20
Nino ha hecho pizza, tenemos sombreritos de papel y Esther ha puesto servilletas estampadas con un petirrojo posado sobre un tronco nevado. Gran parte de las cosas de Esther y Nino ya están embaladas y listas para su traslado a Italia, y han adornado las cajas y los cajones con espumillón, purpurina y luces de Navidad. ¡Jo, jo, jo, jo!
Desde que llegué a casa de la fiesta de Navidad de Sprocket Hole anoche, Ivy y yo hemos intentado evitarnos el uno al otro. Dormí hasta pasadas las diez, me levanté, me puse la ropa de correr, noté que el catarro se había solidificado y se me había extendido a las piernas, tomé un antigripal y volví a la cama otra hora y media. Ivy salió a comprar, y luego comió con Frank y su hijo, Freddy. Me invitaron, pero decliné la invitación. Y no por arrogancia. Salir al cine, ir a McDonald’s y al centro comercial de Wimbledon es toda la Navidad en familia que Frank va a tener este año, y no quiero fastidiársela. Solo quiero que se largue de nuestra puta casa. Ivy y Frank volvieron sobre las seis, y Ivy se quedó dormida leyendo una novela en el sofá mientras yo hacía un pastel de manzana y luego jugaba al Grand Theft Auto con Frank. Ivy se dio una ducha, luego lo hice yo, y después llamamos un taxi para venir a Brixton.
De camino, Ivy y yo evitamos hablar de lo ocurrido los dos últimos días, y la conversación rezumaba cautela y amabilidad. Hablamos del tiempo, del hijo de Frank, de mi rodaje y del libro que está leyendo Ivy. No hablamos ni de Navidad, ni de cuándo se irá Frank, ni de la organización para estos días, ni de la discusión de anoche. Pero todas esas cosas están en primera línea de mi mente y me está costando contenerlas.
Esther me llena la copa de vino. Tengo la cabeza embotada por el catarro y debería ir con cuidado, pero al mismo tiempo siento una enorme necesidad de cogerme un buen pedo.
—¿Más zumo de manzana? —le dice a Ivy.
—No, gracias.
—Ahora tenemos nuestros propios manzanos —dice Nino.
—¿En Italia? —pregunta Ivy.
Nino asiente.
—Manzanos, limoneros, naranjos.
—Suena fabuloso.
—Es fabuloso.
—¿Vendréis a visitarnos? —pregunta Esther.
—Intenta detenernos —dice Ivy, me mira rápidamente y luego aparta la mirada, como si el plural siguiera en el aire. O tal vez sean imaginaciones mías.
—Estás muy callado, cariño —dice Esther.
—Cansado —digo yo—. Ayer tuve un rodaje, y luego la fiesta.
—¿Rodaje de qué, querido?
—Nada interesante.
—Dios santo, querido —dice Esther—. Es nuestra última noche, haz un esfuerzo.
—Perdón. Tampax.
—Gesù Cristo.
Nino se levanta de la mesa y va a mirar el horno.
—Qué bien —dice Esther, que va a rellenar mi copa, pero se da cuenta de que sigue llena.
—Bueno… —dice Ivy—. Italia.
—Italia —dice Esther.
—¿Nerviosa?
Esther mira a Nino que está de espaldas, peleándose con el horno. Asiente con complicidad a Ivy.
—Un poco —dice en voz baja.
—Todo irá bien —digo yo.
—Además —dice Esther—, Nino ha hecho tanto por mí… Ha vivido en un país extranjero, me ha dado tres hijos, y siempre ha traído comida a la mesa. Ahora me toca a mí, ¿no?
Nino vuelve a sentarse a la mesa y Esther se inclina hacia él y le besa en el carrillo. Él sonríe a su esposa y en sus ojos, habitualmente serenos, se ve cómo arde el amor.
La mitad del viaje de vuelta a casa transcurre en silencio. Son más de las doce, lo cual —técnicamente hablando— significa que ya es Nochebuena. Y aunque Ivy y yo aún no hemos hecho oficiales nuestros planes, parece bastante evidente que ella se irá por su lado y yo por el mío. Tiene la cabeza apoyada sobre mi hombro, la gente canta por la calle y las luces de Navidad se reflejan sobre la ventanilla del taxi. Debería ser una escena preciosa, pero la cabeza de Ivy pesa y me está empezando a doler el cuello. Me estoy mordiendo el labio inferior, y si no digo algo pronto acabaré haciéndome sangre. Encojo el hombro para quitarme el peso de su cabeza.
