13

 

 

 

Hace diecisiete años y medio, mi madre se mató en un accidente de coche cuando venía a recogernos a El y a mí del cine. Un camión de supermercado golpeó de refilón su Datsun amarillo y lo mandó despedido hacia la trayectoria de una motocicleta. Un millón de acontecimientos y circunstancias se originaron, siguieron, coincidieron y se alinearon para unir a todos los elementos: el camión, la moto y mi madre. No fue mi culpa por haber ido al cine, ni me culpabilizo por la muerte de mi madre, pero si no hubiera estado allí es muy posible que ella siguiera viva.

Hay muchas cosas que Ivy y yo todavía no sabemos del otro, cosas que no sueltas sin más en una conversación, sino que vas descubriendo pieza por pieza conforme la relación se desarrolla y avanza. Nuestra relación propiamente dicha apenas tiene cuatro meses de vida, así que todavía hay muchas piezas por descubrir. Ivy sabe que mi madre murió en un accidente de coche, pero no sabe que mamá venía a buscarme de ver una película, y tampoco sabe que no he vuelto al cine desde entonces.

Sin embargo, mientras la espero a la salida del metro, tengo la horrible sensación —y quiero recalcar lo de horrible— de que allí es donde va a tener lugar la cita sorpresa. El Wimbledon Odeon se ve desde donde estoy, y la idea de entrar me está empezando a afectar físicamente. Siento el corazón latiéndome a golpes, mi estómago está hecho un nudo y, a pesar del frío que hace, tengo la cabeza y la espalda empapadas en sudor. Pero estoy bien, creo. No puedo pasarme el resto de mi vida negándome a llevar a mis hijos al cine, y si no es hoy, en algún momento tendré que apretarme los machos, enfrentarme al toro y coger las palomitas. De hecho, hasta cierto punto, creo que sería una decepción si al final no vamos al cine esta noche. Al fin y al cabo, nadie va a venir a buscarme después de la peli.

Con la espalda hacia el cine veo cómo la multitud sale a través de los tornos del metro. Ya es de noche y debe de haber cientos de personas empujándose y dándose codazos entre las puertas.

—¿Esperas a alguien en especial? —susurra una voz a mi espalda, y siento su cálido aliento sobre mi oreja.

Ivy lleva el pelo recogido en un gorro blanco de lana que podría quedarle estúpido a cualquiera que no fuera ella.

—¿Emocionado? —me pregunta.

—Depende de dónde vayamos.

—Bueno, dado que es la primera vez que nos vemos oficialmente, he pensado que podríamos tener una cita tradicional.

—¿Tiene que ver con palomitas?

—Puedes apostar tu dulce culito a que tiene que ver con palomitas.

—En tal caso, estoy emocionado.

Y vamos al cine cogidos del brazo.

Aparentemente, la película está nominada a los Óscar. Ivy me lo cuenta mientras subimos Wimbledon Hill de vuelta a casa, ahora ya no agarrados del brazo, sino cogidos de la mano. Cuando me pregunta qué me ha parecido la película, le digo que puedo entender por qué está nominada, pero hasta cierto punto es una mentira piadosa, una «milonga», como diría Esther. No es que no me haya gustado; los ratos en que he prestado atención me ha parecido que vale el precio de la entrada. Pero, por desgracia, mi mente ha estado en otro lugar durante la mayor parte del tiempo.

Pensaba en mamá y en el día en que murió. Recordaba lo confuso que estaba cuando el padre de El vino a recogernos al cine, cómo me dijo que había tenido un accidente y el coche de policía que vi cuando me dejó en casa. Pensaba en lo preciosa y frágil que es la vida, y lo fácil que es olvidarlo. El martes, Suzi me mandó un correo electrónico con el guion de quince páginas para su corto. Una vez terminado, se lo va a enviar a representantes y productores para despertar interés por su guion para un largo. Y mientras Ivy y yo estábamos sentados en el Wimbledon Odeon, yo fantaseaba sobre lo que sería dirigir una película en lugar de un anuncio de papel higiénico. Pero ya no se trata solo de mí, ¿no? Ahora me debo a mis hijos y a su madre. A meter dinero en el banco y llevar comida a la mesa. Entonces mis pensamientos daban otra vuelta más: recordando, fantaseando, temiendo, imaginando.

Mientras subimos la colina hacia el Village, Ivy pregunta:

—¿Qué crees que quería decir ese tío, el cura, cuando decía: «Nunca es mucho más tiempo que siempre»?

—¿Había un cura? —pregunto yo.

Ivy se detiene.

—Has visto la misma película que yo, ¿no?

—Más o menos —contesto, y entonces le hablo del día en que murió mi madre.

 

 

Es viernes por la tarde y quedan menos de tres semanas para Navidad, así que el pub está lleno como el saco de Papá Noel. Aun así, Joe y yo tenemos una mesa para nosotros, escondida en un rincón. Por segunda vez en una semana he conseguido rodearme de un campo de fuerza de inaccesibilidad. El martes pasado era un atuendo de paciente de psiquiátrico, hoy son cuatro kilos de Limburger. Este mediodía hemos tenido la reunión de preproducción para el anuncio de queso, y el cliente nos ha obsequiado a todos los presentes con un inmenso taco del producto. Mientras repartía el queso, el director de marketing nos ha informado con orgullo de que este queso ha sido votado como el «séptimo más oloroso del mundo». Y la idea de que hay seis quesos que huelen peor que este bastaría para provocarle pesadillas sumamente extrañas a cualquiera. Tardamos dos horas en cerrar los detalles del rodaje; dos horas en un cuarto pequeño con ocho trozos del tamaño de una cabeza del séptimo queso más hediondo del mundo, y con los radiadores al máximo. Aunque el guion apestaba poco menos que su objeto, yo he sonreído, he prestado atención, me he reído y le he comunicado a todo el mundo el inmenso privilegio que es trabajar con ellos. Y no solamente porque sea un profesional consumado, sino porque a Joe le encanta esa mierda y yo necesito a Joe.

