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Estoy medio dormido en el sofá de Esther cuando suena mi móvil devolviéndome bruscamente a la realidad. Bueno, a Colombo: Sexo y el detective casado, que es lo más parecido a la vida que me apetece este jueves.

No clasifico a mis amigos en estrictas jerarquías desde que estaba en mi segundo año del instituto, pero, si lo hiciera, Esther tendría que estar en el Top 3. Llevamos más de cinco años viviendo uno encima del otro, nos hacemos regalos por Navidad, por nuestros cumpleaños y por Pascua, y tenemos los mismos gustos en televisión diurna, lo cual es bastante importante, considerando que mi trabajo me deja mucho tiempo libre durante el día. Mi vecina de abajo tiene sesenta y tres años, y no es de las que baja al pub, se bebe ocho pintas y se camela a las chicas, pero siempre tiene un buen surtido de galletas. Su marido, Nino, se jubila en noviembre, y poco después cambiarán los ruidos, los olores y las amenazas de Brixton por la serenidad del campo italiano. No creo que extrañen Brixton lo más mínimo. Pero yo sí les voy a echar de menos, especialmente a Esther: la voy a echar mucho de menos. De no haber sido por ella, esta semana pasada me hubiera vuelto loco.

Hace unas noventa y seis horas que vi a Ivy por última vez. Hemos hablado brevemente y nos hemos enviado mensajes sueltos diciendo poco más que uno de los dos acababa de despertarse, o estaba a punto de dormirse. Yo le digo que la echo de menos, y ella contesta «yo también», pero me parece más un gesto de educación que una realidad. Ella trabajaba el lunes y el martes, pero cuando le sugerí que nos viéramos el miércoles dijo que había «quedado con sus amigas». Hoy tiene «cosas que hacer». Cosas más importantes y atractivas que yo, al parecer. Esther ha traído bebidas calientes y consejos más o menos sabios, desde sugerir que puede que Ivy esté casada, a que tiene el período. Su última teoría (acabábamos de ver reposiciones de Spooks) ha sido que trabaja para el MI6 («En fin, alguien tiene que hacerlo, cariño»).

Saco el teléfono, que sigue sonando, del bolsillo. Y no sé cómo pero ya sabía que era Ivy, como también sé que esta es la llamada en la que va a decirme que se ha acabado. Muevo los labios formando la palabra «Ivy» en dirección a Esther, aunque todavía no he cogido el teléfono y por tanto no hay un motivo razonable por el que susurrar. Esther le da a la pausa en el mando a distancia, y emprende el proceso de levantarse del sofá. Es un proceso lento, y temo que Ivy acabe cansándose y cuelgue, así que coloco el empeine del pie contra el amplio trasero de Esther y empujo hasta que está completamente de pie.

—Gracias, cariño —dice—. Y buena suerte.

Contesto al teléfono.

—¡Buenas! —digo con un desenfado marcado que suena tan prefabricado como el teléfono por el que hablo—. ¡Feliz jueves! —añado, como un idiota.

—Hola —contesta Ivy.

Es la primera vez que ella inicia el contacto en los últimos cuatro días, y a juzgar por el entusiasmo de su voz debe de ser lo último que le apetecía hacer hoy.

—¿Qué tal todo? —pregunto.

—Eh…, ya sabes.

No, no tengo ni puñetera idea. O tal vez sí la tenga, pero soy tan obtuso que no pillo el mensaje. Ivy tampoco me lo aclara, así que me lanzo de cabeza al silencio—. Pues aquí en Brixton, puro rock n’roll —digo alegremente.

—¿Rock n’roll?

—Esther y yo —digo—. Colombo, Se ha escrito un crimen, Quincy y un paquete de galletitas de vainilla.

—Ya veo —dice Ivy.

—Debemos de llevar más de dos litros de Earl Grey —digo, y el sonido de mi propia voz me da ganas de arrancarme la lengua a mordiscos.

