25
No es que haya ido a más de cinco o seis, pero siempre me lo paso bien en las bodas. Me encanta todo el romanticismo, los votos, la ceremonia, el vestido, las lágrimas, el alcohol que fluye libremente, las flores, los bailes estúpidos, la tarta y las damas de honor sin pareja. Pero esta es la primera vez que participo en la organización, y la cosa es muy distinta cuando tienes que dar un discurso, gestionar taxis y dirigir a un fotógrafo dipsomaníaco.
—Genial el discurso —dice Joe, dándome una palmadita en la espalda. Aunque ha bebido bastante, y suena más como «Geñaelscurse».
El discurso ha ido bien, me he acordado de todas las frases, no me he equivocado con los nombres y los invitados se han reído en la mayoría de los momentos adecuados (la hernia de Bob en el local de striptease, por ejemplo). Pero tampoco va a hacerse viral en YouTube. Llevo todo el día con un fajo de tarjetas en el bolsillo, como constante recordatorio de que se acercaba vertiginosamente el momento de levantarme y enfrentarme a doscientos invitados —media docena de los cuales serían capullos de publicidad conocidos— y soltar quinientas palabras sobre el amor, la vida, el sexo apresurado y los efectos de la crema depilatoria sobre los pezones masculinos. La perspectiva ya era bastante aterradora, pero lo empeoraba el saber que estarían presentes una novia y dos exnovias (aunque el término «novia» es lamentablemente inadecuado para la madre de mis hijos, y espectacularmente exagerado para mis antiguas amantes: Pippa y yo nos acostamos media docena de veces en varias semanas; Fiona y yo follamos una vez, en su sofá).
No he tenido tiempo ni valor para tomarme una copa antes de dar el discurso, pero Joe ha estado zumbándose una tras otra desde las once de la mañana. Son ahora las ocho y algo, y las palabras se le enredan y le cuesta caminar en línea recta. Durante el primer baile (Top of the world, de los Carpenters), tres veces estuvo a punto de caerse llevándose consigo a su novia, y cada vez que lo hacía, los invitados rebuznaban, aplaudían y aporreaban el suelo con los pies. Se podría caer en la tentación de describir la jornada entera como «bacanal», aunque no estoy seguro de que los romanos tuvieran demasiado acceso a la cocaína y el éxtasis.
Habrá unas ciento noventa y seis personas bailando Agadoo en la pista de baile y aledaños. La abuela centenaria de Jen está tirada —muerta o dormida— en una mesa en el rincón; Bob está apoyado en la barra, eximido de la obligación de bailar por prescripción médica; y Joe y yo estamos descansando en una mesa en la periferia de toda la acción. Periódicamente, alguien (amigo, compañero, la madre del novio) intenta arrastrarnos hacia el tumulto, pero lo único que consigue es arrancar un «que te jodan» de Joe. Jen y Joe pensaron que sería bonito regalar a los invitados un tarro de caramelos de a penique como recuerdo de su boda y —entre otras muchas obligaciones— esta mañana he tenido que repartir doscientos tarros por las mesas. Joe tiene uno en la mano ahora mismo, y rebusca en su interior hasta que encuentra un caramelo de sorbete de limón. Me lo ofrece. Lo rechazo y Joe se lo mete en la boca.
—¿Te he dicho que eres mi mejor amigo, joder? —dice.
—Unas diez veces, y dos con esas mismas palabras durante el discurso.
—Bien, porque lo eres. Mi. Mejor. Amigo. Joder.
—Gracias —digo, y Joe me planta un beso húmedo sobre la oreja.
—Toma —añade, deslizando el puño cerrado sobre la mesa hacia mí.
—¿Qué es eso?
—Cógelo.
—¿Qué es?
—Joder, Fisher. Cógelo y ya está.
Joe pone algo en mi mano. Doy por hecho que será alguna clase de caramelo, pero cuando me miro la palma de la mano veo que es una píldora azul en forma de rombo.