Aparentemente, mi servilismo ha dado sus frutos, porque aparte de hedor a queso, Joe rezuma buen humor. Vuelve a nuestra mesa con dos pintas y luciendo un gorro de elfo garbosamente ladeado.

—Buen elfo —dice, alzando su vaso.

—Muy gracioso —contesto yo, y, aunque en realidad no lo es, no puedo evitar reírme.

—Bueno, pues en vista de este espíritu festivo, tengo un regalo para ti… —Joe mete la mano en su bolsa, saca un sobre A4 marrón, y lo desliza sobre la mesa.

—No tenías que haberte molestado —digo yo cogiendo el sobre y metiéndolo en mi bolsa.

—Vale —dice Joe—. Me lo trago. Es para…

—¿Cuánto?

—Vale, a la mierda —dice Joe, y su espíritu festivo se esfuma—. Se lo daré a otro. Alguien con un ápice de gratitud.

—¿Por qué te pones tan arrogante? Te da igual lo que opine del guion, solo te importa si digo sí o no.

Joe respira hondo, suspira.

—Mira, entiendo que tu agenda haya cambiado radicalmente de repente, y me alegro de que estés en modo supereficiente con todo. Pero a mí me gusta lo que hago; lo disfruto. Y cuando te pones en plan altanero conmigo —yo arqueo las cejas—, sí —dice Joe—, sé lo que significa esa palabra, significa actuar como un capullo arrogante. Y cuando actúas como un capullo arrogante, se me acaba la paciencia, no sé si me entiendes…

Conozco a Joe desde hace años, y le conozco lo bastante como para no tomarme esta diatriba demasiado a pecho. Especialmente cuando ya va por la tercera pinta. Aun así, nunca es agradable que te llamen capullo arrogante.

—¡Vale, tranquilo! Estaba bromeando. Era una puta broma, ¿vale?

—Sí, vale, pues no tiene gracia.

—¿En serio, a diferencia de buen elfo?

Joe está a punto de decir algo pero al final decide darle un buen trago a su pinta.

Levanto las manos en señal de rendición.

—Lo siento. ¿Para qué es? El guion.

—Tampax.

Cierro los ojos y cuento hasta tres en mi cabeza. Cuando vuelvo a abrirlos, Joe me está observando con los brazos cruzados e impasible.

—¿Cuánto? —pregunto.

—Seis.

No digo nada.

—Seis está de puta madre —dice Joe—. Por un rodaje de un día.

—Con una condición.

—¿Qué? ¿Más jueguecitos?

Saco un sobre de mi bolsa. Dentro está el guion de Suzi, que ahora tiene título: Reinterpretando a Jackson Pollock, o simplemente Pollock, tal y como nos referimos a él después de varios emails, llamadas y revisiones del guion. Le paso el sobre a Joe.

—¿Qué es esto?

—Ábrelo.

Lo abre. Lee el título en la portada, asiente para sí y pasa a la primera página. Para cuando termina de leer —en silencio y sin levantar la mirada ni una sola vez— yo ya me he terminado la pinta mientras él ni siquiera ha tocado la suya.

—¿Y? —dice, por fin.

Entonces le explico; le hablo de Suzi, de su guion, y de sus diez mil libras. Joe vuelve a meter el guion en el sobre y le da un trago medido a su cerveza.

Miro el sobre, y luego a Joe.

—¿Y bien?

—Está bien. El título es un poco cagada.

—¿Eso es todo?

—¿Qué me estás preguntando, William? ¿Si me gusta? ¿Si invertiré en él? ¿Si me alegro de que trabajes para otra puta productora? ¿Qué?

—¿Te gustaría producirlo?

A Joe le gusta fingir que está por encima de los sentimientos, pero en el fondo es un capullo blandito, y sin quererlo la sonrisa empieza a dibujarse en su rostro.

—¿Yo? —dice, apuntando un dedo hacia su pecho.

—Tú —contesto.

Joe apura su pinta de un trago largo, eructa y recompone su fachada hastiada.

—Vale —dice—. Por qué no.

 

 

Cuando salgo del Goose, el viernes por la tarde se ha convertido en viernes noche. No voy dando tumbos por la borrachera, pero me costaría hacer equilibrismo. Hoy Ivy ha estado trabajando en un anuncio de perfume, así que podría volver en cualquier momento entre desde hace una hora hasta dentro de tres. La llamo pero salta directamente el buzón de voz. Aún no son las siete cuando mi tren llega a Wimbledon, pero el sol ya se puso hace un rato y parece que fuera más tarde. Mientras subo Wimbledon Hill siento que me pesan las piernas y me estalla la vejiga, y el paseo se me hace largo. Al llegar a lo alto de la colina, veo que el carnicero extorsionador está empezando a cerrar la tienda. Aunque estoy bastante más sobrio, tengo suficiente alcohol en el organismo como para entrar por voluntad propia y dejar que me clave más de cuarenta libras por un solomillo de ternera, unas lonchas de panceta y una ristra de salchichas.

Ivy aún no ha vuelto, así que pongo la radio alta, abro el vino y empiezo a cocinar. El piso empieza a parecer un hogar, y mientras la cena se va haciendo, ahueco los cojines, doy de comer al pez y le echo un vistazo a las estanterías de libros, hojeando varias de las novelas inacabadas de Ivy y leyendo los párrafos donde dejó de leer.

Pongo la mesa para dos, improviso un candelabro con una huevera y preparo una lista de reproducción en el iPod. Ivy lleva cuatro meses siendo una parte importante de mi vida y nuestros bebés están a medio camino de convertirse en diminutas personitas hechas un ovillo entre nosotros sobre la cama. Sin embargo, ninguno de los dos ha dicho todavía esas dos palabras clave. O al menos no sin tener la boca llena de cachemir.

