27
Tres veces en dos meses.
Dos veces en un día.
Soy un dios del sexo, una leyenda del dormitorio, un maestro del colchón. Oh, sí, y no te quepa duda, soy una máquina constante de amar.
Este año es bisiesto, y hoy es el último día de febrero, el 29, si lo prefieres. Le toca a Ivy leer el libro de bebés, lo cual es bueno porque yo estoy demasiado zumbado y blandito en mi bajón poscoito. De hecho, por mi bajón post-día. A las treinta y una semanas de embarazo, nuestros bebés tienen la longitud de un tronco de apio. Y puede que no suene especialmente impactante, pero Ivy está de treinta y una semanas y parece que estuviera a punto de dar a luz; tengo que estirarme al máximo para abrazar su cintura y acercarla contra mí al tumbarnos de lado para hacer el amor. A las treinta y una semanas, los bebés pueden oírnos cantar, hablar, reír, pueden sentir mis manos sobre la tripa de su madre. Y aunque el libro no lo mencione expresamente, pueden oír a Ivy decir: «Así… Así, sí, sí, ay, Dios, sí», y demás. Pero para qué pensarlo demasiado.
Los pulmones de los bebés han segregado un surfactante que les permitirá respirar de forma autónoma cuando estén fuera del útero. Sus mejillas son rechonchas, y sus glúteos blandos y rollizos. El útero de Ivy experimenta involuntariamente contracciones de Braxton Hicks —contracciones de práctica para el parto real a menos de seis semanas de que ocurra—. Hay menos espacio que nunca en su matriz, pero aun así los bebés se mueven ostensiblemente unas diez veces al día.
Estoy tumbado al lado de Ivy, todavía con el hormigueo de relajación del sexo, entrando y saliendo de un estado de vigilia surreal, y con la mano sobre la tripa de Ivy, cuando de repente el pequeño Danny (siempre el más activo de los dos), o Danni si es una niña, da una patada. Moche sigue sin tener un nombre, pero Owen destaca en la lista de preferidos para niño y en lo más alto de la de nombres de niña está Juliet, que era el nombre de mi madre.
—¿Te ha gustado la luna de miel? —pregunta Ivy.
Hundo la cara en un lado del cuello de Ivy y suelto un mordisquito sobre su piel suave.
—¿Es que ha acabado ya? —pregunto.
Ivy me acaricia la coronilla desatando un escalofrío por todo mi cráneo, que me baja por el cogote y la columna vertebral.
Esta mañana, me trajo el desayuno a la cama (tostadas y café).
—¿Sabes qué día es hoy? —pregunta ella.
—¿Viernes?
—De número…
—No sé…, ¿día de pellizcos y puñetazos?[6]—digo, pellizcándole y dándole un golpecito en el bíceps.
—¡Au! No —exclama y me da un cachete en le mano—. Es 29 de febrero, bobo.
—Bisiesto —digo, incorporándome tan de repente que casi me tiro una taza entera de café encima.
—Sí. —Ivy pone su mano sobre la mía—. Y antes de que te emociones, no te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Me dejo caer sobre las almohadas.
—Ah.
—¿Sabes qué es lo mejor de casarse?
—¿Los regalos?
Ivy niega con la cabeza.
—La luna de miel.
—¿Dónde fuisteis vosotros?
—Botsuana, Tongabezi, Uganda, Mozambique, Madagascar.
—¿Cómo?
Ivy se encoge de hombros como justificándose.
—Era banquero.
—Ya veo.
—En fin —dice Ivy, y se recuesta sobre mí y me da un beso muy delicado, rozando mis labios con la lengua—, nos vamos al zoo.
—¿Al zoo? ¿Hoy?
Ivy asiente.
—¿Te acuerdas cuando nos vimos en aquella cafetería, el día que te dije que… —y se lleva la mano a la tripa—, que tú dijiste que teníamos que ir al zoo?
Sonrío recordando el momento, y cómo intentaba evitar torpemente lo que creía era un final inminente de la relación.
Ivy vuelve a besarme.
—Feliz luna de miel, cariño.
Cojo la bandeja del desayuno, la dejo con cuidado sobre el suelo y ayudo a Ivy a quitarse la camiseta.