—Viagra —dice Joe, lo bastante alto como para despertar a la abuela de Jen del duermevela que estaba arrastrando su cabeza inexorablemente hacia la mesa.
—¿Para qué coño es esto?
—Una pregunta estúpida —contesta Joe.
—¡No la quiero! —le devuelvo la píldora deslizándola por encima de la mesa—. ¿Y qué coño haces tú tomando Viagra?
Joe se encoge de hombros.
—Noche de bodas, ¿no? No quiero arriesgarme. Cógela. —Vuelve a empujar la píldora hacia mí.
—No, gracias.
—Ah, supongo que tú no la necesitas.
De repente, parece ofendido mortalmente.
—No. Quiero decir… En fin, la verdad es que estoy casi seguro de que no la necesito. Has visto a Ivy, ¿no?
—Claro que sí; está increíble.
—Lo sé. Gracias.
—Se lo haría sin pensármelo dos veces —dice Joe.
Antes de que pueda llegar a sentirme ofendido, Ivy aparece y se deja caer en el asiento al lado de Joe.
—¿Hacer qué? —dice.
—¿Perdona? —dice Joe, visiblemente aturdido.
La pastilla de Viagra está sobre la mesa, aunque oculta a la vista de Ivy detrás de mi copa. Muy lentamente, coloco una mano sobre ella.
—Has dicho que «se lo harías sin pensártelo dos veces» —insiste Ivy.
—¿Eso he dicho?
Ivy asiente. Hoy es la primera vez que la veo con vestido, y a pesar del balón de playa que tiene en la parte delantera, Joe está en lo cierto: está increíble. Lleva el pelo recogido en un peinado alto, y —también por primera vez— va maquillada. Lo curioso es que no parece Ivy. Prefiero la versión sin maquillaje, sin laca y vestida con camisa de hombre. Pero me parece poco cortés, casi estúpido, decirlo.
—No me acuerdo —dice Joe encogiéndose de hombros—. Venga, necesito una copa, os veo luego. —Se levanta y me deja colgado.
Ivy se pasa a la silla de Joe y pone su mano sobre la mía y sobre la pequeña píldora azul.
—Acabo de tener una conversación muy interesante con una tal Fiona —dice.
—Qué bien.
Ivy me mira a los ojos.
—Estaba muy interesada en saber de nosotros: cuándo nos conocimos, cuánto llevamos juntos, de cuánto estoy.
—Qué gente… —digo, sacudiendo la cabeza.
—Una de tus conquistas, supongo…
—¿Qu…, yo? Yo…
Ivy levanta una ceja, frunce los labios. Yo me encojo de hombros.
—Que Dios pille confesado al pobre tío con el que está —dice Ivy, sonriendo.
—Estás preciosa —le digo.
—Tú tampoco estás mal. ¿Quieres bailar?
—Y tanto.
—Y más te vale coger esa Viagra —dice Ivy—. Hay niños correteando sin vigilancia.
Ivy baila fatal, pero, como en tantas cosas de nuestra vida juntos, no sé si es por el embarazo o algo intrínseco en ella. Sin embargo, mientras arrastramos los pies por la pista de baile, pisándonos y chocando con otros invitados que bailan dando bandazos, abrazados y con nuestros hijos entre nosotros, siento que no recuerdo haber sido más feliz en mi vida.
Por alguna razón —seguramente, descuido— el ramo no se lanza hasta que es casi de noche. Y a esas alturas, las mujeres que compiten por recibir las flores ya están borrachas, entusiasmadas y claramente desinhibidas si hay que dar golpes, codazos y empujones a las demás para ganar la posición. De hecho, las veo tan frenéticas que temo por la seguridad de Ivy y de los gemelos. Desde el centro de la melé, Ivy mira por encima del hombro y me sonríe con una expresión difícil de descifrar. Le hago una rápida señal cruzando los dedos, con una sonrisa de bobo que podría ser irónica o alentadora, según se quiera ver.