Ivy hace un ruido como si estuviera dormida.
—Bonito, ¿verdad? —digo.
—¿El qué?
—Esther y Nino.
—Ajá.
—Que Esther deje todo por Nino. Irse a vivir a otro país en el que no conoce a nadie y sin hablar el idioma. —Arrastro las palabras, me patinan un poco las eses.
—Se lo va a pasar de maravilla —dice Ivy, que no ha cogido lo que quería decir—. A mí me encantaría vivir en Italia.
—A mí, no.
Ivy no contesta.
—¿Te irías sin mí?
—¿Cómo?
—¿A Italia?
—No hagas eso —dice Ivy—. Esta noche, no.
—Es Nochebuena —replico.
Ivy no dice nada.
—Es que no entiendo que…, que Esther esté dispuesta a irse a Italia por Nino. A vivir. Y tú ni siquiera quieras ir al norte de Gales por Navidad.
—Tú tampoco quieres a ir a Bristol.
—Tal vez lo hubiera hecho si me lo hubieras pedido en serio.
—Vale, pues entonces, ven.
—Muy convincente. Además, es mi cumpleaños.
—Y yo estoy embarazada.
—De mis hijos.
La carrera nos cuesta veintitrés libras y le digo al taxista que se quede con la vuelta de treinta, pero no sé a quién intento impresionar, porque antes de salir del taxi Ivy ya está subiendo las escaleras de casa. Frank está en su habitación y retomamos la discusión en el cuarto de baño, sentados en el retrete, mientras nos lavamos la cara y con la boca llena de pasta de dientes.
—Tu padre y tu madre se tienen el uno al otro —le recuerdo a Ivy—. Podemos ir a verles el 26.
—La casa de tu padre va a estar llena de gente. Y no quiero hacer trescientos kilómetros el 26.
—Dios. ¿Por qué coño eres tan… testaruda?
Los ojos de Ivy se abren de par en par, y echa la cabeza hacia atrás como si hubiera visto algo espantoso.
—¿Testaruda?
Le hago un gesto como si fuera una evidencia.
Ivy sacude la cabeza, escupe la espuma de la pasta de dientes en el lavabo y sale del baño dando un portazo.
Cuando llego al dormitorio, ya se ha metido en la cama.
Rodeo la cama hasta su lado y me siento junto a ella.
—Tengo la impresión de que no te he visto desde que me mudé —digo, con tono razonable.
—Yo no soy la que está trabajando sobre un guion en su tiempo libre.
—¿Así que se trata de eso?
—Esto no se trata de nada. No. Yo…
—Ese guion —digo yo— es la única cosa que hago para mí. Tú tienes el club de lectura.
—Solo quiero ir a ver a mi familia por Navidad.
—Ivy, ya vivimos con tu puta familia. El…
—¿Mi «puta familia»?
Se le llenan los ojos de lágrimas y me siento fatal, pero me hierve la sangre y yo no soy el malo de la película.
—Tu hermano lleva dos semanas aquí acoplado.
Ivy se lleva un dedo a los labios, y me mira con el ceño fruncido señalando la pared que separa nuestro dormitorio del de Frank.
—¿En serio? ¿Quieres que sea yo quien se calle?
—¿Puedes intentarlo?
—No tendría que hacerlo si no tuviéramos un maldito inquilino.
—Es mi casa.
—¿Cómo?
—Nada, yo…, yo no…
—¿Tu casa?
Ivy cierra los ojos.
—Muy bien. —Me levanto—. ¿Tienes alguna manta de sobra en tu casa?
—Fisher…, no hace falta. —Estira la mano hacia mí—. Ven aquí.
Casi lo hago, me veo haciéndolo, quiero hacerlo…, pero es como si estuviera clavado en el sitio.
—Por favor —dice Ivy—, no hagamos esto.
—Estoy pedo —digo—, dormirás mejor sin mí en la cama.
—Está bien —dice ella.
Y en ese momento algo se rompe dentro de mí.
