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Hay tanto tráfico como uno podría esperar un día de Nochebuena a las dos de la tarde. Llevo jamón glaseado, salchichas de pavo y cordero orgánico por valor de doscientas libras en el maletero, y el olor a tanta sangre y carne embutidas en este diminuto coche me está provocando náuseas. A pesar del frío y del humo de los tubos de escape, he bajado la ventanilla del todo, pero a una velocidad de cinco kilómetros por hora tampoco consigo ventilar mucho.

Los tres carriles de la M25 avanzan a paso de tortuga, y veo las lunetas traseras de los coches llenas de peluches, regalos envueltos y niños haciendo muecas. Kilómetros de familias apretujadas en sus coches; algunas seguro que irán cantando, charlando, jugando a estúpidos juegos; otras sin duda discutiendo, gritándose o en completo silencio, deseando con todo su corazón estar en cualquier otro lugar con cualquier otra gente. A este paso tardaré unos cinco días en llegar a casa, pero tampoco tengo prisa; necesito tiempo para pensar y llevo más comida de la que puedo engullir. Frank ha dicho que nunca tuvo con Lois lo que yo tengo con Ivy. Es una idea bonita, pero ninguno de los dos estamos en situación de confirmar su veracidad. Frank no sabe lo que tengo con Ivy más de lo que yo sé qué se torció entre él y su futura exmujer.

Motivos por los que estoy cabreado con Ivy:

 

– Invitó a su hermano a vivir en nuestro piso.

– Piso que ella sigue viendo como suyo.

– Lo cual me convierte en un inquilino con pretensiones.

– Es más comprensiva con la situación de su hermano que con la mía. Y ahora que lo pienso, probablemente sea justo, dado que él se va a divorciar y se ha visto separado de su hijo.

– No tenemos suficiente sexo. Las circunstancias son atenuantes, lo sé, pero llevamos cuatro putos meses así, por Dios.

– Ivy prefiere pasar la Navidad con su familia antes que con la mía.

– No compra leche entera.

 

El tráfico parece despertar durante unos breves instantes en los que avanzo algo así como un kilómetro y llego a poner tercera antes de volver al ritmo regular de seis kilómetros por hora. Empiezan a caer gotas gordas que rebotan sobre el parabrisas. Ivy y yo nos dimos el primer beso en este coche, aparcados delante de la cuarta farola de la izquierda. Entonces también llovía.

Me parece justo dar argumentos a favor de la defensa: me encanta que Ivy vaya al club de lectura con un grupo de personas que le dobla la edad; me encanta que sea maquilladora y nunca lleve maquillaje; me encanta que sea sabia, reflexiva, segura, maternal y traviesa. Me encanta que siga creyendo en el Hada de los Deseos, que no sepa silbar y que tenga un pez llamado Ernest. Me encanta que fuera idea suya llevar a El al Museo de Historia Natural. Me encanta cómo hace los huevos revueltos. Y me encanta que me quiera y que esté embarazada de mis hijos (pasara como pasara). No necesito hacer una lista; simplemente sé, en el fondo, en mi corazón, que es ella es la persona para mí.

Me resulta todo tan evidente parado en un atasco en la M25… Tal vez debería haber venido hace una semana, en vez de comerme la cabeza y enfurruñarme como un maldito adolescente estúpido.

En la versión cinematográfica de mi vida, esta lluvia se convertiría ahora mismo en nieve y el tráfico se despejaría de repente; encendería la radio y estaría sonando Driving home for Christmas, y me pondría a cantar hasta llegar a casa de papá.

El tráfico no se mueve y la lluvia no cesa, pero estoy bien. Soy feliz.

Cojo mi teléfono del asiento del pasajero y escribo un mensaje a Ivy.

«Bss».

Vuelvo a poner el móvil sobre el asiento y espero a que suene el mensaje con la respuesta amorosa de Ivy.

No suena.