—Da miedo, ¿eh? —dice un hombre a mi lado.
—¿Está la tuya ahí dentro? —pregunto.
El tipo señala a Fiona, que está en primera fila de la manada. Ella mueve los hombros y sacude las manos, para soltar tensión. Pippa, que está a su lado, salta nerviosa sobre las puntas de los pies.
—Buena chica —digo.
El tipo me mira de reojo y sonríe.
—Sois viejos amigos, creo.
—Sí, algo así.
A diez pasos con tacones de la melé, Jen se prepara para lanzar las fatídicas flores. Ivy respira hondo, hincha los mofletes y resopla. Fiona se quita los zapatos de tacón alto y los tira a un lado.
—Buena suerte —le digo al novio de Fiona.
—Algo me dice que voy a necesitarla —contesta, sin apartar los ojos de su novia—. Por cierto, soy Hugh.
—Encantado, Hugh.
Hugh está bebiendo un botellín de cerveza. Lo tiene en la mano izquierda, que ahora cuelga entre los dos. Me pregunto si sería capaz de soltar la Viagra por el cuello de la botella sin que se diera cuenta.
—Te irá bien —digo.
Tomo la decisión rápido e inducido por el alcohol, sin participación alguna de ninguno de los departamentos superiores de mi cerebro. Y mientras la pastilla cae silenciosamente en la cerveza de Hugh, siento primero entusiasmo por mi audacia y garbo, y al instante siguiente culpabilidad y pánico. ¡En qué coño estás pensando, Fisher!
—Te traigo otra cerveza —le digo, y voy a coger la botella de su mano.
—Estoy bien, gracias.
—En serio —le digo, agarrando la botella.
Él tira de la botella.
—Estoy bien.
Aún tengo la botella cogida, pero Hugh da un tirón y me la quita, mirándome como si fuera imbécil.
Pues vale.
Jen columpia las flores entre sus piernas y las tira por encima de su cabeza. Desde mi punto de vista, la trayectoria parecería ir directa a Ivy. Pippa salta primero. Fiona espera hasta que su adversaria está en el aire y entonces salta clavando su hombro en el estómago de Pippa. Una vez la deja violentamente fuera de competición, Fiona se alza como un puntal hacia delante, coge el ramo con ambas manos y se lo lleva al pecho antes de caer perfectamente sobre los dos pies. La multitud se vuelve loca.
—Salud —le digo a Hugh, levantando las cejas y mi gin tonic.
Hugh sonríe con elegancia.
—Salud —responde, y da un golpecito con el cuello de su botella contra el borde de mi copa.
Y qué demonios.
Una mano cae sobre mi hombro y al volverme veo al novio de Pippa, Gaz.
—Eh, Fish —dice—, qué buen discurso.
Pongo los ojos en blanco.
—Bueno, nadie me ha tirado nada.
Gaz se ríe.
—Ha habido suerte —digo, señalando con la cabeza a la maraña de mujeres desilusionadas que fingen alegrarse por Fiona.
—Sí —dice Gaz, pero su sonrisa no es convincente.
Pasan un par de horas más hasta que Ivy y yo llegamos por fin a nuestra habitación. En ese rato, he parado una pelea y he visto a tres mujeres distintas y a un hombre en diversos estados lacrimosos. En esta fiesta hay más drogas que en el armario del baño de una abuela, y me alegro de no participar de ello. O no, según se vea. Debo de haber bebido el equivalente a la cantidad total de mi sangre en cerveza, así que no sé quién tiene menos equilibrio de pie: mi embarazadísima novia con sus zapatos de tacón alto o yo.