—¿Qué haces mañana?

—Nada. Nada de nada.

—¿Quieres que desayunemos juntos? —dice Ivy.

Y mi corazón se hincha, florece y hace un bailecito travieso.

—Sí —contesto—. Sí, claro, y tanto. ¿En tu casa o en la mía? Ja, ja, eso suena un poco…, pero bueno, puedo estar allí en menos de media hora si salgo ahora. Y podría comprar unas salchi…

—No —dice Ivy—. Quiero decir desayunar, mañana.

—Ah, sí… Claro.

—Tenemos…, tenemos que hablar —puntualiza, y algo dentro de mi pecho corta los hilos que sostienen mi corazón tras las costillas. Y una vez suelto, el órgano cae y rueda hasta un rincón justo debajo de mi ombligo, donde lo noto, pesado como una piedra.

—Sí —digo yo—. Lo sé.

Quedamos en un café de Wimbledon, a las diez y media de la mañana siguiente. Tengo náuseas.

 

 

Esther dice que me quede a cenar, pero sería un invitado horrible, y no tengo nada de apetito. Así que lo que hago es deambular por mi apartamento, yendo de habitación en habitación, parándome a mirar por la ventana periódicamente, mirando la televisión sin verla, contemplando mi reflejo y varios otros actos de patética melancolía. Llevo los últimos cinco minutos sentado al pie de mi cama, observando un cartel enmarcado de James Bond (Solo para sus ojos). A pesar de mis protestas diciendo que era un regalo de Navidad de Esther, Ivy se había burlado a gusto de mí. En ese momento me lo tomé como una burla en tono festivo, algo así como «pero qué mono eres». Pero a lo mejor lo que le parece es triste. A menos, claro, que de verdad Ivy sea de los servicios de inteligencia, y en tal caso seguro que le parecería gracioso. El caso es que alguien tiene que trabajar para el MI6, y ser maquilladora es una coartada perfecta: trabajas a horas dispares para que nadie cuestione tu errático horario; a menudo tienes que irte fuera del país; tienes acceso a gente rica y famosa; te es fácil coger pelo para tomar muestras de ADN. Además, a Ivy le encanta el yoga, y eso le vendrá bien para moverse entre esos láseres que utilizan para proteger huevos de Fabergé, diamantes y microfilms. Y no olvidemos sus cicatrices: ella dice que se cayó sobre una mesa de centro, pero ¿quién sabe si será verdad?

Pero aunque Ivy sea una espía, tampoco significa que no me vaya a dejar, ¿verdad, Bond?

No, no, que te deja es seguro, contesta 007. Tu licencia ha sido total y claramente revocada.

Pase lo que pase mañana en el desayuno, al menos llegaremos a una conclusión y podré dar por concluido este lamentable bajón.

 

 

Duermo mal.

Tardo una eternidad en conciliar el sueño, y cuando lo hago, sueño que varios malos de Bond —Scaramanga, Oddjob, Blofeld, Tiburón— me persiguen por el laberinto de El resplandor. Que esa bruja chillona del cuchillo en el zapato se acerca lo justo para darme una patada letal, y me despierto con el corazón latiéndome a golpes. Voy a hacer pis, me bebo aproximadamente la misma cantidad de agua que acabo de expulsar, vuelvo a la cama, doy vueltas y más vueltas durante veinte minutos, y me vuelvo a encontrar en el laberinto del sueño, tratando de huir de lo inevitable.

A las seis y cuarenta y cuatro me rindo, me levanto de la cama y examino mi cara en el espejo del baño. El sol ya ha salido, aunque no brilla con fuerza. Dos sombras violáceas se han dibujado bajo mis ojos, y la izquierda late con un tic intermitente. Hace unas seis semanas tuve un malentendido con un barbero y acabó cortándome el pelo casi al cero con la máquina; ahora está lo suficientemente largo como para salir en cinco ángulos distintos, y eso es exactamente lo que está haciendo esta mañana. Por si fuera poco, parece que me ha salido una arruga nueva en la frente. Estoy hecho una mierda.