Cuando vivía con Kate nos decíamos «te quiero» todas las noches antes de apagar la luz. Salvo cuando no lo hacíamos. Las noches —y hubo unas cuantas— en las que nos llevamos la discusión a la cama, esas dos palabras no se pronunciaban. Lo cual era lo mismo que decirle al otro: «No te quiero; esta noche, no». Así que me gusta que Ivy y yo no las soltemos como de memoria ni acabemos convirtiéndolas en una frase hecha las noches en que las decimos y un arma las noches en que no. Pero la quiero, y se lo voy a decir esta noche.

 

 

Estoy medio dormido en el sofá cuando oigo a Ivy aporreando la puerta, y tardo un momento en saber dónde estoy. Según el reloj sobre la repisa de la chimenea son casi las nueve. Llaman otra vez, y el suplemento de hierro en la dieta de Ivy debe de estar dando sus frutos porque parece como si fuera a derribar la puerta de un golpe. Grito que ya voy, enciendo la vela, me arreglo el pelo y, como soy un tipo loco, extravagante y divertido, me desabrocho la camisa hasta el ombligo, cojo una flor del jarrón y me la pongo entre los dientes.

—¡Ya va! —exclamo. Aunque, con la flor entre los dientes, suena más bien como un mugido.

No me pregunto por qué Ivy está llamando a la puerta y no utiliza su llave. Lo hace a menudo cuando vuelve de un rodaje: su furgoneta está llena de maquillaje e instrumentos caros, y cada vez le cuesta más subir las cajas a casa.

Así que es todo un shock cuando en lugar de Ivy encuentro a su hermano Frank en el rellano.

—No tenías por qué molestarte —dice él.

—Frank —contesto a pesar de la gerbera.

—Pero ya que lo has hecho… —Y Frank me abraza con tanta fuerza que siento palpitaciones en la cabeza—. Caramba —dice soltándome—, ¿a qué huele?

—Limburger —digo yo, volviendo a abotonarme la camisa.

—¡Je-sús! ¿A hamburguesa de qué, y cuánto tiempo lleva el bicho muerto?

—Es un queso.

—¡Ya! ¿Me vas a invitar a entrar o qué?

Una vez que Frank y su maleta entran en casa, le pregunto qué le trae por Londres, y contesta en términos muy vagos algo sobre los amigos, el trabajo, su hermana y la espontaneidad.

—Pero ¿cuándo lo… hablasteis?

Frank se encoge de hombros y suelta el aire por los labios haciendo una especie de pedorreta.

—Eh, no sé, ¿hace un par de horas? A la hora de comer, quizás. —Ve la mesa para dos, la vela encendida sobre la huevera, y hace una mueca de disculpa—. Ups.

—No te preocupes —le digo—, he hecho mucha comida.

—¿Qué tenemos?

—Ternera a la bourgignon.

—¡Qué sofisticado!

—¿Quieres beber algo?

—Hagamos una cosa, tú date una ducha y yo abro esto —dice mientras saca una botella de Merlot de la bolsa—. ¡Tinto! Será que tengo telepatía.

Estoy tan perplejo que hago exactamente lo que me dice. Al volver al salón —limpio, seco y oliendo a ropa que no apesta a queso— Ivy ya ha vuelto y todas las ventanas están abiertas dejando que entre el frío aire de invierno.

—Hola, cariño —dice desde el sofá—. ¡Adivina quién viene a cenar! —Y aunque me siento una pizca forzado, me río.

Beso a Ivy en la frente.

—¿Tienes calor?

—No, ¿por qué?

—Las ventanas.

—Las he abierto yo —dice Frank haciendo un gesto con la mano delante de la nariz—. Para librarnos de ese tufo a fromage.

¿Fromage? —pregunta Ivy.

Le explico lo del queso; y una vez queda claro que Ivy no puede comerlo y Frank tampoco lo haría aunque su vida dependiera de ello, vuelvo a envolver el trozo apestoso y sudoroso de Limburger con tres bolsas y lo tiro en el contenedor que hay fuera de casa. Al menos, mantendrá alejados a los zorros.

Mientras Frank y Ivy se ponen al día y se cuentan viejas bromas entre ellos, yo quito la mesa y rescato la ternera a la bourgignon con un buen chorro del vino de Frank. Comemos con los platos sobre el regazo delante de la tele, los tres apiñados en el sofá. Frank, que está en un extremo, tiene los hombros de un superhéroe malo, así que yo quedo embutido en dos tercios de un cojín en el otro extremo, con el brazo duro del sofá clavándoseme en las costillas. El hermano pequeño de Ivy tiene querencia a la bebida y me está arrastrando consigo. Cada cinco minutos aproximadamente me dice: «¡William, copa!», y estira el brazo por encima de Ivy para asegurarse de que mi copa está casi a rebosar.

—Bueno —digo, lo más despreocupado que puedo—, ¿te quedas a pasar la noche?

—Si no te importa, William.

—Fisher.

—Eso, Fisher.

—¿Tienes planes para el resto del fin de semana? —pregunto, intentando no parecer demasiado ansioso por deshacerme de él.

No es que no me caiga bien Frank; es el típico «tío encantador»: grande, abrazable, bobo y divertido en ese rollo ruidoso de tarugo. No es difícil imaginarnos como amigos (o, si me precipito un poco, como esa clase de cuñados que pueden pasar una tarde en el pub sin la compañía de sus esposas, esto es, si Frank sigue casado). Sin embargo, lo de imaginarnos a los tres pasando un tranquilo fin de semana hombro con hombro en este sofá me resulta un pelín más difícil de asumir. Yo tenía planes para esta noche, y no incluían a un dentista de ciento quince kilos.

—Hemos pensado que podíamos estar por aquí tranquilamente —dice Ivy, lo cual no me aclara nada.

—Muy bien —digo yo, y cuando voy a pasar mi brazo por los hombros de Ivy, noto que el de Frank ya está allí.

—¡William, copa!

Y antes de que pueda rechistar, me pone la boca de la segunda botella delante de la cara. Frank empieza a servirme, pero la botella ya está casi vacía y solo consigue llenármela hasta un centímetro del borde.

