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Suelo ver a El los martes, pero Ivy trabaja mañana, así que aquí estamos los tres —El, Ivy y yo— en el Museo de Historia Natural en una fresca mañana de lunes de diciembre.

La última vez que vi a El —hace hoy seis días— fue bastante similar a cualquier otro martes: cenamos pizza, bebimos cerveza sin alcohol y El se quedó dormido viendo un DVD. La única diferencia fue Phil; cuando volvió del pub estaba más borracho de lo habitual, y por lo tanto más sensiblero y llorón. Estoy seguro de que en parte es por la DART que guarda en el cajón de su despacho, un testamento de cuatro páginas que demuestra que El no solo está enfermo, sino que se muere a una velocidad indeterminada. Y Phil solo menciona indirectamente la otra parte, pero creo que tiene mucho que ver con la soledad. Pasa prácticamente cada segundo con El, pero ya no es el hombre del que se enamoró, sino una especie de copia defectuosa del original que no hace sino recordarle a la persona y todo aquello que ya no tiene. Aquella noche, al volver del pub, Phil estaba tan pedo que le daba miedo subir a El al piso de arriba, y me pidió que lo hiciera yo. Ahora El duerme en otra habitación, en una especie de cuna. Sobre el colchón individual tiene algo así como un nido hinchable con cuatro paredes que se llama SafeSides. Así evitan cualquier posibilidad de que se caiga de la cama o se golpee contra la estructura de madera, ambos importantes peligros dado que los tics y gestos nerviosos de El son cada vez más exagerados.

—El pobre ya no descansa ni cuando duerme —me dijo Phil entre más lágrimas.

Phil ha empezado a tomar antidepresivos, pero es tan evidente como las bolsas bajo sus ojos que no están siendo demasiado eficaces. Me ofrecí a llevarme a El a pasar el día por ahí, pero Phil declinó mi oferta otra vez.

El sábado se lo conté a Ivy, y dijo que deberíamos «secuestrar» a El y llevárnoslo al Museo de Historia Natural a pasar el día. Digo yo que de esto está hecho el amor, porque nunca (en los cuatro largos meses que hemos pasado juntos), nunca me había sentido tan cerca de Ivy como en ese momento. Por supuesto, ha habido otros —la primera vez que hicimos el amor, el día en que vimos a nuestros bebés por primera vez en el monitor de la ecógrafa, la noche en que me dijo que me fuera a vivir con ella— pero, aunque fueron momentos maravillosos y profundos, también fueron, hasta cierto punto, inevitables: un millón de parejas hacen esas cosas cada día. Pero esa empatía y comprensión hacia El y Phil, ese deseo de involucrarse, sencillamente me recordó lo mucho que la quiero.

Esta mañana llamé por teléfono a Phil para cerciorarme de que estaban en casa, y lo único que le dije era que tenía que pasarme «a recoger algo». Ninguno de los dos conocía todavía a Ivy, y el hecho de que se presentara sin avisar les sorprendió y entusiasmó lo bastante para que Phil no opusiese resistencia cuando le anunciamos nuestra intención de llevarnos a El a pasar el día. Pedimos un taxi y llegó antes de que nos termináramos el café. Solo espero que Phil aproveche bien el tiempo.

Por lo que a El respecta, no le había visto tan contento y emocionado desde hacía mucho, mucho tiempo. Ahora va en silla de ruedas; puede caminar, pero se cansa muy rápido y las escaleras son prácticamente imposibles para él. Ivy también se mueve más despacio, y aprovecha para aliviar un poco el peso que aguantan sus pies apoyándose en los mangos de la silla mientras le empuja por la sala central del museo.

