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Esta noche es la fiesta de Navidad de Sprocket Hole. Yo no quiero ir, pero Joe ha insistido. Además de una oportunidad para cogernos un pedo descomunal y decirnos lo maravillosos que somos, muchos clientes vienen a la fiesta, y cuanto más carrete doy más gano al año siguiente. Son las once y cuarto y la fiesta no tiene visos de acabar. A mí ya se me ha acabado el carrete y el alcohol está empezando a sentarme mal.

Ayer por la tarde, al salir del cine, Suzi y yo fuimos a un bar y bebimos demasiado. Aun así, volví a casa y me acosté antes de que Ivy llegara del club de lectura. No sé a qué hora llegó, pero cuando desperté a las cinco y media con resaca ella estaba a mi lado. La besé en la mejilla, salí sigilosamente de la cama —como ya es habitual últimamente—, me vestí en el pasillo, y conduje (probablemente todavía por encima del límite de alcoholemia) hasta el otro extremo de Londres para pasar doce horas rodando un anuncio de tampones. Hicieron falta seis Panadol Extra, cuatro Nurofen Express, un antigripal y cuatro litros de café con leche desnatada para llegar hasta la toma final y el «¡Hemos terminado!». De eso hace tres horas, y lo único que quería era volver a casa y ponerme una almohada sobre la cabeza. Sin embargo, aquí estoy, atrapado en la fiesta de Navidad. Tengo calor debido al cansancio, el dolor de cabeza me está matando, noto que llevo encima una especie de nube de llovizna de culpa abstracta inducida por el alcohol, y echo de menos a Ivy.

Reúno mis últimas energías para levantarme y emprender el largo camino hacia la salida. Voy siguiendo una trayectoria para minimizar obstáculos, alejándome de cualquier conocido, hasta que estoy a un metro de la puerta, y entonces aparece Suzi delante de mí.

Sabía que estaba en la fiesta, pero es una de las últimas personas que quiero ver ahora. Anoche lo pasamos de maravilla en el cine y en el bar, nos reímos, bebimos y coqueteamos. Aunque me siento un poco sucio por todo, sobreviviré. Pero es más que eso. Le conté cosas de Ivy que debería haberme callado: me quejé otra vez de Frank y del tema de la Navidad, le dije que Ivy es diez años mayor que yo, le conté que se dejaba la puerta abierta cuando iba al baño y le dije que no nos habíamos acostado en cuatro meses. Y eso —revelarle esas intimidades— me parece una traición. Esta mañana me desperté con la indiscreta conversación en la cabeza y me dolió más que mi en absoluto insignificante jaqueca. El contarle que llevaba cuatro meses de castidad condujo la conversación hacia aguas peligrosas. El sexo, aunque sea en formato de guion, se ha convertido en tema clave entre Suzi y yo, e inevitablemente nuestra exploración del asunto pasó de la especulación a la revelación. Hablamos de nuestra primera vez, del mejor sexo que hemos tenido y también del peor. Charlamos sobre apetitos y soslayamos preferencias, y en los silencios en absoluto incómodos nos mirábamos como estudiándonos, arqueando la ceja y con una sonrisa fruncida. Tengo suficiente experiencia como para saber cuándo hay vía libre, y en cualquier otro momento de mi vida Suzi y yo hubiéramos acabado en la cama o montándonoslo contra la pared de algún oscuro callejón. Y pensar en ello tampoco me hace sentirme especialmente bien conmigo mismo. Vivimos en extremos opuestos de Londres, pero acompañé a Suzi hasta la parada del metro. Antes de despedirnos, nos quedamos mirándonos un instante más de lo necesario, valorando, tal vez, qué clase de beso nos íbamos a dar. Suzi movió ficha primero, y me dio un pico. No un morreo ni nada parecido, pero fue más que un beso en la mejilla. En varios momentos a lo largo del día, nos habíamos mirado como un gatito mira un ovillo de lana, o como un gato mira a un ratón, y me preguntaba no tanto cómo sería Suzi en la cama (aunque estoy casi seguro de que es muy divertida), sino cómo sería a la mañana siguiente, y la siguiente y la siguiente. Cuando de repente Suzi se rio, se sonrojó y me preguntó qué estaba pensando, contesté: «Nada», de un modo que sugirió algo. Lo que estaba pensando —en un proceso influido por el alcohol y el deseo— era que Suzi y yo haríamos buena pareja.

Sin embargo, mientras iba en el metro dirección sur, comprendí que estaba equivocado. Suzi y yo nos volcaríamos con el otro, iríamos a bares, conoceríamos a los amigos del otro, tal vez pasaríamos algún fin de semana cerca del mar. Pero luego se esfumaría la novedad. Nos irritaríamos, ignoraríamos el teléfono, inventaríamos excusas y —después de demasiados polvos de despedida— cada uno seguiría su camino, con una ruptura que destrozaría todo lo bueno que hubiera habido antes. No sé cómo, pero lo sé; ya lo he vivido y mi mente subconsciente (y más inteligente) ha reconocido las señales: la risa forzada, tal vez; la tendencia al egocentrismo; las orejas asimétricas. Sea lo que sea, está ahí, bajo la superficie, como un grano incipiente. Al llegar a Wimbledon, mis pensamientos viraron hacia la hostilidad. Suzi sabe perfectamente que Ivy espera gemelos, y el hecho de que coquetee conmigo de manera tan flagrante, el pasarme la insinuación de sexo por las narices…, en fin, ¿qué dice eso de ella? Y la forma en la que yo lo he aceptado entusiasmado, cómo le he seguido el juego y coqueteado con ella, ¿qué dice eso de mí?