—Esa es tu respuesta para todo, ¿no?
—¿Cómo? —dice Ivy, claramente desconcertada.
—«Está bien». ¿Recuerdas la primera vez que lo dijiste?
—Fisher, yo…
—La primera vez que… hicimos el amor. La primera vez, te pregunté si tenías condones.
—No lo recuer…
—Y dijiste: «Está bien». He estado pensando en aquello, mucho, y…
Ivy me mira como si fuese un desconocido demente. Extiendo las manos y sacudo la cabeza, tratando de buscar las palabras o reunir el valor para escupirlas.
Me aparto de Ivy y abro un armario sobre el ropero.
—Solo necesito una manta. Necesito dormir.
—Muy bien —dice Ivy—. Como quieras; hay una en el armario del pasillo.
Al salir no llego a dar un portazo, pero me aseguro de que la maldita puerta quede bien cerrada.
Tengo que sacar varias cajas del armario, muchas de ellas con cosas para nuestros bebés, antes de encontrar la única manta de sobra. Es fina, está mugrienta y tiene restos de hierba seca pegada.
Hace frío en el salón, así que ni siquiera me desvisto. Hago una especie de nido con varias almohadas y me meto bajo la manta de picnic, pero no consigo dormirme. Hay una farola en la calle y su luz ámbar baña la habitación a través de las persianas venecianas. Desde aquí puedo ver la caja del cochecito bajo la mesa. Se abre una puerta y a los pocos segundos oigo la voz grave de Frank susurrando. No oigo a Ivy contestar y un par de segundos después se cierra una puerta. Tengo la boca seca, así que me ciño la manta alrededor de los hombros y voy al fregadero a coger un vaso de agua.
Veo el libro de bebés sobre el mostrador.
A las veintiuna semanas del embarazo, los bebés ya tienen el sistema circulatorio completo, las orejas colocadas a ambos lados de la cabeza y ya puede serenarles la música tranquila o molestarles las discusiones. Es posible que ya tengan rasgos de familia reconocibles; tal vez tengan los ojos de Ivy, o mi pelo rojo. Sus ojos se mueven, se les notan las cejas y las pestañas. Puede que jueguen con el cordón umbilical, agarrándolo y tirando de él. Su cerebro sigue en proceso de desarrollo, como el de su padre. Algunos expertos creen que este es el momento en que empiezan a crear recuerdos, y, si así es, espero que no me recuerden gritando a su madre. A las veintiuna semanas la madre se siente cada vez más pesada e incómoda. Los tobillos se le pueden hinchar y es posible que tenga hemorroides. No es raro que le entren miedos en plena noche, anticipando el dolor y el trauma del parto, y los riesgos asociados para los bebés. A sus treinta y un años, cincuenta y una semanas y seis días, el padre está todavía muy lejos de haberse desarrollado por completo. Aún no tiene claras sus prioridades; su ego es frágil; su don de la oportunidad, su tacto, su empatía y su mesura, absolutamente inexistentes. Todavía le queda mucho por crecer.
Según mi teléfono, son las 7:43 cuando Ivy se mete en la ducha la mañana de Nochebuena. No creía haber bebido mucho anoche, pero cuando despierto con la misma ropa y temblando bajo la fina manta de picnic siento la resaca que penetra hasta la última célula de mi cuerpo. Me duele la cabeza, tengo el estómago revuelto, estoy dolorido de dormir en un sofá viejo y aproximadamente veinte centímetros más corto que yo, y mi orgullo palpita como un cabrón.
Tengo que hacer pis, pero no estoy en condiciones de enfrentarme a Ivy, así que voy a la cocina y suelto una jarra y media de orina en el fregadero. A juzgar por sus contenidos —platos, sartenes, colador, rallador— parece que alguien ha estado comiendo boloñesa quemada, y la imagen de las secuelas me provoca náuseas.
Frank suele moverse por la casa con el sigilo de un babuino sobre un pogo saltarín, así que cuando de repente oigo su voz detrás de mí casi se me sale el corazón por la boca.
—Buenos días, Fish.
Estoy a media meada y no puedo parar, así que sigo meando sobre los platos de la noche anterior.
—Ups —dice Frank riendo—. No sabía que estuviera ocupado. Ja, ja.