Gran parte de la ilusión de El se debe a la idea de pasar un día en el museo, pero también está emocionado de conocer por fin a Ivy, y desde que le subimos al taxi no ha dejado de hablar con ella. Hasta ha conseguido pronunciar bien su nombre. Ahora bien, en el momento en que cruzamos el umbral de entrada al museo, El se queda mudo. La palabra que me viene a la mente para describir el espacio es «cavernoso», pero ninguna caverna ha sido nunca tan valiosa y luminosa como este lugar. El suelo de anchas baldosas está flanqueado por dos filas de arcos de terracota de unos seis metros cada uno, que dirigen la mirada del espectador hacia un techo abovedado compuesto por paneles decorativos y planchas de vidrio. Al fondo de la sala hay una hilera de altas vidrieras que parecen explosionar en rayos de luz teñidos de rosa. Majestuoso, etéreo, magnífico, opulento…, todos esos calificativos se acercan. Uno hasta podría pasar por alto la famosa exposición del museo, pero claro, nadie lo hace. Es temprano y aún no ha acabado el trimestre escolar, así que hay menos visitantes de los que podría haber; aun así, habrá unas doscientas personas en la sala principal. Y, claro, están completamente concentrados en el orgullo del museo, un esqueleto de dinosaurio de veintiséis metros.

—¡J… Jesús! —El señala el enorme montón de huesos de color caoba—. ¡M… mirad el t… tamaño de ese p… puto dinosaurio! —dice, y su voz resuena por todo el glorioso espacio—. V…vale…, vamos a ex…plorar.

De no estar El, tal vez caeríamos en la tentación de seguir el flujo de la multitud, pero entre la silla de ruedas y su asombro natural, tenemos que avanzar a paso más lento y considerado. Tras graduarse en Biología por la Universidad de Bristol, El se vino a Londres para hacer un doctorado en algo relacionado con bichos y ADN. Tal vez esa sea la razón de este silencio inusual —y casi reverencial— en él, cuando nos paramos ante fósiles, maquetas y especímenes disecados de bestias prehistóricas, extinguidas o —podría creerse— simplemente imaginadas. Examinamos vitrinas con conchas, minerales, dientes y heces petrificadas (¡Caca de dinosaurio!). Nos quedamos un buen rato observando las vitrinas de mariposas, cráneos y huellas conservadas que datan de hace cien millones de años. Hay un fósil de archaeopteryx en una losa cuadrada de piedra que parece sacado de un cuento de hadas prehistórico, y un cráneo de delfín decorado que me pone los pelos de punta. También nos dejan boquiabiertos un mamut peludo, un tigre de dientes de sable, un ornitorrinco y un gorila que guarda un asombroso parecido con Frank, el hermano de Ivy.

—¿Quieres que empuje yo? —le pregunto a Ivy, y ella acepta.

—Buena práctica —dice El—. Para cuando ll… lleguen los b… bebés.

Nos detenemos a mirar el cráneo de Neandertal. El hueso amarillento está roto e incompleto, como si se hubiera caído y partido en algún momento de los últimos doscientos mil años. Después de reflexionar ante la pieza un minuto, El se vuelve hacia Ivy y observa su cara. Se lleva la mano temblorosa a la mejilla como si estuviera comprobando si su cara también tiene cicatrices.

—F… Fisher no me ha dicho —dice—. Q… q…

—¿Qué me pasó?

El asiente.

Ivy sonríe, se agacha junto a la silla para que su cara esté al mismo nivel que la de El.

—Cuando tenía ocho años, quise bailar claqué sobre una mesa de cristal.

La cabeza de El se bambolea sobre sus hombros, y por su cara se diría que no se lo cree.

—Es verdad —dice ella—. La mesa era de cristal endurecido, y pensé que no pasaría nada. Hace mucho tiempo, pero supongo que simplemente no pensé.

—¡C… caramba! —dice El—. N… no creo que v… vuelvas a hacerlo.

Ivy se ríe y niega con la cabeza. Me preocupaba el momento en que El conociera a Ivy, que pudiera decirle algo que la ofendiese, o que me hiciese quedar mal. Pero ahora que les veo juntos ya estoy tranquilo y siento no haberles presentado antes.

Antes de marcharnos, paramos ante una vitrina que contiene la primera edición de El origen de las especies de Charles Darwin. Y de todo lo que hemos visto hoy, salvando la caca de dinosaurio, eso es lo que más capta la atención de El.