Después de ver gorilas, tigres, jirafas, pingüinos, leones, cebras, caballitos de mar de hocico largo y tomar un helado a pesar del frío que hacía, Ivy me llevó a un restaurante con estrella Michelin. Y después de la vichyssoise de espárragos y el paté de hígado de pato, el halibut caramelizado, tomates heirloom con estofado de cordero, la cazuelita de chocolate Valrhona con naranja confitada y el sorbete de amapola, el Muscadet, el capuchino y las trufas hechas a mano, después de todo eso, Ivy me metió en un taxi, me trajo a casa y me hizo el amor por segunda vez en un solo día.
Y no hay una sola cosa, animal, ingrediente, matiz o palabra susurrada que pudiera haber hecho este día más perfecto. Mi cara sigue pegada a ese lugar donde su cuello se une con el resto de su cuerpo, y tengo la sensación de que encajo perfectamente. Subo con la lengua siguiendo una línea invisible que lleva hasta su mentón, le beso en la boca y le muerdo el labio inferior.
—¿En serio? —dice Ivy, con el labio aún entre mis dientes.
—Solo hay una luna de miel —contesto yo.
—Eso lo dirás por ti —dice ella, apartando mi mano de su muslo—. Aunque esta sin duda está entre mis dos preferidas.
El Club de Lectura del Primer Lunes está compuesto por siete personas, y la más joven después de Ivy probablemente sea Agnes, que calculo tendrá unos sesenta y algo. En el otro extremo del círculo está Cora, que rondará los ochenta y muchos, y parece inmersa siempre en tal estado de desconcierto que me sorprende que sea capaz de sostener el libro del derecho. Hoy se han reunido en nuestro salón, y mientras comen galletas charlan sobre un tipo del que no había oído hablar, Paul Auster. A juzgar por el jaleo que se oye al otro lado de la pared, se diría que es un puñado de tíos cabreados discutiendo de fútbol, y no un grupo de pensionistas hablando sobre literatura; y en estas circunstancias la tarea que me ocupa se hace especialmente difícil.
Estoy arrodillado en el centro de un bosque de cuento de hadas, contemplando un mapa impreciso y sintiéndome bastante perdido. Hemos vaciado el segundo dormitorio (mi sillón y mi tele fueron admitidos finalmente en el salón, Cocktopussy ha sido eliminada y el resto de trastos están envueltos en plásticos en el diminuto espacio del altillo) y ahora es el cuarto de los niños. Las paredes están pintadas de azul y verde con vinilos decorativos de árboles, ardillas, un castillo, un caballero, una princesa y un dragón, que, si me preguntas, es una pizca demasiado impactante para un cuarto de bebés. En medio de toda esta vegetación de pega, estoy rodeado de tornillos y tuercas de varios tamaños, tubillones y piezas varias de madera que, según las instrucciones, están a solo diez pasos de convertirse en una cuna. Y para cuando consiga montar esta, hay otra esperándome, metidita en su caja, junto al radiador. La prueba consiste en ver si puedo darle sentido a cuatro páginas de instrucciones de Ikea antes de que los pensionistas (y Ivy) diseccionen cuatrocientas páginas de literatura americana. A mis treinta y dos años, ya tengo «experiencia con los automontables», claro está, y con cierto éxito por imperfecto que fuera; pero esta vez hay mucho en juego. El Panel A es prácticamente imposible de distinguir del Panel B, y ninguno de los dos se parece demasiado al diagrama, así que vuelvo a comprobarlo, porque en esta estructura no vamos a poner libros, sino a nuestros hijos, y no hay margen de error.
Alguien llama a la puerta del bosque.
—¿Hola? —dice una voz suave y engolada.
—Adelante.
Jim, el único integrante masculino del Club de Lectura del Primer Lunes, tendrá unos sesenta y cinco años, y está casado con Agnes. Asoma la calva por el marco de la puerta.
—¡Cáspita! —exclama al ver los componentes desperdigados—. Parece complicado.
—Un poco —digo, mostrándole las inútiles instrucciones.
Jim descubre su brazo por el umbral de la puerta.
—Pensé que te vendría bien un refrigerio —dice, ofreciéndome una copa grande de vino.