—¡Ups! Voy a abrir otra, ¿vale? —Se levanta del sofá, y Ivy y yo nos expandimos a lo ancho aprovechando el espacio que ha quedado disponible de repente.

Mientras Frank selecciona otra botella de mi vino, me vuelvo a Ivy y le lanzo sutilmente un mensaje gestual: levanto los hombros, giro las muñecas hacia fuera, inclino la cabeza hacia la derecha y abro los ojos de par en par, cada movimiento medido al milímetro. ¿Qué está pasando? Ivy frunce el ceño: ¿Qué quieres decir? Yo arqueo las cejas, apunto la barbilla por encima de mi hombro hacia el lugar donde Frank está buscando un sacacorchos: ¡Tu hermano! Ivy se muerde el labio inferior, y sacude ligerísimamente la cabeza: Ahora no. Yo frunzo un extremo de la boca hacia abajo y suspiro: Vale.

—No interrumpo nada, ¿verdad? —dice Frank, volviendo a incrustarse en el sofá.

Cuando voy contestar siento que se me escapa el aire de los pulmones al verme comprimido otra vez en una esquina del sofá.

—Copa —dice Frank, y estira el brazo por delante de Ivy, echando Pinot Noir sobre el Merlot y colmando mi vaso.

 

 

Cuando era pequeño y vivía con mis padres, no se veía tanto sexo en la tele, pero, cuando lo había, papá saltaba como si el asiento estuviera electrificado y cambiaba de canal. Más tarde, cuando ya era adolescente, simplemente se iba de la habitación, chasqueando la lengua y murmurando, y no volvía hasta que acababa lo sucio. Por raro que fuera aquello, nada comparado con ver un revolcón de película en compañía de mi novia embarazada y su inmenso hermano. La estrategia de Frank ante las escenas embarazosas de sexo es hacer un comentario ininterrumpido en una variedad de voces cómicas y acentos regionales.

¡Hola! ¡Alguien que está juguetón! ¿Llevas una banana en el bolsillo o es que te alegras de verme? Ja, ja, ja. Deja que te ayude con ellas, amorcito… Oh, de encaje rosa, jugoso… ¡Tachán! ¡Boing! ¿Trasladamos la sesión a la mesa de la cocina? No te preocupes por los platos, mañana nos pasamos por Ikea. Y nos compramos un perrito caliente, ja, ja, ja. ¡Mira la cara de él! Parece que está haciendo un crucigrama chungo. Una horizontal, cinco letras, empieza por P, acaba por O… ¡P-O-L-V-O! Gracias, cariño, ¿te ha gustado? ¡Ja, ja, ja, ja!

Durante la tortura de este monólogo, yo espero, ruego, que Ivy le diga que se calle de una maldita vez, pero no dice una palabra. Y ahora, al mirarla con el rabillo del ojo, veo por qué. Ivy sigue sentada, embutida entre nosotros como una flor marchita, pero tiene la barbilla caída sobre el pecho. Le levanto la cabeza lo más suavemente que puedo y veo que tiene los ojos completamente cerrados. Se le escapa un delicado ronquido.

Frank tiene el mando y le pido que baje el volumen, mostrándole que su hermana duerme.

—Ay, Dios mío —dice, acariciando su mejilla con el dorso de su dedo índice—. Bueno —añade, apuntando el mando hacia la tele—. ¿Quitamos esta mierda?

Supongo que se refiere a la tele, y que está listo para dar la velada por concluida. Pero en su lugar empieza a hacer zapping y pasa por tropecientos canales hasta dar con una película de Chuck Norris en algún desconocido canal del satélite.

—¿Un poquito de Chuck? —pregunta.

Vivo con mi novia embarazada, así que beber demasiado y ver viejas pelis de acción en la tele es poco habitual (tan poco habitual como que se celebre un concurso de muñecos de nieve en el infierno), con lo cual ¿por qué no? Dejo que Frank me rellene la copa, cojo la mano de Ivy que sigue dormida y me vuelvo a recostar sobre mi diminuta esquina del sofá. No es lo que había planeado (¿acaso algo lo es?), pero, para ser una fría noche de viernes, la cosa podría ir mucho peor. Aun así, esta mañana me he levantado a las seis y media, y después de la reunión del mediodía, la cerveza con Joe y el vino con Frank, el día ha acabado conmigo y, cuando Chuck Norris solo lleva cincuenta malos eliminados a base de patadas, puñetazos, puñaladas y estrangulamientos, mis ojos empiezan a cerrarse. Le digo a Frank que me voy a retirar, y al tercer intento logro despertar a Ivy. Frank se ofrece a fregar los platos; Ivy los seca y yo —que estoy decidido a que no me eclipsen— insisto en guardar las cosas en su sitio. No hay espacio para tres personas detrás del mostrador de la cocina (especialmente cuando una tiene el tamaño de Frank), por lo que es un milagro que no se rompa nada durante el extraño proceso.

Una vez limpios, secos y guardados los platos, nos damos las buenas noches. Frank me da un puñetazo de colega en el hombro y luego un abrazo de oso protector a Ivy. La besa en una sien y le dice que la quiere. Ivy le dice que ella también le quiere antes de ponerse de puntillas y darle un último beso de buenas noches. Y todo será muy bonito para ellos dos, pero la verdad es que desinfla un poco las velas de mi barco del amor. Porque si le digo a Ivy que la quiero ahora, va a parecer como si estuviera intentando que no me dejen fuera.

 

 

La noche de los viernes se ha convertido en la noche del libro de bebés. El libro tiene el conciso título de La cuenta atrás para tu bebé: Guía semanal de los cambios en tu cuerpo y el desarrollo de tu pequeñín. Cada semana leemos un nuevo capítulo; esta semana es el capítulo 19 y le toca leer a Ivy. Me dice que los nervios están formándose, conectando el cerebro de nuestros hijos con sus músculos y sus órganos. Ya tienen tantos nervios como un adulto, y ahora que están conectados pueden saltar en respuesta a cualquier shock.

—¿Como que su tío se presente inesperadamente?

—Calla y escucha —dice Ivy.