—El viejo Ch… Charlie —dice El—. Es mi h… h…

—¿Héroe?

El rechaza la palabra con un gesto de frustración con la mano, como si le irritara, pero asiente para sí. La copia antigua del libro de Darwin está expuesta junto a una imponente estatua de mármol del gran hombre sentado en un robusto sillón, con una barba que le cae por el pecho, y el abrigo cruzado sobre las rodillas. Es inevitable ver el paralelismo entre mi amigo en su silla de ruedas y Charles Darwin en su trono de mármol blanco.

—P… puta g… genética.

Y la imagen de El sentado delante de su ídolo, moviéndose sin control y disminuido…, con una buena banda sonora, me haría llorar.

—B… bueno —dice El—. Tengo que hacer p… pis, y uno de v… vosotros va a tener que su… jetar mi imp… presionante p… pieza. —Nos mira sonriendo mientras disfruta de los efectos que causan unas palabras que tanto le cuesta pronunciar.

Puede que Charles Darwin desarrollara la teoría de la selección natural, pero me apuesto lo que sea a que no era tan gracioso como mi amigo El.

Comemos tarde en un restaurante pijo de South Kensington. A El ya le cuesta coger los cubiertos, así que hemos traído los suyos, un tenedor y un cuchillo con mangos de bicicleta encima del mango para que le sean más fáciles de agarrar. Cada vez que el camarero trae algo a la mesa, El levanta su cuchillo y hace sonar el timbre imaginario de una bicicleta. Sin embargo, lejos de ofenderse al ver esa clase de comportamiento en un restaurante con estrella Michelin, nuestro camarero parece divertirse con El. Por aquí vive mucha gente rica y famosa, así que puede que ya esté acostumbrado a los excéntricos. De todos modos, le dejo una propina generosa, aunque tampoco eso parece ser nada extraordinario, al menos para el camarero.

—Deberías es… tar a… ahorrando. —El señala la tripa de Ivy con su dedo tembloroso.

—Tiene razón —dice Ivy—, ahora eres un hombre de familia.

—¿P… puedo tocarla? —pregunta El, y tiene la misma expresión que un niño pidiendo acariciar a un cachorro.

Ivy acerca su silla a la de El, coge su mano y la mete por debajo de su camisa sobre la piel desnuda de su tripa. Estoy esperando algún comentario o insinuación lasciva de El, pero lo único que hace es cerrar los ojos y quedarse muy quieto (todo lo que puede) con la mano pegada al estómago de Ivy.

—¿Has notado cómo se mueven? —pregunta Ivy cuando El retira la mano.

El asiente, y cuando abre los ojos le brillan llenos de lágrimas. Me mira y dice:

—Bueno, ¿v… vas a p… pedirle ma… matrimonio o q… qué?

Ivy suelta una risa incómoda y yo me disculpo para ir al servicio.

En el taxi de vuelta a Earl’s Court, El viaja en el asiento trasero con Ivy, cogiéndola de la mano, y tras solo unos minutos se queda dormido con la cabeza apoyada en el brazo de ella. Ivy le acaricia con aire distraído.

Son casi las cinco cuando dejamos a El en casa, y yo le ayudo a subir las escaleras hasta la entrada mientras el taxista saca la silla de ruedas del maletero. Phil nos invita a que entremos a tomar un vino, pero tanto Ivy como yo estamos exhaustos y el taxi nos está esperando para llevarnos a Wimbledon. Una vez deja a El instalado delante de la televisión, Phil nos acompaña al taxi para despedirnos.

—¿La semana que viene, a la misma hora? —pregunta, y entonces, viendo nuestra cara, se echa a reír—. ¡Qué caras! —dice, y sigue riéndose hasta que se le saltan las lágrimas. Es lo más relajado que le he visto en meses, y eso me hace sentir bien. Pero tampoco hasta el punto de morder el anzuelo.

