de la cabeza, y cuando deja de llorar y se queda en silencio, siento un alivio inmenso y vergonzoso.

Sobre las tres de la madrugada vuelve la comadrona. Le toma la presión arterial a Ivy y le examina el cuello del útero, y mientras lo hace Ivy permanece muda e impasible, como si estuviera en una especie de trance. La comadrona dice que van a tener que inducir el parto por seguridad para el gemelo que aún vive. Le pregunta a Ivy si lo entiende y Ivy asiente. La comadrona dice que podemos quedarnos en el hospital o irnos a casa a pasar la noche. ¿Qué quieres hacer?, pregunta, y Ivy sacude la cabeza y se abraza la tripa con ambos brazos. La comadrona dice que puede que sea buena idea marcharnos a casa, dormir un poco y pasar un rato «solos los cuatro».

—¿Qué quieres hacer? —le pregunto a Ivy.

Me mira con expresión vacía, luego se incorpora y se baja de la cama. Va hacia la puerta, y yo cojo nuestra bolsa del hospital y salgo de la habitación detrás de ella.

 

 

Volvemos a casa con la radio puesta. Pero la verdad horrible y asfixiante también viaja con nosotros, ahogando la música e inundando el coche, nuestras cabezas, nuestros corazones. Cuando llegamos a casa estoy muerto de hambre. Le pregunto a Ivy si quiere comer algo, pero ella dice que no con la cabeza y me siento culpable por tener apetito. Me hago una tostada, la unto con un poco de mantequilla y cada mordisco me sabe seco y asqueroso.

Ivy dice que va al baño. La casa —la calle, todo Londres— está en silencio, y sea lo que sea lo que esté haciendo Ivy en el baño, tampoco hace ruido. Después de cinco minutos me levanto del sofá y la encuentro tumbada sobre la cama, completamente vestida.

—¿Quieres algo?

—¿Puedes apagar la luz? —contesta.

Empiezo a quitarle los zapatos y los vaqueros, y Ivy no protesta. Sigue tumbada en silencio, mirando al techo, mientras le quito los calcetines y la chaqueta y la meto bajo el edredón. Apago la luz, me desvisto y me meto en la cama. La abrazo por la cintura y pongo mi mano sobre la parte superior de su tripa.

 

 

Cuando despierto, poco antes de las seis de la mañana, encuentro a Ivy sentada en el sofá cama del cuarto de los niños. Tiene los ojos rojos e hinchados, y si ha logrado conciliar el sueño no habrá sido más de unos minutos.

—¿Cómo estás?

—¿Es…, era un niño o una niña? —pregunta Ivy—. ¿Dijeron si era niño o niña?

Niego con la cabeza y Ivy aparta la mirada, decepcionada.

—Lo siento —digo—. ¿Has comido algo? —Ivy sacude la cabeza y me dan ganas de gritarle. Aprieto los dientes y respiro hondo por la nariz—. Tienes que comer algo.

—Vale.

—Para el otro —digo.

—¡Vale! —grita ella—. ¡He dicho que vale!

 

 

Desayunamos cereales y café en la mesa de la cocina.

—¿Has dormido? —pregunto.

Ivy sacude la cabeza.

—Deberías dormir.

Ella suelta la cuchara y se va hacia el dormitorio. Cierra la puerta tras de sí. Cuando me asomo media hora más tarde, parece dormida.

Llamo por teléfono a sus padres; llamo a mi padre y a mi hermana. Tengo tres conversaciones horribles y escucho cómo lloran por teléfono. Cojo el móvil de Ivy y mando mensajes pidiendo a la gente que nos deje tranquilos mientras intentamos superar todo esto. Y mientras estoy sentado en el suelo, escribiendo mensajes, empiezan a sonar mensajes entrantes; leo unos cuantos y borro el resto porque todos dicen lo mismo y ninguno cambia nada. Escribo a Joe y a Esther y les pido que no contesten. Para cuando dejo el móvil de Ivy me duele tanto la cabeza que necesito calmantes.

Ivy despierta pasada la una de la tarde. Se da una ducha y se cambia de ropa, luego viene y se sienta a mi lado en el sofá. Me da un beso en la mejilla, me acaricia el pelo, apoya la cabeza sobre mi regazo, y se queda quieta y callada casi una hora. Me quedo dormido a ratitos, entrando y saliendo de un duermevela en el que estoy perdido en algún lugar que conozco y desconozco a la vez.

Son casi las tres cuando Ivy se incorpora, se aparta el pelo de la cara y dice:

—Supongo que deberíamos irnos.

—He hablado con tus padres —le digo—. Tu madre ha dicho que quiere venir.

Ivy sacude la cabeza y las lágrimas vuelven a caer por sus mejillas.

—Ahora no. Todavía no.

Y lo único que puedo pensar es: esto no debería estar pasando.