—Jim, eres un crack. Vamos, un caballero con armadura y todo. Entra, por favor.
Jim entra en la habitación y camina de puntillas con una agilidad insospechada entre las piezas desparramadas de mi cuna automontable.
—Salud —dice pasándome el vino y chocando su copa con la mía.
—Te invitaría a sentarte —le digo mostrándole la ausencia de muebles con gesto de disculpa—, pero…
Jim se acerca y se sienta a mi lado con las piernas cruzadas sobre la alfombra.
—Como dicen en Gales, dim problem. Aggie me obliga a hacer yoga tres veces por semana; puedo estar unos minutos sentado sobre el culo.
—¿Eres galés? —le pregunto.
Jim niega con la cabeza.
—Lo eran mis suegros, así que te acabas quedando con la expresión. —Se ríe—. Bueno, yo tuve que hacerlo; las primeras tres veces que les vi pensé que no hablaban ni una palabra de inglés. Ahora creo que prefirieron no hacerlo.
—Extraño.
—Creo que desconfiaban de mis intenciones hacia su hija —explica, moviendo sus frondosas cejas en lo que supongo podría considerarse un gesto de lascivia—. Ser padre te lleva a hacer cosas curiosas. Ya lo descubrirás, y pronto.
—¿Tienes hijos? —pregunto.
Jim levanta tres dedos.
—Todas chicas —dice con una sonrisa radiante—. Delores, Florence y Myfanwy. Todas mayores ya, y todas madres.
—Uau.
Jim asiente.
—Es lo más maravilloso del mundo, ser padre, pero… —y chasquea los dedos en el aire—, se pasa rápido —dice—. Muy, muy rápido.
Jim coge un tubillón de madera y lo hace rodar entre sus dedos.
—¿Algún sabio consejo?
Jim vuelve a reírse.
—Preguntas a la persona equivocada —dice—. No sé…, simplemente disfrútalo. Hazlo lo mejor que puedas y cuando te equivoques no te machaques demasiado.
—Estoy seguro de que lo haré. Quiero decir, equivocarme.
Jim me pone una mano en el hombro.
—Te irá bien. Quiero decir que sí, te equivocarás, pero todo irá bien. Ivy es una chica maravillosa, maravillosa.
—Sí, sí que lo es.
—¿Sabes? —dice Jim, dejando su copa con cuidado en el suelo—, a mí siempre me ha gustado montar este tipo de muebles. ¿Te echo una mano?
Indico con la cabeza la pared y la conversación que tiene lugar en el salón.
—¿No tendrías que estar…?
Jim se encoge de hombros.
—La verdad es que el libro tampoco me apasionó. Lo leí bastante por encima. —Me guiña un ojo, llevándose un dedo a los labios en un pícaro gesto de complicidad.
Le paso las instrucciones de montaje.
—Tú mismo.
Jim ignora las instrucciones y se lanza de lleno, metiendo un tubillón de madera en lo que espero sea el agujero adecuado.
—¿Llevas mucho tiempo en el club de lectura? —pregunto.
—Hará más de diez años —dice mientras elige un tornillo e inserta una pata en lo que debe de ser el Panel B—. Lo gracioso es que no me gusta mucho leer.
—Entonces, ¿por qué te metiste en un club de lectura?
—Esa es la clase de cosas que uno acaba haciendo. Ya sabes, por el otro. A Aggy le gustaba la idea pero le daba demasiada vergüenza ir sola. Así que yo la acompañé, para darle apoyo moral más que nada. —Rebusca entre las distintas piezas de madera de pino hasta que encuentra la que quiere—. Solo iba a ir a una o dos sesiones, para que ella se acostumbrara, pero las niñas ya se habían ido de casa, y… —Jim balancea un trozo de cuna entre sus pies, y lo sujeta con las rodillas—. Pásame esa pata, anda. Es algo bonito para hacer juntos. Si te soy sincero, el libro es lo de menos. Al menos para mí… Ese tornillo, ese, por favor… Gracias. Ir a un sitio en el autobús, encontrarte con amigos, tomar una copa de vino.
—¿Es una indirecta?
—¿Perdón?
Levanto mi copa de vino, que ya está vacía.