—¿Sabes? Hay lugares —dice Ivy —, centros de día en los que podrías dejar a El.

Phil levanta la mirada a las nubes, se mete las manos en los bolsillos y las vuelve a sacar de inmediato.

—Puede que te venga bien —insiste Ivy—, que os venga bien a los dos.

Phil suspira, y parece un gesto de consentimiento, o al menos se acerca a ello. Se inclina hacia el taxi, besa a Ivy en la mejilla y luego se vuelve hacia mí.

—Si fuera tú, William, le pondría un anillo en el dedo a esta chica, y rápido.

Entonces, por supuesto, vuelve a echarse a llorar.

Ivy se queda dormida en el trayecto de vuelta a Wimbledon, y si hay algún hombre más feliz que yo en medio de los atascos de hora punta esta tarde, me encantaría saludarle.

Cuando Frank vuelve del trabajo, poco antes de las ocho, yo estoy dormido delante de un programa de inmobiliarias mientras Ivy lee su libro del club de lectura. Frank trae cuatro bolsas llenas de comida, y después de un hola rápido, se quita la ropa del trabajo y empieza a preparar unos espaguetis a la boloñesa para los tres. Es un gesto bonito, lo sé, pero yo lo interpreto como si fuera a venirse a vivir con nosotros.

Esta es solo su cuarta noche en casa, así que es demasiado pronto para haberme formado una opinión del tipo, pero le noto especialmente callado durante la cena. Tal vez esté cansado; al fin y al cabo, es el primer día de su semana laboral. Frank divide su tiempo entre el hospital de St. Mary’s en Paddington y una consulta privada en el norte de Londres. No sé dónde le tocaba hoy, pero ambos quedan bastante a desmano de Wimbledon, y estoy seguro de que gana lo suficiente como para alquilarse un piso en algún lugar más conveniente. A modo de preludio para soltar la indirecta, le pregunto cuánto ha tardado en llegar al trabajo por la mañana, pero lo único que hace es encogerse de hombros y gruñir. Entonces hago un comentario sobre lo poco fiable que es la District Line, y Frank se pone a recoger los platos sucios de la mesa, los lleva al fregadero y los lava.

Enciendo la televisión y vemos cómo una pareja engreída convierte una antigua fábrica de cerveza en una mansión de un millón de libras, ecológica y respetuosa con el entorno, con piscina incluida. Ivy se queda dormida a los cinco minutos, pero, aunque estoy cansado, las nueve menos un minuto es demasiado temprano para irme a la cama. Empiezo a cambiar de canal y Frank se deja caer en el sofá justo en el instante en que llego a la primera escena de una película de Arnold Schwarzenegger.

—Cerveza —dice, pasándome una botella abierta de Asahi.

A lo largo de la película, le saco un par de temas de conversación superficiales, y no porque me apetezca saber qué tal le ha ido el día, o cuántas habitaciones tiene su casa de Bushey, o si juega en el equipo de rugby del barrio… Se lo pregunto porque quiero que le entre nostalgia. Saco el tema de la Navidad, porque es una época importante para los niños y quiero saber si a Frank le interesa o no salvar su matrimonio para seguir formando parte de la vida de su hijo. Frank contesta a mis preguntas con el mínimo imprescindible de sílabas; eso sí, responde de manera muy elocuente a la línea global de mi interrogatorio después de ver cómo el señor Schwarzenegger mata a la falsa de su mujer, Sharon Stone, de un tiro en la cabeza.

—Considéralo un divorcio —dice Arnie.

—¡Ahí le has dado, tío! —dice Frank.

Y algo me dice que lo de Lois y Frank está acabado.

 

 

Según el reloj de la mesilla, son las 2:58 de la mañana cuando Frank se levanta para mear cuatro botellas de Asahi, luego enciende la Xbox y empieza a disparar mierda. Ahora bien, por mucha lástima que sienta por mí mismo, al menos no soy el desgraciado paciente que tiene cita para que un gorila resacoso, cansado y deprimido le haga un empaste dentro de seis horas.