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Hoy Ivy está de diez semanas, y de repente su embarazo parece mucho más real que la última vez que la vi, hace treinta horas. Ayer y hoy ha estado trabajando en un vídeo de promoción para un nuevo grupo que les mola a todos los modernos. Anoche el rodaje duró hasta tarde y esta mañana empezaban pronto, así que hemos pasado la noche separados. Al despertar, me he encontrado un mensaje con una foto en el móvil.
La imagen es un primer plano de un estómago mullido de mujer; la cicatriz desdibujada que va de arriba abajo confirma que se trata del estómago mullido de Ivy. Con lo que parecería lápiz de labios, ha pintado un bocadillo de diálogo saliendo del ombligo que dice: «¡Hoy estoy de diez semanas! Xxx».
Y así, de repente, todo esto tiene aproximadamente diez veces más gravedad que ayer. He llamado a Ivy inmediatamente, pero ha saltado directo el buzón de voz. He escrito y borrado cinco respuestas distintas antes de optar por una broma con números romanos —¡X!— que seguramente habrá entendido como un simple y apático beso. Luego he escrito una explicación, pero me ha parecido demasiado condescendiente, y también la he borrado.
Joe y yo hemos estado una hora y media hablando del anuncio de papel higiénico con la agencia de publicidad. Creo que ha ido bien, aunque me ha costado concentrarme. El anuncio va de un conejo gigante, y la idea no paraba de recordarme el mensaje de Ivy: «Hoy estoy de diez semanas». Saberlo me hacía sentirme muy aislado. Todo el mundo emocionado con vestuario, reparto y chistes malos, y lo único que yo quería hacer era dar golpecitos con una cucharita sobre mi taza y decir: «¡Hey, gente! ¡Adivinad: voy a tener un hijo!». Pero Ivy y yo vamos a mantener la noticia en secreto hasta la ecografía de las doce semanas, que es dentro de quince días. Así que me he limitado a hacer como si escuchara y tomara notas, y cada vez que los demás se reían, me reía con ellos. Aparentemente ha funcionado, y Joe está convencido de que es nuestro. En el trayecto de vuelta a Brixton en la Victoria Line del metro, me siento como un saco de emociones encontradas. Por un lado, es un rodaje de dos días y me pagan por cada uno de ellos, así que será una buena cantidad de dinero para el fondo-familiar-cada-vez-más-inminente. Pero, por otro lado, no deja de ser un anuncio de papel de váter.
Por si fuera poco, hay algo que lleva todo el día rondándome el inconsciente y no soy capaz de decir qué es. Creo que tiene algo que ver con ropa interior. Ivy me lleva a cenar esta noche; traerá una bolsa con mudas, y puede que se quede a pasar el fin de semana, o tal vez movamos el campamento a Wimbledon. Parece que no hay día en que ninguno de los dos salga de casa sin una muda en el bolsillo, y la mitad de las veces la ropa interior en cuestión necesita un lavado. En ningún momento se me ha ocurrido pedirle un cajón en su casa, ni ofrecerle uno en la mía, a lo mejor porque parecería una oferta bastante endeble considerando nuestra situación.
De camino a mi casa, paso por delante de un taller de duplicado de llaves y de repente siento que sé lo que tengo que hacer. O puede que lo supiera desde esta mañana, cuando pasé por delante del mismo sitio de camino al metro.
Mi siguiente parada es una joyería barata, pero cuando digo que quiero comprar un estuche para anillos sin anillo, responden con la más cruel incomprensión.
—Es una sorpresa para mi novia —explico.
La chica tras el mostrador lleva tres aretes de oro en una oreja, cuatro en el otro, y tiene una tachuela en el labio superior.
—¿Qué, un estuche vacío?
—Sí, no, voy a poner algo dentro.
—¿Qué?
—Una llave.
—¿Qué?
—La de mi casa. Es que quiero ponerla en un estuche, la llave, para darle una sorpresa.
—No vendemos estuches.
Saco mi sonrisa más encantadora.
—¿Hay alguna posibilidad de que me des uno?
—Pues va a ser que no.