Jim sonríe con picardía.
—Pues no me importaría, jovencito. No me importaría.
Para cuando Jim se marcha, mi nuevo amigo ha montado dos cunas, dos móviles, dos balancines y se ha bebido casi una botella de vino (lo cual ha merecido una indulgente mirada de regañina de Agnes a su marido y un cachete en el culo para mí).
—Tú solo recuerda —dice, aunque ahora las palabras le salen un poco más espesas— que se pasa así… —Y vuelve a chasquear los dedos—. Disfruta de cada instante.
—Y cambia lo que te toca de pañales —dice Agnes—. ¡Desde luego, James! Ahora te vas a pasar media noche despierto.
—Échale la culpa a este —dice Ivy pasándome el brazo por los hombros—. Es una mala influencia.
—Sí —dice Agnes, y me da un beso en la mejilla antes de llevarse a Jim por la puerta.
—¿Qué te parece Agnes?
—¿Cómo que qué me parece?
—Quiero decir, el nombre.
—Estás más borracho de lo que creía —dice Ivy—. ¡Au! Con cuidado…
Tengo tres dedos metidos en su vagina.
—Perdona. ¿Quieres que saque uno?
—No —dice—, pero hazlo un poco más despacio.
—¿Qué tal así? ¿Mejor?
Ivy hace una mueca de dolor.
—Un poco.
Depende de la página web en la que busques información, pero aproximadamente una de cada tres mujeres sufre un desgarro vaginal durante el parto. Lo cual no es de extrañar dadas las dimensiones de los distintos elementos. Por ejemplo, intenta meterte un calcetín por la cabeza; eso sí, asegúrate de que no te importa que acabe destrozado. Estos cortes y desgarros suelen ocurrir en esa tierra de nadie que está entre el ano y la vagina, el perineo. Una forma de protegerse de esta clase de trauma es estirar el perineo antes del parto. Que viva el romanticismo.
—¿Poppy?
—Mis vecinos tenían una perra que se llamaba… ¡Dios!
—¿Paro?
Ivy sacude la cabeza.
—¿Te has cortado las uñas?
Asiento.
—Así que ¿tus vecinos tenían una perra que se llamaba Dios?
—Cómo ladraba el bicho —dice Ivy poniendo caras—. Y un gato que se llamaba Satanás.
—¿Seguro que estás bien?
—Tú sigue.
Pongo los dedos en forma de gancho dentro de la vagina de Ivy, y tiro de la carne hacia afuera, rotando la mano a la altura de la muñeca como un alfarero abriendo el cuello de un jarrón. Ivy cierra los ojos con fuerza y respira muy hondo.
—¿Rose?
—Lo que tú digas —dice Ivy.
—¿No te gusta Rose?
—En serio, si consiguen sacarla sin que me parta en dos, puedes llamarla Cenicoñocienta si quieres, joder.
—Mira —digo yo—, Cenicoñocienta me gusta, es… no sé, clásico.
—¿Romántico?
—¡Romántico! —digo chasqueando los dedos de mi mano libre—. Cenicoñocienta. Y si es niño, podemos llamarle Rumpelcabrónstiltskin.
—Perfecto —dice Ivy—. Ya los tenemos.
Giro mi mano hacia la izquierda y hacia la derecha. No hay nada remotamente agradable, bonito o sexy en todo esto. Y sin embargo, ya que estoy, se me ocurre que podríamos aprovechar este contacto tan íntimo…
—Ni lo pienses —me advierte Ivy.
—¿Qué? ¿Pensar en qué?
—Lo tienes escrito por toda la cara —dice—. Que te quede claro, hay más probabilidades de que veas Cenicoñocienta en el certificado de nacimiento que de echar un polvo esta noche.
—¿Y mañana?
—Lo pensa… ¡Cabrón!
—Perdona.
—A la mierda —dice Ivy, echando hacia atrás el culo de forma que mis dedos se salen con un sonido húmedo de descorche—. Que pase lo que tenga que pasar. Bastante horrible será ese día como para empezar a vivirlo ahora. A la mierda.
—¿Segura?
—Sí.
—¿Un té?
Ivy asiente.
—Y no olvides lavarte las manos.