2
Qu… quita sa p… esa pña.
El no siempre encuentra las palabras que necesita; y, cuando las encuentra, no siempre logra sacarlas de la boca. Lo suyo es mucho más que tartamudez. El esfuerzo se evidencia en su cara mientras trata de expulsar una palabra venciendo una resistencia similar a la que puedes encontrar al intentar soplar miel por una pajita. Aun así, no cuesta nada tener modales.
—¿Cuál es la palabra mágica? —digo yo.
—P… p… ¡para hoy, joder!
—Así me gusta —le digo, quitando los trozos de piña de su porción de pizza.
El abre la bien la boca y le meto la punta de la porción doblada. Aunque le tiembla la cabeza consigue darle un mordisco sin mancharse más que un poco la cara con salsa de tomate. Bajo la salsa su piel está bastante morena, pero no lo suficiente como para crear la ilusión de salud. El y su pareja, Phil, volvieron de vacaciones de San Francisco hace dos días. Es poco probable que El haya empeorado de forma significativa durante el viaje, pero sus tics, sus temblores y la capacidad de habla parecen haberse agravado.
—Qu… qu… qu…
—¿Quién? —digo en un primer intento, pero El niega con la cabeza—. ¿Qué?
El vuelve a sacudir la cabeza.
—La siguiente —dice.
—¿Quieres decir cómo?
Asiente.
—¿Cómo? ¿Cómo ponen… pña a la p… —Señala la pizza que hay entre nosotros con un dedo tembloroso.
—Es una hawaiana —le digo—. La has pedido tú.
Se encoge de hombros.
—Gusta el nombre.
Como la mayoría de íntimos amigos que viven en Londres a menos de quince kilómetros del otro, El y yo solíamos vernos unas tres veces al año. Pero no hay nada como una enfermedad terminal para curar la apatía. Así que hace dos años, cuando la enfermedad de Huntington empezó a hincarle el diente, comenzamos la rutina de reunirnos todos los martes. Al principio íbamos al pub, pero según fue empeorando su estado perdió la tolerancia al alcohol junto con toda inhibición o conciencia de sutilezas sociales. Cambiamos de escenario, al restaurante indio del barrio, y a primera hora de la noche, para que estuviera vacío y El pudiera soltar tacos, tics, tartamudear y que se le cayera el vaso sin público. Pero en los últimos meses, hasta eso se había hecho demasiado difícil. Así que ahora tomamos pizza y cerveza sin alcohol en su salón.
Supongo que en algún lugar de mi mente sigue siendo el chaval de diez años con el que montaba en bici, el adolescente a quien le compraba revistas porno robadas, y el hombre que me hacía llorar de la risa. Y es como si todo el declive que ha sufrido en los últimos años —los tics y las convulsiones constantes; la falta de coordinación, de equilibrio, de empatía; la pérdida de peso, y, en realidad, de todas las sutilezas y matices que le hacían ser El—, como si todo ese daño se hubiera comprimido en estas tres semanas que ha estado fuera. Y aunque sé que no es así, tampoco cabe duda de que su habla ha empeorado mucho. Antes de marcharse al pub, Phil me ha contado que cada vez tiene que ayudarle más a encontrar palabras, a dar forma a sus pensamientos y a entender lo que la gente le está diciendo.
Me sirvo una porción de la pizza de cuatro quesos, la doblo por la mitad, le doy un mordisco.
—¿Aún te f… follas a esa t… mujer? —dice El, mirándome con gesto travieso mientras espera mi reacción.
—No recuerdo haber dicho nada de follar.
—P… P… Pippa, ¿no? ¡Zalta, zalta!
—Ivy —contesto, y siento cómo me estremezco por dentro—. Se llama Ivy.
—Ay vi-da mía… —dice, y aunque, como muchas otras personas, ya lo dijo la primera vez que oyó el nombre de Ivy, me hace reír porque demuestra que el viejo El sigue con nosotros, al menos en parte.
— Qu… qu… qu…
—¿Quién? ¿Qué? ¿Cuándo? ¿C…?
—¡Cuándo! ¿Cuándo voy a conocerla?
Buena pregunta.
Después de que mi última novia, Kate, me dejara, hice lo que haría cualquier idiota recién humillado. Me acosté con la recepcionista del trabajo. Pippa tenía el tierno a la par que peculiar hábito de decir «¡Salta, Salta!» ceceando cuando se ponía encima. Lo cual era bastante a menudo. Y yo… lo compartí con El. Lo sé, lo sé, pero es mi mejor amigo de toda la vida y no pude resistirme. En fin, el desliz se ha vuelto contra mí, porque su nombre se ha grabado firmemente donde ya pocas cosas lo hacen: en la cabeza de El. A menos que mi próxima novia sea una saltadora sobre cama elástica llamada Pippa, es probable que sea un error presentársela.
El me mira.
—¿Y bien?
—Pronto —contesto.
Entorna los ojos.
—Te ha… d… d…
—¿Puedes deletrearlo? —le pregunto, recordando lo que Phil me ha contado sobre cómo sacarle las palabras a El con varias técnicas de «inducción del habla»—. ¿O puedes deletrear cómo suena?
Los tendones empiezan a sobresalir en su cuello delgado por el esfuerzo cuando se prepara para intentarlo de nuevo.
—De… d… e…
—¿D-E?
El asiente.
—Mmm… —Tuerce el cuello hacia la izquierda, moviendo silenciosamente los labios como si intentaran coger la siguiente letra del aire—. J… D…
—D-E-J-D.
Junta las manos lo justo para considerarlo una palmada.
—Te ha d… dejado…, te ha c… calado. ¡Ja, ja, ja!
—¿Y qué tiene eso de gracia?
