24
Ivy está de veintinueve semanas, y si no supieras que espera gemelos creerías que sale de cuentas en unos diez segundos. Subir el tramo de escaleras se ha convertido en toda una proeza de épica determinación; levantarse del sofá es cosa de dos; y cada vez que se pone de pie, parece desafiar las leyes de la física para mantenerse erguida a pesar de su asimétrica masa planetaria. Parece el doble de tamaño que el resto de mujeres en la sala.
Somos ocho parejas en este frío salón de iglesia, y los hombres observamos incómodos mientras nuestras mujeres se sientan a horcajadas en sus sillas. La instructora nos está enseñando a dar un masaje a nuestra pareja durante el parto, presionando los huecos en lo alto de sus nalgas con los pulgares. La instructora, Julia, los llama «Nódulos de Venus». La tripa de Ivy es demasiado grande para sentarse como las otras siete, así que ella está en el suelo arrodillada y echada hacia delante sobre una pelota inflable de gimnasia.
Después de Ivy, la mujer con un embarazo más avanzado es una tal Kath, que no sale de cuentas hasta mediados de mayo —cinco semanas después de que los gemelos hagan aparición— y espera un solo bebé, como todas en esta sala excepto Ivy. Hay un sentimiento generalizado de asombro, miedo, empatía y admiración hacia mi novia y su formidable barriga. Además, apostaría a que Ivy le saca como mínimo media docena de años a cualquiera de las otras futuras mamás, y es la única que no luce alianza.
Presiono mis pulgares sobre los nódulos de Ivy, conteniéndome las ganas de besarle la nuca.
—Si no lográis estar cómodas sentadas en la silla —dice Julie—, probad a echaros sobre una pelota como Ivy. O poneos de pie delante de una silla e inclinaos sobre el respaldo, así.
Una de las mujeres intenta hacer esto último, doblándose por la cintura y agarrándose al respaldo de una silla. Su marido, que está detrás de ella, le pone las manos sobre las caderas y se pega contra ella.
—¡Dadle mientras podáis, chicos! —dice soltando una carcajada, y un par de los más educados le ríen el comentario algo incómodos.
Otro de los padres, Steve, me mira y pone los ojos en blanco; yo asiento sutilmente: mamón. Steve se ríe. Durante el descanso, su mujer y Ivy gravitaron la una hacia la otra (en todos los sentidos), dejándonos a Steve y a mí solos en una conversación trivial y no del todo incómoda: ¿De qué equipo eres? ¿Qué coche tienes? ¿Qué hicisteis anoche?
Ayer fue San Valentín. El primero que pasamos juntos. Y la cita más cara de mi vida. Fuimos a un cine al aire libre en Alexandra Palace y vimos La princesa prometida. No es una película sexy, pero estoy bastante seguro de que la pareja del coche de al lado estaba haciendo algo más que besarse. Entre las entradas, las palomitas y las bebidas me costó más de cincuenta libras, nada en comparación con las dieciocho mil que nos habíamos gastado cuatro horas antes en un Volvo XC90 de segunda mano. Es indiscutible que necesitamos algo más familiar que la furgo de dos plazas de Ivy o el Fiat de El, pero esta cosa tiene el tamaño de un tanque pequeño. Eso sí, es muy Wimbledon, y en la parte de atrás hay suficiente espacio como para que nazcan los bebés si hace falta.
Hay clases preparto para parejas que esperan gemelos, pero la próxima se acerca demasiado a la fecha en la que salimos de cuentas y nos coge demasiado lejos de casa; así que aquí estamos, en el papel de los raros con un bebé de más y dos meses menos de espera, hasta el 11 de abril. El curso consiste en dos sesiones de siete horas, y esta es la segunda, así que, después de hoy, en teoría estaremos todo lo preparados que se puede estar para la llegada de nuestros hijos. Hemos visto la respiración, dar el pecho, pañales, sueño, fórceps, la ventosa obstétrica y las cesáreas. Hemos hablado de situaciones de emergencia, y de cuáles son los mejores tentempiés para coger fuerzas durante el parto. Tenemos una lista de artículos que meter en la bolsa para el hospital y una lista de lo esencial a comprar en la farmacia.
