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Es domingo de Resurrección, y Ivy dice que quiere ir a misa. Llevamos ocho meses y una semana juntos, y es la primera vez que menciona la iglesia. No me pregunta si quiero ir, simplemente anuncia que se lleva a Bebé M a la misa de Pascua. De todos modos, yo me pongo el abrigo y voy, y mientras los tres estamos sentados en la parte trasera de la iglesia, me pregunto si hay marcha atrás para Ivy y para mí. No es que haya estado hostil conmigo, pero tampoco ha mostrado interés ni afecto alguno. Y aunque he disfrutado viendo cómo se va creando un vínculo entre ella y nuestro hijo —cómo le lee cuentos, le canta, le pone caras— lo he visto como si fuera un desconocido. Además, Bebé M ha empezado a mamar y ya se alimenta esencialmente del pecho de su madre; y sé que es positivo —mucho más que eso— para la madre y el bebé, pero yo he quedado excluido de la alimentación de nuestro hijo. Ivy duerme y se echa siestas a lo largo del día, y lo hace siempre abrazada a Bebé M. Por ello, a pesar de que nos sentamos juntos en la iglesia de Cristo Rey, no tengo la sensación de que estemos aquí como una familia.
Los padres de Ivy vinieron a visitarnos el jueves, y Ivy volvió a ser ella un poco más. Sonrió unas cuantas veces y hasta se rio viendo cómo sus padres se deshacían en mimos con su nieto. También lloramos, claro está, pero la mera presencia de Bebé M nos mantuvo anclados en el presente. Ken compartió una botella de vino conmigo, y al acabar la velada me eché en el sofá mientras los Lee ocupaban nuestro dormitorio y Ivy dormía en el cuarto del bebé. A pesar de las almohadas y de la manta nueva, estuve dando vueltas durante más de una hora hasta que por fin descarté la posibilidad de conciliar el sueño. La casa estaba demasiado tranquila y silenciosa como para encender la televisión, ni siquiera el hervidor, así que centré mi atención en las estanterías de libros en busca de algo soporífero. Cogí y devolví a su sitio al menos media docena de libros antes de darme cuenta… de que habían desaparecido todos los libros que Ivy había dejado a medias: Trampa 22, Crimen y castigo, El señor de los anillos y veinte más. No sé cuándo ni dónde habrán ido a parar, pero la sola idea me inquieta. Y es posible que Ivy haya abandonado también nuestra historia, tal y como está, incompleta.
Al día siguiente paseamos por el Common y Ken y Eva nos invitaron a comer en el Village. Cuando vas con un recién nacido se te acercan a la mesa desconocidos sin invitación, le acarician la mejilla, te dicen lo guapo que es y te preguntan cómo se llama. Entonces aprietas los dientes, sonríes educadamente, dices gracias, y te ríes mientras contestas que todavía no tiene nombre. Y cuando te miran con esa pizca de incredulidad, apartas la mirada, llamas al camarero y pides otra copa de vino.
Esa tarde, al despedirnos, Eva me abrazó y me dijo que tuviera paciencia. Ken me besó en el cuello, algo que no había hecho nunca, y es el gesto más cariñoso que nadie ha tenido conmigo en casi dos semanas. Mi propio padre no conoce todavía a su primer nieto varón; no estoy seguro de que Ivy esté preparada, y tampoco estoy seguro de querer que mi padre nos vea así.
El viernes, nuestra exuberante y enorme comadrona, Eunice, vino a ver cómo se encontraban la madre y el bebé. Repitió paso por paso su versión de un numerito al que ya me estoy acostumbrando: abrazos, besos, lágrimas, enhorabuenas y disculpas. Sugirió que a Ivy le podía venir bien tomar antidepresivos, pero, cuando añadió que eso supondría dejar de dar el pecho, Ivy se negó en rotundo. Eunice nos dijo que «ahora Daniel está con Jesús», y yo tuve que marcharme de la habitación, no sé si por la ira que sentía contra Eunice por hacer un comentario tan alegre, o porque me cabrea no ser capaz de creerla. Pensé que tal vez yo también necesite antidepresivos, pero la idea me asustó y la aparté de mi mente.
Ahora, sentado en una fría iglesia en el extremo de Wimbledon Village, desearía poder refugiarme en la fe. Un lugar donde encontrar lógica o consuelo; un lugar en el que poder ofrecer una plegaria o un mensaje por mi hijo muerto. Pero desearlo no lo hace realidad. Esta idea me recuerda a la creencia de Ivy en el Hada de los Deseos, esas cosas que parecían tan bonitas y maravillosas hace dos semanas, y que ahora se revelan vacías y fatuas.
—Hoy —dice el pastor—, celebramos el día en que Jesús regresó de entre los muertos.
Miro de reojo a Ivy, pero ella tiene los ojos cerrados y la cabeza agachada.
Y, a pesar de no tener fe, yo también cierro los ojos y pienso que me gustaría que Daniel estuviera aquí sentado sobre mi regazo, haciendo gorgoritos, llorando y respirando, y deseo que Ivy vuelva a ser como era cuando nos enamoramos.