Tardo siete horas y cuarenta y cinco minutos en hacer los trescientos veinte kilómetros desde el piso de Ivy hasta casa de papá, y mi teléfono no suena ni una sola vez. Para cuando llego son casi las diez de la noche. Papá debe de haber oído que se acercaba un coche porque al pararme junto a la acera delante de su casa abre la puerta. Apago las luces y me saluda desde la entrada antes de salir a recibirme en calcetines y camisa de manga corta, en plena noche de diciembre. Poco después de la noche de la hoguera le dije a papá que Ivy y yo vendríamos por Navidad y, ya sea por mi optimismo, idiotez o por mi estúpida cabezonería, nunca sugerí la posibilidad de que ella no viniera.

Papá frunce el ceño y mira detrás de mí al verme acercarme hacia él por la entrada para coches. Susurra:

—¿Está dormida?

Niego con la cabeza y dejo que mi expresión conteste por mí.

—¿No está?

—En casa de sus padres.

Papá me abraza.

—Hijo —dice—. ¿Qué ha pasado?

 

 

Papá sube la llama de la estufa de gas, me rellena la copa de whisky y se sienta en el sofá. Sería una escena perfecta si la madre de mis futuros hijos estuviera sentada entre nosotros. Por otro lado, no está mal tener espacio para estirar las piernas para variar.

—¿La has llamado? —pregunta.

Después de llegar, conté a papá una versión resumida de los dos últimos meses, culminando con que anoche dormí en el sofá. Mientras confesaba, papá chasqueaba la lengua y sacudía la cabeza en señal de desaprobación, preparó té y me dijo que debería hablar con Ivy. En otras palabras, se lo tomó de maravilla.

—Le he escrito un SMS —contesto.

Papá pone los ojos en blanco como si eso —escribir SMS— fuera incomprensible e irrisorio, algo así como teñirme el pelo de verde o escuchar minimal techno.

—¿Te ha contestado?

Niego con la cabeza otra vez.

—Tal vez deberías llamarla…

—A estas horas ya estará en la cama. La llamaré mañana.

—¿Y cuál es el plan?

—Lo normal: arrastrarme y pedir perdón.

Papá suelta una carcajada.

—Tampoco te machaques. —Le da un sorbo a su copa.

—La quiero —digo, y no sé por qué lo digo. Tal vez solo para recordármelo.

Papá asiente.

—Lo sé.

Casi me atraganto con el whisky de la risa.

—¿De qué te ríes?

—Es que me has recordado a alguien.

—¿A quién?

—A Han Solo. —Papá me mira con el ceño fruncido—. En La guerra de las galaxias. Es…, es un tío guay —digo, y eso parece contentar al viejo.

—¿Qué es lo que más te gusta de ella? —pregunta papá.

Me encojo de hombros.

—No es una sola cosa… Son muchos, muchos detalles.

Papá sonríe.

—Mejor es, así —dice.

—Lo retiro: me recuerdas a Yoda.

Papá me da una palmada en la pierna.

—¡Descarado!

Nos quedamos un rato sin hablar, escuchando cómo sisea y crepita el fuego.

—Tu madre y yo… —empieza a decir papá—. No siempre fue fácil.

—¿No?

—Una vez amenazó con dejarme, ¿sabes?

—No.

Papá asiente.

—Después de que llegaras tú.

—Lo siento —digo.

Papá me sonríe con amor.

—No fue tu culpa. Simplemente es… la vida, ya sabes.

—¿Qué pasó?

Papá sacude la cabeza.

—Yo estaba siendo egoísta, nada más. Era por toda la rabia en aquella época. Vosotros estáis mejor, creo.

—¿Y…?

Papá sonríe al recordar.

—Le compré flores, lavé los platos, aprendí a cambiar un pañal.

—Parece un gran sacrificio.

Papá apura su copa, coge la botella de un lado de la mesa y la apunta hacia mí.

Niego con la cabeza.

—Estoy hecho polvo.

Papá parece decepcionado; duda si servirse otra copa o no.

—Dale tú —digo—. Yo aguanto veinte minutos más.

No hace falta que se lo diga dos veces.

—Tu madre solía decir que me parecía a Robert Redford —dice, y arquea las cejas como retándome a que le contradiga.

Concedo con la mirada.

—Una mujer como ella —dice— merece todo el sacrificio del mundo.

 

 

Antes de irme a dormir, vuelvo a escribir a Ivy.

«Te quiero».