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Estamos rodando en una azotea que da sobre un solar industrial en el sureste de Londres. Aunque no hay ninguna vivienda en varios kilómetros, cuando grito: «¡Hemos terminado!», lo digo bajito; y el aplauso que despierta es contenido. Tengo a Suzi, Joe, dos actores y once profesionales conmigo, y debería sentirme entusiasmado. Pero el sol aún tardará varias horas en salir y la sensación que me domina es un cansancio que me cala hasta los huesos.

Hemos modificado, vuelto a modificar, afinado y pulido el guion, pero sigo sin estar convencido de que sea tan bueno como podría. Hay una diferencia inherente respecto de los rodajes de publicidad: en los anuncios te dan un guion y lo haces lo mejor que puedes, a sabiendas de que si el producto es una mierda, siempre puedes echar la culpa a la agencia. Con esto no es así, todo depende de nosotros, lo cual acojona y es emocionante al mismo tiempo. Nuestro calendario de rodaje es errático y largo para poder ajustarnos a los horarios y trabajos de todos, y tardaremos cuatro semanas más en acabar con los dos días de rodaje que nos quedan.

Los dos ayudantes corren a cubrir a los actores desnudos con gruesas mantas negras. Aunque mi teléfono podría darme una estimación precisa de la temperatura, a juzgar por el frío que siento en el cuello y las rodillas, no debe de llegar a los diez grados. Como tantas cosas en mi vida, el rodaje avanza fuera del orden lógico, y por razones logísticas estamos rodando la escena de sexo en la azotea antes de la escena en la que se conoce la pareja, Mike y Jenny. Evidentemente, en la vida real los actores ya se conocen y hemos ensayado la escena varias veces. Trabajan bien juntos ante la cámara, y hay una química sexual entre los personajes que no existe entre los actores mismos. Sin embargo, sí parece haber algo entre nuestro actor protagonista, Chris, y Suzi, y no puedo evitar preguntarme si ahora se irán a casa de uno o del otro y se lo montarán de verdad, en una cama y sin una docena de profesionales mirando en el set.

—Buen trabajo, amigo. —Joe me pone una mano en el hombro.

—¡Bravo! —dice Suzi, poniéndose de puntillas para besarme—. Increíble.

Saco una sonrisa forzada.

No sé por qué no estoy más emocionado. Llevo mucho tiempo desando y planeando esto, y todo ha ido a la perfección. Los actores han estado genial, el cámara también, y —lo que más nos preocupaba— no ha llovido. Sin embargo, cuando debería estar con la moral a tope, me siento sencillamente desinflado. Tal vez sea la historia. Tenía buena pinta sobre el papel, pero ahora, ya en cinta, no estoy tan seguro.

Se supone que no volvemos a rodar hasta finales de abril. Cuando salga la película, los espectadores verán una continuidad cronológica perfecta, pero en el tiempo que transcurra entre esta escena y la siguiente, yo me habré convertido en padre. Tal vez por eso me sienta tan desorientado.

—La próxima vez que te vea… —dice Suzi, abriendo los ojos—. Toma. —Y me da una bolsa amarilla grande de Selfridges. De la bolsa asoman las cabezas de dos peluches, ambos del doble del tamaño de mis futuros bebés (al menos eso espero, por el bien de Ivy).

—Buena suerte —dice Suzi, y algo en sus palabras me revuelve el estómago.