Me quedo un buen rato bajo la ducha; me paso el hilo dental, me lavo los dientes, me doy crema exfoliante y luego hidratante, me corto las uñas de las manos y de los pies, y me recorto los pelos de la nariz.

Todavía son las siete y treinta y dos, y estoy agotado. Cuando veo mi reflejo distorsionado en la tetera me vienen a la cabeza las palabras «zurullo bruñido». Yo nunca he tenido problema con el café instantáneo, cumple con todo lo que promete, pero después de solo dos noches aquí, Ivy se fue a los grandes almacenes del barrio y compró una cafetera italiana y un paquete de «café de verdad». A las ocho y cuarto, ya me he bebido una cafetera entera y lo único que ha hecho es sobrealimentar a las mariposas que revolotean por mi estómago. Me pruebo dieciséis combinaciones de lo que viene a ser esencialmente el mismo modelo y acabo poniéndome la primera camisa y los primeros vaqueros que había cogido. Me pongo mis mejores calcetines y unos bóxers porque, en fin, soy un tío optimista. Además, después de tres semanas de más sexo del que pudiera desear, ahora llevo seis días de sequía absoluta, y si hay una mínima posibilidad de pillar, no quiero comprometerla con un par de calzoncillos holgados.

Ivy vive a unos ocho kilómetros en línea recta en dirección oeste-suroeste. Sin embargo, en metro se tarda veinticinco minutos y hay que coger tres trenes distintos, uno al norte, otro al oeste, y otro al sur. Y a vuelo de William Fisher, puedes sumarle otros quince minutos por pasarme la parada de Earl’s Court y luego tener que volver otra vez por quedarme atontado limpiándome la suciedad de las uñas con la esquina del billete de metro. Un billete que por cierto está ya tan deformado que se me queda atascado en el torno de la estación de Wimbledon, y tengo que rogarle al puto segurata gruñón que me deje pasar. Todo muy metafórico.

Aún llego cuarenta y cinco minutos pronto, así que me pido un espresso en la cafetería que hay fuera de la estación, y con ello mato la friolera de tres minutos y medio. El café donde he quedado con Ivy está en Wimbledon Village, a diez minutos a paso ligero subiendo una colina empinada. Y en el transcurso de esos diez minutos, es como si abandonaras la ciudad y te adentraras en un enclave exclusivo en las profundidades del barrio de corredores de bolsa. La casa media del «Village» rondará las siete cifras, y luego hay una colección de mansiones ostentosas-rozando-la-obscenidad que —además de sus gimnasios, piscinas, estudios, bibliotecas, bodegas, garajes de tres plazas, terrazas interiores e incontables baños en suite— añadirán un cero más al precio. Aparte de las propiedades residenciales, hay un puñado de tiendas de ropa cara, un par de galerías de arte, un establo, varias joyerías y tiendas de chismes cursis, varios delicatessen, y una cantidad desproporcionada de restaurantes y cafeterías caras. Estará a solo ocho kilómetros de Brixton, pero en otro universo.

Ha sido un verano horrible de lluvia casi constante, y las calles están mojadas y cubiertas de charcos por el chaparrón de anoche. Hoy está nublado pero hace calor, hay una humedad infernal y el cielo está preñado de una tormenta amenazante. Cuando llego a lo alto de Wimbledon Hill Road, estoy acalorado, desaliñado y empapado en sudor. Y una cosa está clara, si voy a recuperar el corazón de Ivy, no será luciendo esta camisa con surcos de sudor en las axilas.

