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Una semana después de traer a casa a nuestro hijo, aún no tiene nombre.
Ivy ha intentado darle el pecho pero Bebé M no puede o no quiere mamar, probablemente por haber pasado sus primeros tres días de vida separado de su madre y alimentándose a base de biberón. Ella está dando leche, pero no parece dispuesta a darle biberón al niño. Así que soy yo quien se los da mientras Ivy pasa gran parte de los días incomunicada, hecha un ovillo en un extremo del sofá (como si tratara de desaparecer bajo los cojines), perdida en un estado de aturdimiento o entre las páginas de un libro. Bebé M no llora mucho, pero más de una vez he visto a Ivy poner mala cara al oírle, como si le fastidiara la molestia. No obstante, Ivy está durmiendo en el cuarto del bebé para poder vigilarle toda la noche. En un principio habíamos pensado que los gemelos durmieran en canastillas en nuestra habitación, pero dado que pasó sus primeros días en una incubadora, según Ivy, lo mínimo que podemos hacer es dejar que duerma en su propio cuarto. Así pues, mientras Bebé M descansa en su canastilla dentro de la cuna, Ivy duerme en un incómodo sofá cama donde no puede ni estirar las piernas. Y yo duermo solo en nuestra cama doble.
Por las noches nos sentamos delante de la tele. Cenamos con el plato en el regazo y tenemos conversaciones inocuas mientras Ivy se saca leche y yo me bebo la mayoría o toda una botella de vino (eso añadido a las dos o tres cervezas que tomo a lo largo del día). He intentado sacar el tema del nombre de Bebé M, pero cada vez que lo hago Ivy se retrae en sí misma, llora y me dice —irritada— que no hay ninguna prisa.
Un jueves frío y soleado, un día antes de la fecha en que debía nacer, enterramos a Daniel. Su ataúd es introducido en un pequeño agujero en la tierra mientras su hermano gemelo duerme impasible en el cochecito doble. No hemos visto a Daniel desde que nos despedimos en el hospital hace ocho días, y ahora, al verle desaparecer, desearía con todo mi corazón haberle ido a ver una vez más y haberle llevado un osito de peluche para que le hiciera compañía. Un hombre nos pregunta si nos gustaría echar tierra sobre el ataúd, pero ninguno de los dos queremos. Ivy se vuelve hacia el cochecito, con lágrimas cayendo por sus mejillas, y con mucho cuidado coge a Bebé M en brazos. Con una mano bajo su culete y la otra acunando su cabeza, le besa la frente, la nariz y ambas mejillas y dice:
—Vamos, cariño. Vamos a llevarte a casa.