Y otra vez vuelve a molestarme esa maldita palabra —«novia»— sabiendo que los gemelos siguen creciendo en la tripa de Ivy. Es la madre de mis hijos, vivimos en la misma casa, estamos conectados por cromosomas, y «novia» me parece algo insípido para la situación. «Pareja» es la palabra a la que recurre la gente, pero la odio, es demasiado práctica y pragmática, como si fuera algo pactado.
Mientras Ivy se desmaquilla en el cuarto de baño, yo me siento en la cama y me quito los zapatos. En una mano tengo la petaca que Joe me ha regalado por ser su padrino, y en la otra un tarro lleno de caramelos de a penique. Le quito la tapa al tarro y rebusco entre platillos volantes, ratones blancos y dientes de vampiro hasta que encuentro una botella de coca cola efervescente.
Después de que lanzaran el ramo, creo que reconocí la decepción en los ojos de Gaz porque yo también la sentía. Sí, estoy borracho; sí, me he colocado con los humos de la boda; y sí, no hay nada como ver a una exloca para enamorarte de tu actual novia —esa palabra otra vez—. Pero nada de eso cambia el hecho de que Ivy es la mujer para mí, y pretendo estar con ella hasta que uno de los dos (espero que yo) muera tranquilamente mientras duerme. Entre los caramelos de piña, los chicles y los ositos de gelatina, hay un anillo de caramelo. Suena la cisterna y los pasos pesados de Ivy se acercan por el pasillo. Cojo el anillo de caramelo del tarro y me dejo caer sobre una rodilla.
—Ay, Dios —dice Ivy al doblar la esquina. Se lleva las manos a la cara y se para tan de repente que casi se cae hacia delante.
—Ivy… —empiezo a decir yo.
—Fisher… Espera, no, yo…
—¿Quieres casarte conmigo?
¿Acaba de decir «no»?
Ivy está paralizada.
Extiendo la mano con el anillo y me tambaleo ligeramente sobre la rodilla.
Ivy hace una mueca de dolor.
—Sé que solo es un caramelo —digo—, pero va en serio. Podemos ir a comprar uno mañana. A Selfridges, a Harrods, donde quieras.
Ivy aún no se ha movido.
—Te quiero, Ivy. Te quiero con todo, del todo… En fin, con todo.
Ivy deja caer las manos de la cara. Sonríe…, sí, como disculpándose.
—Cariño —dice—, yo también te quiero. Con todo y del todo. Pero… —Y sacude la cabeza.
—Pero creía que… No… ¿Por qué?
Ivy suspira y me mira con una mezcla de sonrisa y gesto de dolor.
—Es que todo esto ya lo he hecho —dice—. Lo siento.
Me doy cuenta de que sigo arrodillado, sosteniendo el estúpido anillo de caramelo delante de Ivy. Se sienta en la cama y da una palmadita para que me siente a su lado.
Tarda una media hora en contarme desde el día que conoció al tal Sebastian hasta el día en que se cerró su divorcio. No debería tardar tanto en contármelo, pero es que yo la interrumpo cada tres minutos con arrebatos de indignación, insultos complejos y visitas al minibar. Los detalles más destacados están relacionados con la incapacidad de Sebastian y Ivy de quedarse embarazados, y la suposición por parte de ella de que el problema era suyo. Aparentemente, Sebastian se mantuvo bastante impasible ante la desilusión de Ivy, que no podía dormir entre las lágrimas, las náuseas y la tristeza. No es que no compartiera la tristeza de Ivy: a su puto marido ni siquiera le importaba. Cuando ella le pidió que la acompañara a ver un especialista en fertilidad, Sebastian por poco se echa a reír. El matrimonio siguió adelante con sexo esporádico y algún que otro momento agradable, pero no hubo ningún cambio salvo la erosión gradual de todo el afecto entre ellos. Antes de cumplir el año de casados Ivy ya le había sido infiel dos veces (rollos de una noche en rodajes de dos días), y estaba razonablemente convencida de que él le había devuelto el favor al menos las mismas veces, si es que no lo había hecho antes. Pasaron una semana romántica, feliz y perfectamente civilizada en Alicante para celebrar su aniversario y luego, unas tres semanas más tarde, mientras estaban sentados en el sofá con cuencos de pasta sobre las rodillas, Sebastian se volvió a Ivy y le dijo: «Esto no funciona». Ella no le contradijo; lavó los platos, se fue a la cama, y a la mañana siguiente llamó a una amiga abogada. En menos de un año, Sebastian ya estaba viviendo con otra mujer y su bebé recién nacido, confirmando con ello el temor de Ivy de que no podía tener hijos. Ivy se quedó con el piso.