Entro en una tienda de ropa de diseño tan dolorosamente cool que hasta los maniquíes me miran con desprecio. El dependiente —estoy casi seguro de que es tío— levanta la mirada de un iPad. Asiente con un movimiento casi imperceptible, murmura unas sílabas que podrían ser «hola», y amaga una sonrisa. Puede que esté siendo amable, pero es difícil estar seguro. Tengo que salir de aquí rápido: es tan evidente como los surcos en mis axilas que no encajo en este lugar y ese hecho está agravando mi nerviosismo ya de por sí acentuado.

—Camisa —digo, tirando de la tela de la mía como si el concepto de camisa fuera algo que requiriera ser aclarado.

El tipo gira la cabeza en dirección a un riel colgado con los artículos en cuestión.

Elijo la camisa menos llamativa del riel y le pregunto al dependiente si puedo probármela. El «probador» tiene las mismas dimensiones y la misma luz que el interior de un armario, así que no me queda otra que salir a la luz de la tienda para mirarme en un espejo. La camisa es más rosa de lo que me gustaría, y —según noto por primera vez— tiene finos hilos plateados entreverados que reflejan la luz cuando me miro con los ojos entornados. Supongo que le quedará bien a alguien, tal vez alguien que toque en un grupo, o un presentador de programas de arte en la BBC2, o incluso a un dependiente de una tienda de ropa dolorosamente cool. Pero a pesar de que el espejo no tiene ningún problema no termino de verla para mí.

—Bonita —dice el dependiente. Frunce los labios en un gesto de admiración, y asiente con la cabeza—. Te queda bien.

—Genial —digo yo—. Me la llevo.

De vuelta en los confines del armario probador, me quito la camisa nueva y uso la vieja para quitarme el sudor de la cara, la espalda y las axilas. Antes de volver a vestirme le quito la etiqueta del precio a mi nueva compra, pero la cantidad está escrita en tinta oscura sobre cartulina oscura y no soy capaz de discernirla. Me presento de nuevo ante el mostrador y le doy la etiqueta al dependiente sin mirarla, no porque no me interese, sino porque no creo que se suela hacer en esta parte de la ciudad.

—Ciento ochenta —dice el tipo, con un tono que no me transmite nada: ni ironía, ni gracia ni lástima.

Después de todo, puede que los hilos de la nueva camisa sean de plata de verdad. Vuelvo a romper a sudar al entregarle mi tarjeta, rogando a Dios que no prenda espontáneamente en el datáfono.

Fuera de la tienda, con casi doscientas libras menos (más quizá otro par de libras de peso perdidas en fluidos físicos), me limpio por última vez la cara con la vieja camisa y la tiro a la papelera más cercana.

Llego a la cafetería un minuto antes de la hora convenida, pido un café y me siento en una mesa fuera. A estas alturas, hay tanta cafeína y adrenalina en mi organismo que me tiemblan las manos, y tengo que hacer un inmenso esfuerzo para no tirarme el capuchino sobre la carísima camisa nueva.

Cuando ya voy por la segunda taza, veo a Ivy —a unos cien metros de distancia— caminando hacia la cafetería. Me sale un saludo casi militar, y ella responde con el mismo gesto. Sus piernas se mueven, lo estoy viendo, pero la distancia entre nosotros no parece acortarse. Cojo el teléfono y finjo estar haciendo algo con él, doy un sorbito despreocupado al café, miro la carta… y, cuando vuelvo a levantar la mirada hacia ella, sigue a más de cincuenta metros. Me aliso la camisa, hago como si algo me distrajera al otro lado de la calle, juego con los sobrecitos de azúcar.

—Hola —dice Ivy, y yo levanto la mirada fingiendo sorpresa al verla aparecer tan deprisa.

—Hola —contesto, y cuando me levanto a saludarla doy un golpe a la mesa con la cadera derramando capuchino y polvos de chocolate sobre mi camisa. Ivy no parece darse cuenta. Por alguna razón, la beso en la mejilla. Hace una semana estábamos haciéndolo como estrellas del porno —bueno, no exactamente, pero sin ninguna timidez—, y aquí estoy ahora besándola en la mejilla.