Termino, me subo la cremallera y abro el grifo del agua caliente sobre el fregadero.
Se oye el chillido de Ivy desde el cuarto de baño.
—¡El agua!
He aquí uno de los dilemas de la vida moderna: cerrar el grifo para que tu novia embarazada pueda seguir duchándose con agua caliente una mañana de invierno, o seguir llenando el fregadero para poder limpiar el pis de su vajilla. Me da la sensación de que tardo dos semanas en llenar el fregadero mientras ignoro los gritos cada vez más altos de «¡El agua!» de Ivy y el comentario ininterrumpido de Frank.
—Navidad, ¿eh? —dice Frank—. ¿Seco?
—Ya puedo yo.
Frank coge un trapo y empieza a secar un plato mientras yo raspo un poco de salsa de carne congelada del fondo de la sartén con la uña del pulgar.
—¿Estás bien? —pregunta.
—He estado mejor.
—Entonces, ¿vas a casa de tu padre?
—Eso parece.
—Ivy está muy unida a mamá —dice Frank.
—Me alegro por ella.
Centro mi atención en la sartén.
—¿Te vas hoy? —pregunta.
—¿Te importa si utilizo tu habitación?
—¿Cómo?
—Necesito dormir un poco.
—Eh, claro, por supuesto. Quiero decir, es tu casa.
—De tu hermana, pero… en fin.
Frank coge unos vaqueros y una camiseta, me meto en su cama y cierro la puerta. Las sábanas aún están calientes y la almohada rezuma el olor a primate de Frank, pero me quedo dormido antes de empezar a preocuparme por ello.
Mi resaca no ha hecho más que crecer dando rienda suelta a mi mala leche cuando Ivy entra en la habitación de Frank. Estoy desorientado y confundido, primero por no estar en mi propio dormitorio, y luego porque tampoco estoy en el sofá; es como si mi consciencia me siguiera a poca distancia, como un pequeñín tratando de seguirle el paso a su padre.
Ivy se sienta al borde de la cama y me acaricia el pelo.
—Buenos días.
—Hola. ¿Qué hora es?
—Poco más de las diez. ¿Qué tal tu cabeza?
—Fatal. ¿Qué tal tu… todo?
Anoche, cada vez que me despertaba por el frío o la sed, o al notar un muelle del sofá hincándoseme en el riñón, me venía la misma pregunta a la cabeza. ¿Quiere Ivy más a esos bebés de lo que me quiere a mí? Claro que sí, la respuesta salta a la vista. También son hijos míos, y, dejando mi ego a un lado, quiero que los quiera más de lo que me quiere a mí. Así debería ser, así es la vida. Supongo. La pregunta más difícil tiene su origen hace veintiuna semanas: ¿Quería Ivy tener esos hijos más de lo que quería tenerme a mí? ¿Era el material biológico bajo mis calzoncillos mi rasgo más atractivo? En este caso la respuesta es menos evidente, y, si es afirmativa, también menos fácil de digerir.
Quiero a Ivy; creo que es inteligente, divertida y preciosa…, pero, por poco que me apetezca admitirlo, no creo que esté corriendo lo más rápido que puedo. Y aunque intento apartar esa idea de mi mente, me persigue como un agorero beligerante. ¿Es esta la mujer con la que deberías pasar el resto de tu vida? ¿Es ella tu gran amor? ¿O simplemente sigues con ella por el sentido de responsabilidad y la esperanza de que todo se arregle al final?
La verdad es que no lo sé. Es evidente que a Frank no le funcionó.
—¿Te vas a levantar?
—Me siento fatal —digo.
—Si salgo ahora evitaré atascos —dice Ivy—. A lo mejor.
—Vale.
—¿Quieres que espere?
—No, vete, es un viaje largo.
—Tu regalo está debajo de la cama —dice Ivy.
Y a pesar de todo, me río.
—El tuyo también.
—Grandes mentes —dice Ivy—. ¿Voy a cogerlos?
—Me estalla la cabeza.
—¿Te traigo unas pastillas?
—Me tomé varias hace un par de horas.
—¿Nos damos los regalos a la vuelta? —dice Ivy.