—Bueno, pues ¿qué es lo más barato que tenéis?
La tachuela que tiene en el labio superior se mueve hacia fuera y hacia dentro en el agujero.
—¿Tiene agujeros en las orejas?
—¿Por qué, cuánto cuestan los pendientes?
—Catorce noventa y nueve.
—Perfecto.
La chica abre el cajón debajo del mostrador, coge un par de pendientes de plata y los mete en una bolsa de falso terciopelo violeta con adornos de corazones.
—Perdona —digo con infinita paciencia y educación—. ¿Podrías ponerlos en un estuche?
—Estos van en una bolsa —contesta ella—. De corazones.
Planto las manos sobre el mostrador de cristal.
—Mira, no quiero una bolsa, quiero un es…
—Le voy a tener que pedir que se quede a ese lado del mostrador.
Me enderezo otra vez.
—Ya estoy al otro lado del mostrador. Solo quería… ¡Dios! Solo quiero un puto es…
—¿Algún problema? —dice un hilo de voz masculina.
Me vuelvo y veo a un hombre de mediana edad detrás de la caja, con la mano visiblemente colocada bajo el mostrador. Vuelvo a mirar a la chica. Ella se cruza de brazos y mueve la tachuela hacia arriba.
—Vale —digo—. Me iré a Argos.
—Muy bien —dice la chica—. Pero ahí solo tienen badajos.
No tengo ni idea de lo que significa eso, pero me da que no es precisamente una alabanza.
Mientras espero en la cola del mostrador de la joyería Argos, se me ocurre que darle unas llaves de mi casa a Ivy es casi lo mismo que darle un cajón para sus bragas. Amo a Ivy; me encanta compartir cama, sofá y cuarto de baño con ella, aunque no cierre la puerta cuando responde a la llamada de la naturaleza. Y no olvidemos a nuestro hijo, que ahora es del tamaño de un kumquat, y tiene orejas, fosas nasales y un corazón que late ciento ochenta veces por minuto. Lo más razonable —lo más correcto y romántico— sería pedirle que se viniera a vivir conmigo, cuerpo, alma y ropa interior. El único problema que le veo es que Ivy estaría loca si abandonara la serenidad arbolada de Wimbledon Village por la cacofonía amenazadora y maloliente de Brixton. Pero ya ha llegado mi turno, así que ofrezco una plegaria desesperada al santo patrón de los idiotas, y le pido a la dependienta hastiada los pendientes más baratos que tenga.
Yo bebo, Ivy no.
Como dos copas de vino cuestan más que una botella, he pedido una entera, pero estoy nervioso y eso me está haciendo beber demasiado deprisa. Ya hemos terminado los entrantes y el plato principal, y ahora esperamos a que llegue el postre. Estoy demasiado incómodo con el estuche de llaves en el bolsillo delantero de los vaqueros como para olvidar su existencia por un solo instante. He estado esperando el momento oportuno para dársela, pero cada vez que ha habido un respiro en la conversación, mi arrojo ha desaparecido y se ha escondido bajo la mesa. Al final, he acabado dando tumbos de una ilusa estrategia de conversación a otra como un adolescente en una primera cita. Por suerte, Ivy está tan cansada que o no se ha dado cuenta o no le importa. He intentado empezar una conversación sobre nombres para bebé, pero Ivy dice que es demasiado pronto. Le he preguntado si prefería niño o niña, y lo único que ha dicho es que quiere que venga sano. Le he preguntado si quiere dar a luz en casa o en el hospital, y ella me ha pedido que cambiáramos de tema. Así que me he puesto a hablar del tiempo. Es evidente que Ivy preferiría estar en casa, durmiendo en el sofá viendo una película mala, lo cual, dadas las circunstancias, es totalmente comprensible.
—¿Qué tal estaba tu pasta? —pregunto.
—Rica. ¿Y tu pescado?
—Bien.
—Genial.
—Sí, me gusta el pescado.