No lleva maquillaje y tiene el pelo medio recogido medio suelto sobre los hombros. Viste unos vaqueros amplios, una camisa de cuadros con unos gemelos de esmalte en forma de diminutas bailarinas de revista, y un jersey liso gris. Ahora que lo pienso, en los dos meses que hace que nos presentaron, todavía no la he visto con falda, ni vestido, ni esos jerséis de manga ancha que a las chicas parece gustarles. Supongo que el estilo de Ivy será consecuencia del accidente que tuvo de pequeña. No puede esconder las cicatrices de la cara, pero las de su cuerpo…, esas puede disfrazarlas por completo. O tal vez esté analizándolo demasiado; puede que su ropa refleje simplemente el hecho de que creció con tres hermanos y es un marimacho de pura cepa.

—Estás preciosa —le digo.

Ivy sonríe pero la sonrisa se esfuma muy rápido.

Una camarera se acerca a la mesa y Ivy pide un té.

—Bueno —digo—. ¿Qué tal te va?

—Eh —contesta Ivy, que aparentemente es incapaz de mantenerme la mirada más de tres cuartos de segundo—, bien… Liada…, ya sabes.

Cuando tenía…, no lo sé exactamente, quizás siete años, mi profesora, la señora «Gordi» Kincaid, me hizo acercarme a su mesa delante de toda la clase. Recuerdo que la superficie de madera tallada me llegaba por la tripa, y también recuerdo la sensación de miedo.

—Has hecho algo malo —me dijo la señora Kincaid—. ¿Sabes qué?

No lo sabía.

—Tu padre me ha dicho que has sido malo —dijo la señora Kincaid.

Mi madre y mi padre eran personas inteligentes, y papá era (y aún es) maestro, y estaba acostumbrado a tratar con niños descarriados. No tengo ni idea de por qué se le ocurriría tratar mi desliz a través de terceros. Hace más de veinte años que no pienso en todo aquello, y supongo que tampoco hace falta ser licenciado en psicología para comprender por qué esa escena ha vuelto a mi conciencia en este preciso instante como un ladrillo que cae en un estanque lleno de algas.

—¿Qué has hecho? —preguntó la señora Kincaid.

De vez en cuando, imagino que vuelvo a vivir alguna experiencia de mi niñez equipado con mi entendimiento y mi intelecto de adulto. Si pudiera contestar ahora en lugar de mi yo confundido y asustado de siete años, diría: «Solo Dios lo sabe. Usted es la que lo sabe todo, dígamelo usted», o algo por el estilo. Porque en vez de ir al grano, la señora Kincaid decidió prolongarlo, y sacármelo lentamente.

No recuerdo qué dije, pero no sabía la respuesta. Tal vez me encogiera de hombros. Pero Kincaid no estaba dispuesta a dejarme ir.

—¿Qué has hecho? —insistió.

Así que le conté todas y cada una de las faltas que se me ocurrieron. Que le había arrancado la cabeza a tres de las Barbies de mi hermana; que Simon Henderson y yo habíamos encontrado una revista porno hecha trizas bajo un seto y la habíamos escondido bajo otro seto; que había robado caramelos de a penique del quiosco de Randall; que mentía a menudo cuando decía que me había lavado los dientes; que leía cómics con una linterna después de la hora de acostarme; que había encontrado veintitrés peniques en la ranura de un lado del sofá y me los había quedado; que no siempre rezaba mis oraciones; que me tiraba pedos en clase; que eructaba el nombre de Jesús, María y José; y que una vez le había arrancado dos patas a una araña (pensé que estaría más que bien con seis patas y me aseguré de que la criatura quedara simétricamente desmembrada).

—¿Y qué más? —dijo Kincaid.