—S’pongo que no tiene —dice, recobrando la seriedad de repente—. Triste, trágico, pred… pred…
—¿Predecible?
Me señala con un dedo como un presentador cuando el concursante acierta.
—Siento defraudar tus miserables ilusiones —digo yo—, pero Ivy no me ha dejado.
—To… to… t…
Sé adónde quiere ir a parar el cabrón, pero no pienso ponérselo más fácil.
—Joder —dice El—. ¿Crees q… puedes llevarme n brazos?
No creo que El alcanzara el metro setenta al que aspiraba llegar cuando era adolescente, y ya era flaco antes de que la enfermedad empezara a hacer mella en él. Ahora no pesará más que una de mis sobrinas de diez años.
—Estoy casi seguro de que podría tirarte sin problemas por la ventana —le digo.
El lo considera por un momento.
—M… más rápido.
La casa que comparte con Phil está en un quinto piso. El portal está en lo alto de un tramo corto de escaleras alicatadas que da a un caminito de entrada en una calle con bastante tráfico. El quiere «a… aire fresco», así que lo levanto, lo bajo una treintena de escalones y lo dejo en el umbral de la puerta. Al final es más ligero de lo que parece, pero el esfuerzo me deja un cosquilleo en los brazos.
Con algunas dificultades, El saca un paquete de cigarrillos y un encendedor del bolsillo.
—Enc… ciende… me uno —dice.
Hago lo que me pide y le paso el Marlboro encendido.
—Si tú no fumas —le digo.
Levanta la mano con la prueba evidente de lo contrario y me echa el humo. El tráfico es incesante, así que el hecho de que me suelte el humo en la cara no pasa de ser un insulto dada la nube de contaminación que nos rodea en esta balsámica noche de agosto.
—Pues no fumabas hace tres semanas.
El da una calada profunda, retiene el humo lleno de alquitrán en los pulmones, abre bien los ojos y luego los cierra. Espero a que se ponga verde, a que tosa, a que escupa —como en las películas—, pero lo único que hace es abrir la boca y dejar que el humo escape lentamente de sus pulmones.
—Q… ¿quieres uno?
—No, gracias. Es un hábito asqueroso.
—Eso dice Phil —contesta sonriendo—. Pero q… queda de p… puta madre.
—Eso es cierto —le digo.
Contaminación aparte, es agradable sentarse en las escaleras y observar a la gente y el tráfico pasar casi a la misma velocidad. Cuando El va por su tercer cigarro vemos que Phil vuelve a casa. Al vernos sacude la cabeza, y nos saluda tímidamente con la mano.
—Niños… —dice al subir el tramo de escaleras—. ¿Es una fiesta? —Y chasquea la lengua mientras recoge las colillas de El y las mete en un pañuelo de papel.
—Gracias, c… cariño —dice El.
—De gracias, nada —contesta Phil mientras se sienta entre nosotros y le quita el cigarro de los dedos a El. Le da una calada y se lo devuelve—. Asqueroso hábito de mierda.
—Todos los m… m… mejores lo son —dice El, guiñándome un ojo.
—Cierto —responde Phil.
—¿Y a qué viene … —me aparto el humo del cigarrillo de la cara— todo esto?
Phil mira al suelo y vuelve a sacudir la cabeza.
—¿…cuerdas el tema de los S… Smiths? —dice El.
—¿Please, please, please, Let me get what I want? —pregunta Phil con una sonrisa de pillo.
—¿Bigmouth strikes again?—es mi intento.
—P… putos b… bromistas. N… no. What d… di… diff… ¡Joder!
—Lo sé —dice Phil con ternura. Le quita el Marlboro a El y da una calada larga antes de devolvérselo—. ¿What difference does it make?[2].
Y, Dios, cómo desearía ser fumador.
—Bueno —digo yo—. ¿Qué tal el pub?
—Lleno, ruidoso y, aun así, nada de ambiente —dice Phil.
—De… de… debiste ir al… al p…b… pub de m… maricas.
—Lo hice —contesta Phil.
—Ch… ch… ch…
—Dios santo —dice Phil—. Bastante es aguantar al muy pelagatos burlándose de mí cada dos por tres. Tener que esperar a que lo escupa así… Lo juro por Dios, es como esperar a que dispare un pelotón de fusilamiento.
—Ch… ch… —Y la mirada traviesa de El parece confirmar que, sea lo que sea que intenta decir (aunque con El nunca se sabe), tendrá mordiente—. ¿Chupao alguna polla?
—Siento decepcionarte, corazón, pero lo único que ha atravesado el umbral de mis labios ha sido un Merlot bastante flojito.
El se encoge de hombros en un gesto petulante. Este año ha invertido una cantidad considerable de aliento y esfuerzo intentando convencer a Phil de que se busque otro novio. Además de los síntomas físicos, la enfermedad de Huntington reduce el carácter y la personalidad, desgasta la capacidad de razonamiento lógico y las inhibiciones sociales de sus víctimas. Si a eso le añades que a El siempre le ha encantado salirse de tono, el resultado puede ser triste, gracioso y tremendamente desconcertante. Pero el desapasionado intento de El de buscarle otra pareja a Phil va más allá de su enfermedad o su diablura. Sabe que se muere, y que antes de que llegue su fin se verá disminuido hasta estar irreconocible. El problema, según El, es que podría vivir diez años más, y para entonces Phil estaría bien entrado en los cincuenta. De ahí que haya hecho tonterías como «dejar» a Phil y suscribirle a varias páginas de citas «m…m… mientras aún es j… joven para encontrar a otro». Creo que es el gesto más romántico que he visto en la vida.
—A F… Fisher le han dejado —dice El.
Phil levanta una ceja.
—No, a Fisher no le han dejado —digo yo.
—Todavía —dice El, sin un atisbo de dificultad.