Asiento, cierro los ojos y me entran ganas de llorar. No debería ser así. Deberíamos llevar jerséis horteras a juego con renos bordados en la parte delantera, deberíamos estar paseando por el Common, escuchando a Bing Crosby, asando castañas con el gas al máximo. Así no debería ser: no viendo cómo Ivy fuerza una sonrisa mientras yo estoy tumbado en el lecho maloliente de su hermano, incapacitado por la gripe, las dudas y una resaca punzante.
—Oye —dice Ivy; me frota la cabeza dolorida, y me susurra al oído—: Anímate, cariño, de todos modos, la Navidad está sobrevalorada.
Arquea las cejas, y su sonrisa se hace más amplia mientras espera mi reacción. Pero es que no sé cómo reaccionar. Ivy se acerca a besarme en los labios, pero le aparto la cara.
—Los bebés… Te voy a pegar el catarro.
Ivy me gira la cara y me besa en la boca.
—Te veo el miércoles —dice.
Ni siquiera sé qué día es hoy, no sé si Ivy se va uno, dos o tres días.
—Te veo el miércoles.
Ivy se detiene en el umbral de la puerta, se lleva una mano al estómago.
—No lo sabía —dice—. Créeme, por favor.
La creo. Sea cual sea la explicación, sé que dice la verdad.
—Te creo.
Ivy asiente, y articula silenciosamente la palabra «gracias».
Al marcharse y cerrar la puerta tras de sí, algo reluce en su muñeca. Y mientras oigo sus pasos alejándose por el pasillo, comprendo que lleva los gemelos de claqueta que me regaló hace una semana.
Cuando vuelvo a abrir los ojos son más de las doce y la casa está silenciosa como un monasterio. Ni siquiera se oye a los vecinos. Voy al dormitorio principal, me tumbo en el lado de la cama de Ivy y me quedo medio dormido. Me meto un buen rato bajo la ducha, y para cuando estoy seco y vestido siento tanta hambre que tengo náuseas.
Frank está sentado en el sofá, leyendo tranquilamente.
—Tienes un sándwich de salchichas —dice señalando con Trampa 22 hacia el mostrador de la cocina—. Y ahí tienes café.
El sándwich y el café están calientes.
—Gracias —digo dejándome caer a su lado en el sofá—. Está buenísimo.
—Compré de esas salchichas pijas en el Village.
—¿Qué tal vas de dinero?
—Digamos que es bueno que este año no tenga que comprarle regalo de Navidad a Lois.
—No hay mal que por bien no venga, ¿eh?
—Sabes que está loca por ti, ¿no? —Frank asiente mirando a la puerta de entrada, la misma por la que Ivy salió hace un par de horas.
La verdad es que no estoy seguro de saberlo.
—Pues lo está —dice Frank, como si leyera mi mente—. Créeme, lo está.
—Entonces, ¿te quedas aquí?
Frank suspira.
—Eso parece. No puedo ir a casa solo.
—¿Por qué no?
—Mamá y papá son un poco raros con lo del divorcio.
Recuerdo que Ivy ya me lo había dicho.
—¿Raros en qué sentido?
Frank se encoge de hombros.
—Simplemente raros.
Enciendo la tele y me como el sándwich de salchichas viendo un programa concurso de día lleno de famosos casi analfabetos con sombreros de fiesta. Entre los temas discutidos están: la mejor forma de preparar un pavo, las mejores películas navideñas, los mejores villancicos, qué hay en la tele en Navidad y un fragmento sobre un pirado de Wigan que come pavo con todo sus acompañamientos los trescientos sesenta y cinco días del año —trescientos sesenta y seis si es bisiesto—. Yo suelo ir a casa de papá con el coche cargado de ingredientes para prepararles la cena de Navidad a él y a la familia de Maria, pero como no sabía (o me negaba a aceptar) lo que iba a hacer este año, esta vez estoy tristemente falto de provisiones. Antes de salir para allá tendré que pasarme por la carnicería cara y comprar lo que les quede de producto sobrevalorado, sea o no navideño.
—¿A qué hora te vas? —pregunta Frank, que esta mañana parece inusualmente tranquilo.
El reloj sobre la repisa de la chimenea dice que son las doce y veintitrés.
—En cualquier momento —contesto.
—Antes de irte… —Se levanta del sofá y va corriendo al pasillo de la entrada.