La verdad es que la recuerdo con cariño; era neumáticamente gorda, de una manera robusta pero reconfortante, y asocio ese porte físico con el calor y la promesa de un abrazo, aunque tampoco recuerdo que me abrazara nunca. En cualquier caso, era una mujer intimidante, y no solo por su envergadura. La señora Kincaid era autoritaria, inflexible y poco compasiva, no mostraba ningún reparo en humillar a sus alumnos con el repertorio estándar de insultos de un maestro: cabeza de chorlito, obtuso, zoquete o bobo; además de un par de agravios de cosecha propia como cabeza gorda, tontolón o cerebro de plastilina. No es que le guarde rencor; en aquellos días la facilidad para el abuso verbal formaba parte de la descripción del puesto.

—¿Y qué más? —insistió.

—Nada más —contesté sinceramente.

—¿Seguro? Tu padre me dijo que le llamaste algo feo a tu hermana. ¿Recuerdas cómo llamaste a tu hermana?

—No.

—Inténtalo —insistió mi profesora con urgencia.

—¿Apestosa?

—No.

—¿Cara de cerdo?

Sacudió la cabeza levemente.

—No lo sé —dije con tono de súplica.

De hecho, tenía una buena idea, pero no estaba dispuesto a compartirla con «Gordi» Kincaid.

—Tu padre ya me lo ha dicho, así que ¿por qué no eres un buen chico y me lo dices?

—Cerda gorda —dije yo.

Y la verdad es que recuerdo que Kincaid hizo una leve mueca de dolor al oírlo. Luego sacudió la cabeza.

—No —replicó—. Llamaste vibradora a tu hermana.

—Ah, ¿sí? —dije yo, sinceramente desconcertado.

—¿Dónde has oído esa palabra? —preguntó ella.

Ahora que lo pienso, debí de oírla en el patio e —inconsciente de su poder— me la llevaría a casa. Pero hace veinticuatro años, mientras miraba a los ojos implacables de la Kincaid, se me ocurrió una solución distinta al dilema.

—Se la oí a usted —dije sinceramente.

Dentro de su colorido léxico en clase, el agravio cariñoso preferido —y seguro de cosecha propia— de la señora Kincaid era «viborita». Si te equivocabas en una pregunta, eras un viborita; si hablabas durante la clase, eras un viborita; si no contestabas cuando decían tu nombre al pasar lista, «viborita» iba entre tu nombre de pila y tus apellidos. Y bueno, «viborita» se parece bastante a «vibrador», ¿no creéis?

—Usted nos llama «vibrador» todo el rato —añadí.

Solo puedo suponer que la señora Kincaid vio mi sinceridad y mi inocencia, y comprendió lo inestable que se había convertido su puesto de repente, porque se puso de color rojo escarlata, me dijo que nunca más lo repitiera y me hizo volver a mi sitio. Nunca más se habló del asunto.

No había pensado en todo esto desde entonces. Hasta este momento, sentado delante de Ivy mientras ella se muerde el labio, juega con sus gemelos y mira a todas partes salvo a mí. Pero no voy a cometer el mismo error que hace veintitantos años; no voy a empezar a disculparme, justificarme o arrastrarme por algo cuando puede que esté condenado por algo distinto. Esa táctica tiene más posibilidades de empeorar las cosas que de mejorarlas.

—Siento lo de casa de mi padre —dicen mis labios—. Fui un poco imbécil.

Ivy arruga la frente.

—¿Tú crees?

Idiota.

—Dijiste que estabas cansada —le recordé—. Y yo dije «lo que tú digas».

Ella asiente y la comisura izquierda de sus labios se frunce hacia dentro y hacia arriba en lo que podría ser un gesto de resignación, recuerdo o desilusión. Sea lo que sea, no es una sonrisa.

La camarera le trae el té en una tetera pequeña con una diminuta jarra de leche y un cuenco con terrones de azúcar. Ivy levanta la tapa de la tetera, la da media docena de vueltas con la cuchara, y vuelve a taparlo. Todavía no se lo sirve.