—Tenía una flor entre los dientes —me quejo—.Y una vela. No entre los dientes, en la mesa.

Ivy se lleva un dedo a los labios para callarme.

—Ya me lo ha dicho Frank.

Sigue leyendo. La placenta está totalmente formada aunque sigue creciendo. Los primeros brotes dentales se están formando en sus encías. Ya tienen lengua. Están cubiertos de pelusa y una sustancia cerosa que mantiene su piel elástica. Nuestros bebés estarán con nosotros en solo dieciocho semanas, y aunque están surtidos en lo que a pelusa, cera y brotes dentales se refiere, aún no tienen nombre.

—¿Qué tal Angus?

—Un poco escocés —dice Ivy.

—Entonces, Hamish.

Ivy se ríe.

—A mí me gusta Agatha.

—¿Y si es niño?

—¿Qué te parece Dashiell?

—¿Eso es un nombre?

—Escribió El halcón maltés.

—Aggy y Dash —digo—. La verdad es que me gusta.

Ivy hace una mueca de dolor.

—Yo lo odio.

—¿Cómo se llamaba el hijo de Frank?

—Freddy —contesta con un suspiro. Y se le esfuma toda la emoción.

—¿Qué pasa entre él y…?

—Lois. Frank se ha ido de casa.

—¿Qué ha pasado?

—Nada…, cosas.

—¿Le ha puesto los cuernos?

—No.

—¿Ella a él?

—Shhh, ¿vale? Está en la otra habitación.

—Solo pregunto quién ha hecho la jugarreta a quién… —digo en un susurro.

—Pero no tienes por qué parecer tan emocionado. Es muy triste. Deberías haberles visto cuando se conocieron… Eran…, estaban hechos el uno para el otro. Todo el mundo lo decía. —Ivy exhala lentamente, negando con la cabeza—. Es trágico…, sencillamente trágico.

—Perdona, no quería… Ya sabes.

Ivy me sonríe.

—Supongo que a veces la vida es así. Las cosas cambian, la gente cambia. —Y lo dice con tal sinceridad y reflexión que me entra un hormigueo paranoico, como si, en cierto nivel, ese sentimiento también se aplicara a nosotros. Tendré que recordar (parafraseando a Esther) lo de tirarme menos pedos y comprar flores más a menudo.

—¿Cuánto tiempo va a estar aquí? —pregunto.

—No mucho.

—¿Y cuánto es eso?

Ivy se encoge de hombros.

—Es mi hermano.

—Es un buen tío, no me malinterpretes, pero ese sofá no es lo bastante grande para los tres. —Pretendía que el comentario sonara gracioso, pero estoy un poco pedo y acaba saliendo con demasiado mordiente—. Vamos a necesitar un barco más grande —digo, intentando relajar los ánimos.

—Siempre puedes sentarte en el sillón —dice Ivy.

En el mío, no.

Es verdad, Ivy tiene un sillón. Lo compró en una tienda de segunda mano y luego lo lijó, lo pegó, lo rellenó y lo volvió a tapizar personalmente en terciopelo con estampado de rosas. Nada de todo eso lo ha hecho más cómodo, es como intentar relajarse sobre un esqueleto cubierto con una manta de flores. Por el contrario, mi sillón es un asiento reclinable color chocolate, con un bolsillo para revistas, y suficiente relleno como para parar un tren de mercancías. Podrías soltar un bebé desde un tercero sobre el sillón, y el chiquitín rebotaría y luego se quedaría dormido. Evidentemente, ya lo hemos discutido, pero según Ivy mi sillón no va bien con su alfombra, sus cortinas y su sofá. «El cuero va con todo», dije yo. Y, seguramente pensando que tenía gracia, dijo: «Entonces irá perfectamente en el cuarto de invitados, ¿verdad?». Yo lo dejé pasar, porque eso es lo que se hace, ¿no? Te comprometes, te doblegas, te amoldas, dejas que las cosas pasen. Es lo que debería hacer ahora, pero (por culpa de Frank) he bebido demasiado vino para eso.

—En el mío, no —digo en alto.

Ivy me mira —otra vez esto— como si acabara de decepcionarla.

La habitación de invitados está al lado de la nuestra, y a través de las finas paredes podemos oír cómo Frank se mueve tropezando y haciendo ruido. A juzgar por la repentina cacofonía de disparos, explosiones y gritos, acaba de encender mi televisión de alta definición de cuarenta y dos pulgadas. Ahora me toca a mí poner cara de desesperación.

Ivy se levanta de la cama, da un puñetazo sobre la pared y grita:

—¡Volumen!

El sonido baja a la mitad, ahora solo está alto. Ivy vuelve a golpear la pared.

—¡Más!

—¡Perdona! —grita Frank.

El volumen vuelve a bajar hasta convertirse en un irritante murmullo a través de la pared.

—No me has contestado —digo—. ¿Cuánto tiempo es no mucho?

Ivy vuelve a meterse en la cama.

—No lo sé. Una semana, tal vez un par.

—En tres puñeteras semanas es Navidad.

—Vale, para Navidad se habrá ido.

—Vale —digo yo.

Ivy apaga su lámpara. Y ninguno de los dos decimos «te quiero».

 

 

Después de terminar la película de Chuck Norris, oí cómo Frank se levantaba de la cama y empezaba a rebuscar en el cuarto. Parecía como si estuviera montando un mueble, pero cuando oí más disparos y el zumbido familiar de un motor, me di cuenta de que había encontrado y enchufado mi Xbox y que estaba jugando a Grand Theft Auto. Por supuesto, Ivy dormía profundamente y roncaba como si estuviera cortando leña. Tras Grand Theft Auto, Frank se puso un shoot’em up que no fui capaz de reconocer, y luego estoy casi seguro de que era Resident Evil. No sé a qué hora me quedé dormido pero no sería antes de las dos, y cuando por fin lo hice mi mente estaba atrapada en un bucle chirriante y angustioso: Ivy e invitados sorpresa, primero los bebés (está bien) y ahora Frank. Y un sueño lleno de pesadillas superficiales y estresantes (puertas cerradas, perder las llaves, una silla rechinando). Cuando despierto poco antes de las siete, casi es un alivio. Aún es de noche al otro lado de las cortinas, pero el reloj sobre la mesilla de Ivy ilumina lo suficiente como para verle la cara. Parece como si estuviera sonriendo en su sueño, pero puede que solo sea que tiene la cara aplastada contra la almohada. La beso en la mejilla, me levanto de la cama, me pongo unos pantalones de deporte y una camiseta, y salgo de puntillas del dormitorio.