Regresa nueve segundos más tarde, con un paquete envuelto con papel de regalo y una tarjeta.
—Feliz Navidad, y feliz cumpleaños —dice, dándome un incómodo abrazo de oso.
—Frank… Gracias. Me temo que yo no… —Y me encojo de hombros, mostrándole mis manos vacías.
Bajo la cama, al lado del regalo de Ivy (y del mío), hay un libro sobre juegos de magia con cartas y una baraja marcada, que tenía preparado y envuelto para dárselo a Harold cuando me fuese. Y por un segundo me planteo darle el regalo a Frank (probablemente lo aprecie más que mi vecino adolescente y gruñón), pero me parece un poco feo.
Frank le quita importancia a mi gesto moviendo su zarpa.
—No seas tonto. Te agradezco mucho que me hayas dejado quedarme aquí, tío.
—No es nada.
—Bueno… —Frank vuelve a lanzar una mirada involuntaria hacia la entrada—, para mí lo es. Y sé que las cosas están… Sé que… En fin, que gracias.
—Gracias —digo, mostrándole el paquete envuelto con torpeza. Y me sorprendería mucho que bajo el papel de copos de nieve no hubiera un pack de DVD.
No soy muy fan de la Navidad, pero, aun así, tampoco me gusta abrir los regalos antes de tiempo. Tal vez sea porque el 25 de diciembre también es mi cumpleaños e intento sacarle todo el disfrute que pueda a ese día. De modo que cuando dejo el regalo de Frank sin abrir sobre la mesa de centro no es por timidez. Simplemente es la fuerza de la costumbre.
—¿No lo vas a abrir?
—Pensaba dejarlo para el gran día.
—Ábrelo, ábrelo.
En el tiempo que Frank ha estado en este piso, él y yo hemos visto una cantidad dolorosa de televisión con Ivy apretujada entre los dos en el sofá. Y en cuanto Ivy se queda dormida, Frank empieza a cambiar de canal hasta que encuentra alguna película de acción de los ochenta o los noventa —Los Inmortales, Acorralado, The Delta Force, Cyborg—. Por eso, aunque solo han sido tres semanas, cuando abro el regalo y encuentro una selección de películas de Arnold Schwarzenegger —Terminator, Depredador, Comando y Conan el Bárbaro—, lo interpreto como una especie de broma entre nosotros.
—No tenías por qué.
—Bueno, si no lo hago probablemente habría acabado viendo Solo en casa o algo así. ¿Has visto la mierda que ponen en Navidad?
Le miro con una expresión que, espero, refleje dolor y decepción a partes iguales.
—¿Quieres decir… —señalo los DVD, y luego a Frank— que los has comprado para ti?
—¿Qué? No, hombre…, no exactamente. Pensé…, pensé que podríamos verlos jun… —Frank ve una pizca de picardía en mis ojos—. ¡Ah, cabrón!
—Has caído.
—¡Maldita sea! Ivy hace lo mismo.
—Sí —digo yo—, lo hace.
—Mira —dice Frank, adoptando un tono serio otra vez, como si no hubiera caído con mi numerito exagerado y, de hecho, todo formara parte de una trampa suya para sacar tajada—. Sé que he estado en medio, y sé que las cosas han estado un poco… —y mueve la mano con la palma hacia abajo —, un poco chungas entre Ivy y tú.
—Te agra…
—Pero… Lois y yo… nunca tuvimos lo que tenéis Ivy y tú.
—Ivy me dijo que estabais hechos el uno para el otro.
Frank suspira, sacude la cabeza.
—Éramos buenos amigos, nos hacíamos reír, nos deseábamos. Ja, ja, hasta nos parecemos un poco.
—Parece… maja.
Frank logra sacar una sonrisa.
—Morena —dice—. Y sí, era maja. Es maja, supongo. Pero todo era… —La sonrisa desaparece—. Créeme, nunca tuvimos lo que tenéis Ivy y tú. Simplemente no lo teníamos. Así que no lo jodas, ¿vale?
Asiento con la cabeza.
—O te mato.
Aunque se ríe mientras me abraza, no puedo evitar imaginarme al bulldog musculoso de Tom y Jerry, y cómo incrustaba al gato indestructible en el suelo de madera.