—He estado pensando —digo yo, y Ivy levanta la mirada como si de repente recordara que estoy sentado delante de ella—. Deberíamos salir más veces —digo.

Ivy frunce el ceño, aunque parece que le ha hecho algo de gracia.

—Quiero decir, que nos hemos, ya sabes…, que nos hemos visto bastante, evidentemente. —Ivy reacciona con una sonrisa, y asiente en un gesto de tácito acuerdo—. Pero no hemos salido. No me malinterpretes, disfruté mucho…, pero no fue realmente, salir, salir.

Ivy arquea una ceja.

—Lo que quiero decir es que deberíamos ir a…, no sé, al teatro, a tomar unos vinos, al museo de cera, al zoo.

—¿Al zoo?

—Sí, me encanta el zoo. Monos, elefantes, jirafas, todas esas cosas.

—¿Animales? —dice Ivy.

—Exacto.

—Suena divertido.

Y esto es esperanza, es un rayo de luz. Esto no es: «Olvídate, Fisher, se ha acabado»; esto es: «¡Suena divertido!».

—¿En serio? —digo—. Genial. Podríamos ir hoy mismo. Puede que llueva, pero nos compramos unos ponchos de esos que se ponen los turistas. ¿Cuál es tu…?

—Tengo una noticia que darte.

Y elige este momento para servirse el té; tarda una eternidad.

—¿Noticia…?

—Sabes que hemos estado…, ¿cómo lo has dicho tú…?, viéndonos bastante.

—Ivy —digo—, sea lo que sea lo que he hecho…

—Por favor —me interrumpe—, esto es difícil.

Inspiro aire profundamente, lo contengo, asiento y espiro.

—Hemos estado acostándonos —Ivy matiza, y luego suelta media sonrisa—. Nos hemos acostado muchas veces.

Mi mente se precipita a través de todas las posibilidades: soy malo en la cama, está casada, tiene una enfermedad venérea, o…

A veces me asombro de lo estúpido que puedo llegar a ser.

Ivy y yo nunca hemos hablado de tener un hijo, pero al mismo tiempo no es que no hayamos hablado de ello. La primera vez que nos acostamos le pregunté (no en una frase coherente, claro, pero en una combinación de gestos faciales, movimientos de los ojos y un «¿tienes algún… ya sabes?) si era seguro seguir adelante.

Ella me miró y contestó:

—Está bien.

—¿Estás tomando la…?

Ivy asintió, sonrió y repitió:

—Está bien.

No era algo trivial. Y, a pesar de estar desnudo y embelesado, también era plenamente consciente de las posibles consecuencias, y «posibles» es un calificativo importante. Tal vez Ivy supiera que estaba en un momento seguro del ciclo menstrual, tal vez simplemente no pueda tener hijos, o tal vez cuando dijo: «Está bien», quería decir: «A ver, nos queremos, ¿no? Yo quiero tener hijos, me encantan los niños, y creo que serías un padre genial, así que dejemos que la naturaleza siga su curso». Mientras este rápido inventario de posibilidades pasaba borroso por mi mente, nosotros seguíamos desnudos, excitados, y Ivy tenía mi nuca agarrada entre sus manos y me besaba el cuello, me acercaba contra sí, levantaba las caderas contra las mías y se frotaba contra mi cuerpo, lo cual distorsiona hasta cierto punto la toma de cualquier decisión. Y sí, la quiero, lo cual no debe confundirse con la frivolidad del concepto de estar enamorado; eso también, claro, pero es algo más fundamental. Mi padre, que es todo un poeta romántico, lo llama «correr lo más rápido que puedes», esa incuestionable certeza, en el fondo de ti, de que estás funcionando al máximo en el terreno amoroso. He visto a Ivy con niños, cómo se vuelca, cómo les escucha e interactúa con ellos, cómo sonríe cuando está con ellos y la sonrisa que se le queda cuando ya no están. Adora a los niños; ellos lo notan y se lo devuelven. Les hace sentir especiales, porque para ella lo son. Es parte de lo que me encanta de ella. Y es sexy y preciosa y estamos desnudos y calientes y empapados en sudor y…, bueno, qué demonios. En ese momento me pareció una buena idea.