Estoy sentado en el sofá bebiendo un café y leyendo el capítulo donde Ivy dejó Trampa 22, cuando Frank entra a trompicones en la habitación en bóxers. Y es todo un espécimen: una osamenta pesada y una musculatura gruesa, cubiertas con una capa de grasa dura y frondoso vello. Cuando fuimos a ver a los Lee en Bristol, Ivy le llamó simio, y la realidad medio desnuda no es sino un eslabón más en la evolución: al verle delante de mí, bostezando y rascándose la axila, Frank parecería recién salido de una cueva en lugar de un dormitorio.

—Buenas, colega —dice en voz alta, y yo me llevo un dedo a los labios y señalo el pasillo, hacia donde Ivy sigue durmiendo, o eso espero.

Frank se encoge de hombros con una mueca de seré idiota, y se va a servir un café de la cafetera italiana. Se acerca lentamente hasta el sofá y se deja caer a mi lado, cruzando las piernas a lo indio, con una de sus peludas rodillas presionada firmemente contra mi muslo y la ranura de los bóxers totalmente abierta de forma que puedo ver más de lo que quisiera.

—Buenos días —dice otra vez con un gemido dramático—. ¿Has dormido bien?

—No del todo —contesto.

Frank asiente como si mi respuesta en realidad no le interesara.

—¿Qué lees? —pregunta, y se inclina para coger la novela del brazo del sofá. Cierro los ojos cuando su torso llena mi campo de visión y un pelo de no sé dónde me hace cosquillas en la mejilla.

Al volver a abrir los ojos, Frank está examinando la portada de Trampa 22.

—Un clásico —dice, riendo—. Mayor mayor mayor mayor. —Pero no pillo la broma.

Frank da un trago a su café, se rasca la tripa y se estira sin reparos.

—¿No tienes frío? —le pregunto. Ojalá diga que sí.

—Nunca —dice frotándose el pecho peludo con una mano.

Mi mente se precipita hacia las cuatro salchichas caras que compré anoche para desayunar esta mañana.

—Hay cereales en el armario —le digo—. Sírvete tú mismo.

—Puede que lo haga —dice, saltando del sofá y cayendo con un golpe seco sobre el parqué.

—En el armario encima del fregadero. Los cuencos están a la izquierda, las cucharas en el cajón a tu derecha.

Frank elige una caja de Bran Flakes y vuelca una inmensa montaña en un cuenco. Se tira un pedo, pero no dice nada al respecto.

—¿Quieres un poco? —dice, agitando el cuenco con cereales.

—No tengo hambre —contesto, lo cual es en parte cierto. Estoy esperando a que se levante Ivy para preparar sándwiches de salchichas ultracaras.

Frank abre la nevera.

—Leche, leche, leche —dice—. ¿Tenéis entera?

—Me temo que solo desnatada.

Frank suspira.

—No pasa na… ¡Espera, salchichas! Esto es otra cosa… ¿Te importa? —dice, dejando caer las salchichas de golpe sobre el mostrador de la cocina.

—Pues la ver…

Ivy entra en la habitación bostezando y frotándose los ojos.

—Buenos días, chicos.

—Buenos días, hermanita. ¿Te apetece un par de salchichas?

—Fabuloso —dice Ivy—. La sartén está en el armario al lado del lavaplatos.

—¿Lavaplatos? Hubiera estado bien saberlo anoche, ¿no crees?

—Últimamente es más bien un rompeplatos. Dejamos de utilizarlo cuando se cargó mi taza preferida.

—Hay café hecho —digo.

—No, ya no —dice Frank—. ¿Quieres que haga más?

—Eres maravilloso —le dice Ivy a su hermano.

Estoy a punto de decir algo para dejar las cosas claras, pero las palabras me saben insignificantes en la boca y acabo convirtiéndolas en un prolongado y sonoro bostezo. Ivy se sienta conmigo en el sofá. Me besa en la mejilla y me guiña un ojo —un pequeño gesto entre nosotros dos, que me dice que lo siente y que me perdona y que somos bobos los dos y que sigo siendo su número uno—. ¿No comes?

Niego con la cabeza.

—Voy a salir a correr.

—Si esperas media hora, voy contigo —dice Frank.

Está cocinando las salchichas y su olor en la sartén es enloquecedor. Me vuelvo a Ivy con una mirada conspiradora y suplicante, y ella responde con una sonrisa de complicidad y asiente mirando hacia la puerta.

—Lo haría —respondo—. Pero si no voy ahora no lo haré nunca.

—Otra vez será —dice Frank.

—Claro que sí —le aseguro, pero que no apueste demasiado por ello.

No sé cuánto tiempo corro pero he recorrido bastante Wimbledon Common, y cuando vuelvo al trote por nuestra calle voy exhausto y sin respiración. Seguro que he estado fuera lo suficiente como para que Frank haya terminado de desayunar —mi desayuno—, se haya duchado y haya cubierto ese barril peludo con algo de ropa. O eso creería uno. Cuando entro en casa oigo un ruido sordo y fuerte, y el sonido de la puerta del baño que —resulta— Frank cierra tras de sí. Es como si el bruto peludo me hubiera estado espiando a través de las persianas, esperando a que metiera la llave en la cerradura para echar a correr al cuarto de baño entre risillas. Ivy está tirada en el sofá, leyendo.

—Hola, cariño —dice, incorporándose hasta quedar sentada y dejando Trampa 22 sobre el brazo del sofá.