Gracias a Dios, la camarera llega con los postres. No es que sea exactamente una oportunidad, pero a esta cita le quedan unos diez minutos, así que es el momento de hacerlo o morir. Me armo de valor, respiro hondo y me llevo la mano al bolsillo…, y solo cuando está a plena vista sobre la mesa me doy cuenta de qué es lo que suele haber en un estuche de anillo.
—He estado pensando —digo, y ojalá hubiera pensado un poquito más.
A Ivy solo le falta retroceder espantada.
Probablemente sea cosa de mi imaginación, pero la conversación de fondo del resto de las mesas parece desvanecerse. De repente oigo con dolorosa claridad al guitarrista de la esquina, que canta dulcemente —sí, amore—. En la versión cinematográfica de mi vida, todos los rostros se vuelven expectantes hacia mí: una señora gorda deja de masticar el postre que tiene en la boca; un camarero donjuán me hace un guiño de ánimo; una anciana extiende la mano para coger la de su marido y mira sus ojos enturbiados; como punto cómico, un calvo con gafas mira la cara amargada de su mujer y se estremece. Pero esto no es una película, esto es la vida real, sin ensayos ni guiones, y la única persona que me está mirando es Ivy. Tengo el cien por cien de su atención, pero me mira como si tuviera algo así como un hacha ensangrentada en la mano.
—¡No! —exclamo, y en mi intento de mostrar que no es un anillo, se me cae el estuche sobre mi tiramisú—. ¡Joder!
Ahora sí que he llamado la atención de la pareja de la mesa de al lado. Sonrío a la tipa que me mira embobada y ella me guiña un ojo.
Ivy tiene agarrado el tenedor como una estrella de cine de terror que intenta eludir lo ineludible.
—No pasa nada —digo, y consigo abrir el estuche de una maldita vez—. Son llaves.
Ivy mira las llaves como si nunca hubiera visto un objeto igual. La mujer de la mesa de al lado vuelve a sus albóndigas, decepcionada.
—De mi casa —explico—. Para ti.
—Llaves —dice ella, procesando aún la situación. Su expresión pasa de miedo a confusión, a alivio y otra vez a confusión.
—¿Quieres venirte a vivir conmigo? —pregunto, pero acentúo demasiado el tono de interrogación. Parece como si le estuviera rogando.
Ivy coge las llaves, mete un dedo a través de la arandela que las une, se da cuenta de lo que está haciendo y las vuelve a dejar sobre la mesa como si fueran peligrosas.
—Esto es una sorpresa —dice.
Yo hago una floritura de cabaré y exclamo:
—¡Tacháaan!
Ivy suelta una risa educada.
—¿Es eso un sí?
Ella se muerde el labio inferior.
—¿Qué tal los postres? —pregunta un camarero.
El de Ivy está sin tocar pero se está derritiendo, el mío tiene una incrustación en forma de estuche en el medio.
—Delicioso —digo—, pero no puedo con un solo bocado más.
—¿Señora? —pregunta el camarero.
—Ya estoy —dice Ivy—. Gracias.
—¿Les apetece un café?
—La cuenta —contestamos los dos al unísono.
No decimos una palabra en el camino de vuelta a mi piso. Aunque es una noche fría sin estrellas, he elegido la ruta bonita. Paseamos cogidos del brazo, aspirando el aire acre mientras vemos a borrachos peleándose, vagabundos inconscientes, putas colgadas y chulos maníacos. Una velada preciosa. Al girar la esquina para entrar en la relativa seguridad de Chaucer Road, Ivy se para bruscamente, y me tira del brazo.
—¿Qué pasa? —digo, mirando a ambos lados de la calle.
Ivy sonríe, coge mi mano entre las suyas.
—¿Quieres venirte tú a vivir conmigo? —pregunta.
La abrazo, la beso.
—¿Eso es un sí? —dice, sonriendo.
—Creí que nunca me lo preguntarías.
Ivy frunce el ceño.
—¿Pero esto es…, me has tendido una trampa?
—No es una manera muy romántica de decirlo.
—No sé —dice Ivy, y echa a andar otra vez, tirando de mi brazo—. Puede que sea lo más romántico que haya hecho nadie por mí.