Hicimos el amor, dos veces, y dormí como un bebé (aparentemente muy adecuado). Unos tres minutos y medio después de despertar a la mañana siguiente, me entró un leve ataque de pánico, si es que eso existe. Conocía a aquella mujer a nivel profesional desde hacía poco más de un mes. Más allá de eso, antes de nuestro encuentro sexual biológicamente descuidado, habíamos pasado unas dos horas a solas con el otro. Así que, sinceramente, William Fisher, ¿en qué estabas pensando, teniendo relaciones sin protección con alguien que no es más que una maldita desconocida?

Ivy empezó a moverse a mi lado, se volvió, sonrió y me acarició la cara, y volvimos a hacer el amor. A esas alturas, nuestra relación propiamente dicha tenía unas doce horas de vida y, allí abrazados sobre las sábanas arrugadas, me pareció grosero, presuntuoso y tremendamente poco romántico sacar el tema de los hijos.

Metí todas las posibles consecuencias en una pequeña caja y la guardé bajo llave, en un armario de una habitación en un rincón apenas iluminado de mi mente. Eso fue hace veinticinco días, y en los cientos de horas que he pasado con Ivy desde entonces, nada me ha hecho dudar sobre la sabiduría de mi ignorancia. Quizás solo una o dos veces, o un puñado de ellas, me he visto caminando hacia esa habitación en el rincón de mi mente, pero no me he quedado rondándola, ni tampoco he entrado. Porque ¿qué conseguiría con eso? Claro, en estos cinco días desde que volvimos de casa de papá ha sido evidente que algo no iba bien, pero el peor de los casos que ha inventado el pesimista que llevo dentro era perder a Ivy, no ganar un bebé.

Seguimos sentados en la terraza del café artesanal de Wimbledon, pero Ivy aún no me ha contado su «noticia». Y después de todo esto, a lo mejor solo esté buscando las palabras adecuadas para decirme que soy tan buen amante como un calabacín pasado.

—He estado en el médico —dice, lo cual, cuando piensas en las posibilidades (malo en la cama, enfermedad venérea, casada, embarazada), solo deja dos opciones.

Aparece un camarero, como suele ocurrir en momentos como este. Nos pregunta si queremos alguna cosa más y los dos le contestamos que no.

Ivy se lleva una mano al estómago.

—Estoy…, ya…, vas a…, vamos a… —y rompe a llorar. Pero está sonriendo; de hecho, sonríe tanto que me hace llorar a mí también. Me levanto de la mesa y me pongo en cuclillas junto a la silla de Ivy, rodeando sus hombros con un brazo y su cintura con el otro. Como abrazo, el intento resulta bastante torpe y al final tengo que hincar una rodilla para no caerme. De repente siento la rodilla fría y mojada, y al mirar hacia abajo confirmo que estoy apoyado en un enorme charco de mugre. A las once menos cuarto de la mañana de un viernes hay muchísimas personas dando vueltas por Wimbledon Village, y parece que la mayoría están pasando por delante de nuestra mesa. Tal vez parezca que le estoy pidiendo matrimonio; no lo sé, ni me importa. Beso el jersey de Ivy a la altura de su tripa, y cuando pone una mano sobre la parte posterior de mi cabeza siento como una descarga eléctrica.

—Te quiero —digo, pero mientras lo hago Ivy aprieta mi cabeza con fuerza contra su tripa, aplastándome la cara sobre su cuerpo y reduciendo mi declaración a poco más que tres sílabas ahogadas y apelmazadas. Eso sí, siento cada una de ellas.