Ahora entiendo lo que Ivy quería decir con: «Está bien», lo de la anticoncepción, y me siento fatal por haberla machacado con ello en Nochebuena.
—¿Y no se te había ocurrido contármelo antes? —pregunto.
Ivy me mira con esa mirada que todas las niñas aprenden a poner cuando rondan los tres años —barbilla hacia abajo, ojos abiertos de par en par y una sonrisa de ¿verdad-que-soy-simplemente-adorable? Es la mirada que te lanzan cuando quieren algo, o cuando han roto u olvidado algo.
—Estaba esperando el momento adecuado —dice Ivy, con la misma mirada.
Ivy se encoge de hombros y levanta la mano derecha con los dedos extendidos.
—No podía decírtelo cuando nos conocimos. Ah, por cierto, estuve casada. —Y dobla el pulgar como diciendo primera-buena-razón-para-no-admitir-que-estás-divorciada. Pasa al dedo índice—. Luego nos pasamos casi todo el fin de semana en la cama. Luego nos fuimos de vacaciones; luego fuimos a casa de tu padre. Luego…
—Te quedaste embarazada.
—Entonces me enteré de que me habías dejado embarazada. Así que, de nuevo, no era el momento adecuado. —Ivy pasa a los dedos de la mano izquierda—. Luego te viniste a vivir a casa, luego nos hicimos una ecografía, luego fuimos a casa de mamá y papá, luego Frank se instaló en casa, luego te pusiste insolente en Nochebuena.
—Lo siento.
—Está bien… ¡Ja, ja! ¡Es mi «respuesta para todo»!
Sacudo la cabeza recordando aquella noche.
—No te estoy echando la culpa, cariño, de verdad que no. Pero desde luego no era el momento de sacar a colación un matrimonio fracasado. Simplemente… nunca ha sido buen momento.
—¿Hasta ahora?
Ivy asiente.
—Hasta ahora.
Es un maldito shock, claro, pero estoy menos conmocionado de lo que hubiera imaginado. Puede que los indicios estuvieran siempre ahí. Puede que esté anestesiado entre el cansancio y el alcohol. Puede que sea inmune al shock después de todo lo que ha ocurrido en las últimas veintinueve semanas.
—¿Quién es más guapo? —pregunto—. ¿Sebastian o yo?
Ivy me da un puñetazo en el hombro, pero no contesta.
—Perdona… Solo estoy…. —Señalo los duendes, elefantes y pajarillos chillones que vuelan en círculo alrededor de mi cabeza.
—Supongo que por eso he estado tan…, no sé…, protectora con Frank.
—¿Porque ya habías «vivido todo eso»?
Ivy asiente.
—Lo siento. ¿Estás bien? ¿Estamos…?
La miro, y ahora sí, veo la ansiedad en su expresión. He estado tan inmerso en mis inseguridades que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que ella pudiera tener las suyas.
—¿Estás de broma? Claro, te acabo de pedir que te cases conmigo, ¿no?
—Eso ha sido antes de saber que yo…, ya sabes. ¿No crees que soy un artículo de segunda mano? —Atisbo un indicio de sonrisa.
—Bueno, sí, claro, pero… —Pongo mi mano sobre el estómago de Ivy—. Bueno, ahora ya estoy atadito a ti.