Mientras me apoyo en el marco de la puerta para hacer estiramientos, Ivy baja las piernas del sofá y se acerca a la cocina, coge un trapo y llena una jarra de cerveza de agua. Con diecinueve semanas a cuestas, está alarmantemente gorda y se mueve con la correspondiente pesadez.

—Toma —dice, y me da el agua.

Me bebo la mitad del agua de un solo trago y utilizo el trapo para limpiarme el sudor de la cara y el cuello.

—Siento lo de las salchichas —comenta Ivy, dejándose caer de nuevo en el sofá—. Y lo de la ternera a la bourgignon.

—No pasa nada —digo, y voy a sentarme en el sillón.

—¡Ajá! —, exclama, y señala el suelo delante del sofá.

—No sé por qué te preocupa un poco de sudor —digo—. En unos meses estará cubierto de pises y cacas. Todo lo estará.

—Maravilloso, ¿verdad? —dice Ivy, y se acerca para colocar sus manos sobre mis hombros y empezar a masajearme los músculos. Me relajo al contacto con sus manos, y ella me besa la nuca. A lo lejos puedo oír la voz de Frank cantando bajo la ducha. No puedo distinguir la canción, pero parece que al menos él es capaz de seguir una melodía.

—Alguien que yo me sé parece contento —observo.

—Ten paciencia con él —dice Ivy—. Lo ha pasado mal. Sé que puede ser un poco bruto, de hecho bastante bruto.

—¿Brutus máximus?

—Sí. Muy ingenioso. —Ivy clava sus dedos en mi cuello, deslizándolos de abajo arriba desde los hombros hasta la base del cráneo—. En fin —dice—, sé que se supone que uno no debe tener favoritos, hermanos o lo que sea, pero, bueno, Frank es el mío. Es el más cercano a mi edad, y siempre me defendió en el colegio.

Siento un hormigueo por el cuero cabelludo y las sienes bajo los dedos de Ivy, y suelto un suave gemido, que espero le exprese tanto que estoy escuchando como que agradezco inmensamente lo que me está haciendo en la cabeza.

—En secundaria fue peor —dice—. Ya sabes, las cicatrices. En primaria, no sé, tal vez los niños fueran más inocentes, o quizás simplemente les diera demasiado miedo meterse en un lío. Pero cuando pasé a secundaria… Scarface, Bicho Raro, Frankenstein…

La producción publicitaria en la que nos conocimos se llamaba «Monstruitos», cuatro anuncios con niños convertidos en distintos personajes de terror: vampiro, hombre lobo, zombi y, por supuesto, Frankenstein. No es la primera vez que me pregunto lo extraño que debió de ser aquello para Ivy.

—Había un cabrón —continúa—. Aaron Harding. Me llamaba Humpty, como el personaje en forma de huevo de Alicia en el País de las Maravillas que se cayó y nadie pudo recomponer. Y de todos esos motes, aquel fue el que más se me quedó. No paraba de tararear la canción en clase, y los otros chicos se reían. Y entonces yo me sonrojaba, y las cicatrices se marcaban como las vetas en el bacon… No, como…, perdona, se me dan fatal los símiles.

—Al menos sabes lo que es un símil. —Empiezo a levantarme, pero Ivy me empuja por los hombros hacia abajo y sigue manipulando los músculos de mi espalda—. Pues se tendrían que prohibir —digo.

—¿Qué, los símiles?

—No, Humpty Dumpty. So Tonti.

—Qué poético.

—Es tu influencia literaria —contesto yo.

—¿Qué? ¿Tonti?

—Sí, como tontismo, tontez, tontuna.

—Yo que tú me retiraría ahora que puedes. En fin, eso fue en tercero, y Frank, por cómo caen nuestros cumpleaños, estaba solo un curso por debajo del mío. Y siempre ha sido enorme, pesó cuatro kilos y medio al nacer, mi pobre madre. El caso es que cuando estaba en segundo Frank ya jugaba en el primer equipo de rugby de tercero. Como el horrible Harding.

—Genial —digo yo—. ¿Y le destrozó?

Ivy se ríe.

—¿Frank? Es un blandengue, no ha pegado a nadie en su vida. No, estaba por encima de eso. Hizo correr el rumor de que Harding tenía un micropene.

—¿Y era verdad?

—Según Frank, no. Pero tampoco era lo bastante grande como para que el rumor no cuajara. En vez de Aaron, Frank empezó a llamarle Acorn[4], luego empezaron todos los de su clase, y al final todo el colegio. Lo gracioso es que cuando terminé cuarto ya nadie me llamaba Humpty; de hecho, todo ese rollo de poner motes había desaparecido. Pero a Harding le llamaron Acorn hasta el día que se fue.

—Y todo gracias a Frank.

—Y todo gracias a Frank.

El hermano favorito de Ivy sigue en la ducha, haciendo gárgaras con el estribillo de Bohemian Rhapsody.

—¿Así que Frank es un blandengue?

—Como un gatito.

—Entonces crees que le ganaría en una pelea.

Ivy suelta una carcajada tan alta y brusca que su saliva, mocos o ambas cosas me llegan a la nuca.

—¡Ay, Dios, perdona! —dice—. Es que… ¿te acuerdas en Tom y Jerry, cuando el bulldog estampaba a Tom de un lado a otro como una muñeca de trapo?

—Eso fue antes de mi época —contesto—. ¿Era en color?

Ivy me da una toba en la oreja.

—Inténtalo otra vez y te suelto a mi bulldog.

 

 

En una variación de la noche anterior, Frank se queda dormido delante de la tele, mientras que Ivy está alegre como un niño de cinco años lleno de tarta de chocolate, hablándome de su día, preguntando cómo ha ido el mío, moviéndose sin parar en su asiento y soltando pensamientos y opiniones sobre todo, desde la película del sábado al color de mis calcetines. Tras despertar abruptamente del sueño (al notar el dedo húmedo de su hermana en la oreja) Frank se retira a la cama y Ivy anuncia que vamos a dar un paseo.