Ivy y yo estamos riñendo con más frecuencia y parecería que cada vez nos irritamos más profundamente. A menudo el desencadenante es algo trivial, y no sé si eso le resta o añade hierro al problema. Todo parece estar ocurriendo fuera del orden lógico y eso ha distorsionado mi perspectiva. Por ejemplo, el asunto de dónde pasar la Navidad. Si Ivy y yo no estuviéramos de veintidós semanas, posiblemente no vería problema en pasar las vacaciones separados. Pero, nos guste o no, ahora somos una familia y ¿cómo puedo saber si deberíamos estar juntos cuando las circunstancias determinan tanto las términos? Y estar con Suzi no hace sino emborronar aún más los límites. De modo que, sí, probablemente ella sea la última persona a la que quiero ver esta noche. Pero aquí está, delante de mí y obstaculizándome la huida de esta fiesta de todos contra todos.

—¿Te estás escabullendo? —dice.

—Un día largo —contesto.

—¿Qué tal el rodaje?

—Poco inspirador. —Y no estoy siendo dramático a propósito, en serio, ¿qué más puedo decir al respecto?

Suzi parece un poco intranquila por mi actitud.

—Muy bien —dice, y me da un pequeño regalo envuelto en papel de estilo Jackson Pollock—. Feliz Navidad.

Y me siento como un auténtico capullo.

—Yo no te he comprado nada. Lo siento. He estado…, ya sabes.

—No te preocupes —dice Suzi—. Solo es un libro. —Se pone de puntillas y me besa en la mejilla—. Pues eso, feliz Navidad.

—Eso. Nos vemos el año que viene. —Pero ella ya ha desaparecido.

El taxi me cuesta cuarenta y seis libras, y para cuando llego a casa es más de medianoche y solo quedan tres días para Navidad. Sin embargo, no tengo ninguna prisa en bajarme del coche mientras el conductor hace como si estuviera buscando cuatro monedas de libra para devolverme el cambio.

—Anímese, amigo —dice, dándome el cambio por el agujerito—. Puede que no pase nada.

—Ya ha pasado —replico.

Mientras se aleja el taxi, me doy cuenta de que me he dejado el regalo de Suzi en el asiento trasero, y sin abrir.

El piso está tranquilo y limpio, me quito los zapatos en lo alto de la escalera y me desvisto en el cuarto de baño para no despertar a Ivy. Me lavo los dientes con cuidado y hago pis silenciosamente tratando de apuntar a la taza, no al agua. He bebido, pero no estoy borracho, así que de camino a la cama logro evitar las tablas que rechinan del parqué. El reloj de la mesilla dice que son las 12:18 y puedo ver el fantasma del rostro de Ivy a la luz verde de los dígitos. No he visto su cara a la luz del día desde el jueves por la mañana, hace casi dos días. Me meto en la cama sigilosamente, pero, al ponerme de lado, el ruido del edredón suena como una avalancha en el silencio de la madrugada del sábado.

Ivy se vuelve y me besa.

—Hola.

—Hola —digo yo.

Se apoya sobre los codos.

—Empújame —dice. Lo hago, y ella se da impulso hasta sentarse y baja las piernas de la cama. Casi ha llegado a la puerta cuando parte de su cuerpo choca contra un montón de canastillas—. ¡Au! ¡Dios!

Y desciendo un nivel más en mi autoestima.

—¿Qué tal tu día? —pregunto cuando Ivy vuelve a entrar en la habitación. He movido las canastillas a mi lado de la cama, para evitar más lesiones.

—Bien —dice bostezando—. ¿Y tú? ¿Qué tal el rodaje?

—Podría haber sido peor. Tal vez.

Ivy se tapa hasta los hombros con el edredón y se acomoda.

—Estaba pensando que podíamos leer el libro de bebés —susurro.

—Ya lo he leído con Frank.

—¿Cómo? ¿Y yo qué? El viernes es el día del libro de bebés.

—Bueno, pues ya es sábado.

—Estás de coña, claro.

—No, son más de las doce, estoy exhausta y quiero volver a dormirme.

Ese es el final de la conversación.

Estoy completamente despierto y furioso de la impotencia. Si hubiera una habitación de invitados en la que dormir, me iría ahora mismo. Pero la habitación de invitados está ocupada por Frank; todo el piso lo está, toda mi vida lo está. Dormiría en el sofá, pero no hay cortinas en el salón y no sé dónde guarda Ivy las mantas de sobra. Tengo un piso en Brixton, pero está lleno de inquilinos. Y tumbado aquí, en la oscuridad, en esta habitación, me cuesta creer que uno pueda sentirse más atrapado dentro de una celda.