Ivy tiene la cabeza agachada, con la mirada en mis manos sobre su tripa. Hay una lágrima en su mejilla. Veo cómo se forma otra lágrima en el borde de su ojo, se hincha, atrapa la luz y se desborda para perseguir a su predecesora por la cara de Ivy.
Con una mano sobre su estómago, le paso el brazo libre por los hombros.
—¿Qué pasa, nena?
Ivy se lleva las manos a la cara, sus hombros empiezan a temblar y la respiración le sale a jadeos entrecortados mientras las tímidas lágrimas se convierten en puro sollozo. Nunca la he visto así, y me asusta.
—Cariño, estaba bromeando, ¿lo sabes, verdad?
Ivy asiente.
—Te quiero tanto —dice, marcando la breve frase con inspiraciones temblorosas—. Te quiero.
—Entonces cásate conmigo.
No me doy cuenta de lo agresivas y poco gráciles que suenan esas palabras hasta que salen de mi boca. Si pudiera, lo retiraría, pero, en lugar de hacerlo, abrazo fuerte a Ivy mientras ella sacude la cabeza. El ruido de los gritos, los chillidos, la música, las risas de doscientos invitados borrachos resuena en el pasillo como un zumbido saliendo por unos altavoces baratos.
—Creía que no podía tener hijos —dice Ivy. Se incorpora y se enjuga las lágrimas en el hombro de mi camisa—. Creía que no podía tener hijos, pero resulta que sí podía, y entonces pensé que iba a perderte cuando por fin te había encontrado.
—Sigo aquí —digo yo.
—Atadito a mí —replica Ivy—. ¿Verdad?
—Estaría atado a ti aunque no estuvieras embarazada —le digo, y Ivy se echa a llorar otra vez.
Estamos sentados en la cama, hablando sobre nombres para los bebés, cuando la pareja de al lado irrumpe en su habitación. Para ser más precisos, Ivy está hablando de nombres para los bebés y yo intento mantenerme despierto por todos los medios. Estoy pedo, cansado y emocionalmente exhausto, pero también muy cachondo y, por qué no, tengo esperanzas. Ivy tiene un libro, 5.001 nombres de bebé, y mientras lee los que empiezan por D —Declan, Dédalo, Deepak— hundo el hocico en su cuello, le planto un reguero de besos sobre el hombro, le acaricio la rodilla. No sé si está distraída o si me está ignorando a propósito.
Y entonces la pareja de al lado entra ruidosamente en su habitación y se lanza contra la pared que nos separa. A juzgar por los gemidos y gruñidos ahogados, es evidente que todas las feromonas que faltan en esta habitación fluyen a borbotones en la contigua.
—El amor está en el aire… —digo, añadiendo un toque sugerente con las cejas.
Ivy cierra el libro, lo deja sobre la mesilla, y rebusca en su neceser.
—Si no puedes con tu enemigo… —murmuro a la espalda de Ivy.
Se vuelve hacia mí, y tiene algo en el puño cerrado.
—Tapones —dice, y deja un par de balas de gomaespuma amarilla en la palma de mi mano—. Te quiero —añade, y cuando me besa puedo sentir su sinceridad.
Apaga la luz.
Al final, los tapones resultan bastante eficaces a la hora de silenciar las manifestaciones verbales del sexo, pero no tanto bloqueando el ruido de los golpes del cabecero de la cama contra la pared de la habitación. Cuando el tipo de al lado empieza a poner a prueba la estructura de la cama por quinta vez, son más de las cuatro de la mañana y ya he perdido toda esperanza de dormir. Puede que Ivy se haya quedado con los tapones buenos, porque ella duerme tranquila como si estuviera en una cámara insonorizada. Y doy gracias por este don, porque quienquiera que esté en la habitación contigua está haciendo que me sienta desdichadamente inepto. Quién sabe, puede que alguien le haya metido una pastilla de Viagra en la cerveza.