—Son casi las once —digo yo.

—¿Y?

—Y es invierno.

—¿Sí?

—Y estás de diecinueve semanas. De gemelos.

—Lo sé —dice Ivy—, ¡segundo trimestre, nene! Hale, coge tu abrigo.

Decir que se levanta de un salto del sofá sería una exageración, pero se pone de pie en menos de un minuto, lo cual es bastante meritorio dadas las circunstancias (cerca de nueve kilos más de peso).

Hace rato que pasó la hora de cerrar, y la explanada de hierba está en silencio mientras rodeamos el estanque de patos y nos dirigimos hacia el frondoso bosque dentro de Wimbledon Common.

—Siniestro —dice Ivy—. ¿Tienes miedo? Seguro que sí.

—Estoy helado, eso es lo que me pasa.

Ivy va agarrada de mi brazo y tira de mí para acercarme a su lado.

—Yo tengo calor de sobra —dice—. Arrímate.

—Espero que no pretendas hacer una costumbre de esto.

—Shhh, no lo fastidies. Voy a pasarme las próximas diecisiete semanas tirada en el sofá. Disfruta mientras puedas.

—No parece demasiado, ¿no crees? Diecisiete semanas.

—Qué va; cuatro antes de lo normal.

—Supongo que pasaremos bastante tiempo aquí con los gemelos. Picnics, bicis, cometas.

—Buscando tesoros.

—Barcos de papel.

—¿Ves esos árboles? —dice Ivy.

—No veo nada.

—En otoño están plagados de castañas. Cientos y miles de ellas.

—Pues entonces espero que sean niños.

Ivy me da un empujón con el hombro.

—Perdona, en casa yo era campeona de romper castañas. El truco está en meterlas en vinagre y hornearlas.

—Pero ¿eso no es trampa?

—Con esta actitud nunca… —Ivy se para—. Shh, mira…

—¿Qué? ¿Dónde? —Ivy me coge la barbilla y me gira la cabeza hacia un grupo de árboles dispersos. Algo se mueve y unos ojos brillan entre la maleza. El corazón se me acelera—. ¿Qué coño es eso?

—Un Womble.

—¿Se pueden comer los Wombles?

—Sí, pero son mejor para hacer pantuflas.

Me río por lo bajo.

—Espera, ¿qué ha sido de las zapatillas que te regalé?

—Me daban demasiado calor en los pies. Y el pelo del Tío Bulgaria me picaba en los tobillos.

Ivy suspira.

—Debería devolverlas.

—¡No! Me encantan. Solo que… no en los pies.

El Womble sale disparado de entre los arbustos como si fuera a atacarnos.

—¡Ay, Dios! —Y esto lo digo yo.

—Tranquilo, solo es un zorro.

El zorro estará a unos veinte metros, haciéndonos frente, desafiándonos. Soy dolorosamente consciente de mi propia respiración mientras los tres nos miramos en el silencio sordo.

—¿Corren muy rápido los zorros?

—No seas tan nenaza —dice Ivy—. Tiene más miedo él de ti que tú de él.

—Eso es discutible. Odio los zorros.

—¿Pero qué te han hecho a ti los zorros?

—Tampoco han hecho nada por mí.

—Para empezar, comen ratas. Si no hubiera zorros te tropezarías con ratas del tamaño de un bebé.

—Bonita imagen. ¿Podemos irnos a casa ya, por favor?

Ivy da una palmada.

—¡Hale! ¡Vete!

El zorro la mira con desdén por un segundo, da media vuelta y se aleja tranquilamente.

—¿Ves? —digo yo—. Un problema de actitud.

—El problema de los zorros está en las relaciones públicas —replica Ivy.

—¿Qué?

—Por ejemplo, ¿sabías que los zorros forman fuertes unidades familiares?

—No lo sabía, no.

—Pues así es —dice Ivy, y echa a andar otra vez—. Se reproducen como locos.

—Qué suerte.

—Y cuando llegan todos los cachorros, las tías y las zorras mayores arriman el hombro para criarlos. Ya podrían aprender algunas familias humanas.

—¿Desde cuándo eres una experta en zorros?

Ivy tararea todas las sílabas de No lo sé.

—Lo leería en alguna parte.

—Vale, lo retiro. Los zorros son la leche.

—En inglés es un nombre bonito, Fox.

—Para mí, no.

—O en femenino, Vixen.

—Solo si nos sale una niña con superpoderes.

—¿Cuál sería tu superpoder favorito? —dice Ivy, tirándome del brazo y arrastrándome hacia la parte más oscura de la arboleda—. Para mí sería controlar mentes. O viajar en el tiempo.

—¿Y visión nocturna?

Ivy improvisa un discurso largo y tangencial sobre las ventajas y peligros de viajar en el tiempo. Hace cuatro meses que nos embarcamos en un viaje improvisado desde Londres hacia el noroeste. En aquel momento Ivy ya estaría embarazada, pero éramos maravillosamente inconscientes del doble milagro que empezaba a desarrollarse bajo su ombligo. Parece que hiciera una vida de aquello, y hasta cierto punto así es. Dos vidas, de hecho. Cuando no estábamos en la cama, en el coche o en un pub, disfrutábamos del final del verano paseando por el campo, sin rumbo y charlando de todo y nada. No muy distinto a lo que hacemos ahora mismo. Pasarán unos dieciocho años hasta que podamos permitirnos una libertad tan extravagante otra vez, pero a cambio tendremos picnics y cometas y búsquedas del tesoro y Wombles y todas las guerras de castañas que pueda desear un crío. Visto así —en un frío lodazal escuchando cómo Ivy suelta un sinsentido acerca de causa y efecto cuántico— no pinta nada mal. Y mientras ella se explaya sobre los dilemas inherentes a entrometerse en la historia (asesinar a Hitler, salvar a Hendrix) hay una cosa de la que no me cabe duda. Si pudiera volver en el tiempo al día en que Ivy se quedó embarazada, no cambiaría nada.