Es educativo, emocionante y aterrador, y tengo cuatro páginas de apuntes y una lista plastificada para llevar en la cartera y consultarla el día del parto. Pero, en todo caso, estoy más nervioso que hace una semana y siete horas. Acabado el curso, nos trasladamos al pub del barrio y pedimos ocho pintas de cerveza y ocho refrescos. Aquí embutidos en torno a tres mesas juntas, formamos un grupo grande y llamativo, y el resto de clientes nos mira con curiosidad, dándose codazos y observándonos como si fuéramos un nuevo espectáculo a punto de comenzar.
Aparte de aprender a cambiar un pañal, la única razón por la que la gente va a clases prenatales es para hacer amigos que no se irriten con el constante anecdotario de «mira qué mono, lo que ha hecho». Es una lotería, y mirando entre nuestro grupo no creo que compremos muchas más tarjetas de felicitación para la Navidad que viene. El tipo que se arrimaba por detrás a su mujer hace dos horas se llama Keith, y acaba de nombrarse organizador social.
—Bueno —dice, dirigiéndose al grupo como si fuéramos invitados en su espectáculo—. ¿A qué se dedica todo el mundo? Empiezo yo, ¿vale? Me temo que soy abogado.
Al parecer, hay tres abogados en la mesa, un importador de vino, un promotor inmobiliario y dos tipos que trabajan en la City. A juzgar por la descripción de su trabajo, sus zapatos, sus relojes y sus letales anillos de compromiso, es evidente que Ivy y yo somos los pobretones del grupo.
—Peluquería y maquillaje —dice Ivy, y todas las mujeres se inclinan hacia delante.
—¿Has trabajado con algún famoso? —pregunta la esposa de Steve, una mujer guapa llamada Carrie.
—Unos cuantos —contesta Ivy sonriendo.
—¿Quién ha sido el peor?
—Mmm, el peor no sé, pero… una vez uno se me tiró un pedo.
Carrie se lleva las manos a las mejillas, horrorizada.
—¡No!
Ivy asiente.
—Me temo que sí. Estaba haciéndole una marca de mordisco en el culo.
—Sufre por su arte —digo yo.
Ivy me lanza una mirada asesina de broma.
—Gracioso. Era una película de vampiros. Usé unos dientes falsos y raya de ojos roja.
—Eso es lo que dice ella —dice alguien.
Ivy le guiña un ojo.
—Y mantengo mi coartada.
—Venga —dice Steve—. Vas a tener que darnos un nombre.
—Salía…, salía en El talento de Mr. Ripley —dice Ivy—. Y eso es todo lo que voy a deciros.
—¿Jude Law? —dice Kath—. Seguro que fue él.
—¿Cómo se llamaba el otro? —pregunta Keith, agitando la mano en el aire—. ¡Damon! Sí, ese tiene pinta de pedorro. Seguro que fue Damon.
Ivy niega con la cabeza.
—Mis labios están sellados.
—Eso espero —dice Steve, riéndose.
—Bueno —dice Keith, dando una palmada para dar por finalizada la historia—. ¿Fisher? ¿Cómo te ganas la guita?
—Soy director —contesto.
—¿De?
—Anuncios.
—Anuncios… ¿de publicidad?
Asiento.
—Me gusta el del gorila que toca la batería —dice Keith—. ¿Hiciste ese?
—Me temo que no —contesto.
Keith parece decepcionado.
—¿O el de los suricatos? Son muy graciosos.
—No —admito.
—¿Cuál es el último que has hecho? —pregunta uno de los tipos de la City.
Hago una mueca involuntaria.
—Nada emocionante.
—Venga, hombre, suéltalo.
La ironía de la frase es horriblemente adecuada.
—Fastlax —contesto.
—¿Qué es eso? ¿Un laxante?
Asiento.
—Laxante.
—¿El de la mujer en el juzgado? ¿El juez?
Vuelvo a asentir, y prácticamente resuena en el silencio desinflado.
—Hizo el de Mr. Bogeyman —dice Ivy—. ¿Verdad, cariño?
—¡Lo vi! —dice Carrie—. Ese en el que va a una feria.
—Sí —contesto, con una repentina inyección de orgullo.
—Ganó un premio —dice Ivy, frotándome el hombro.
—¿Es así como os conocisteis? —pregunta Steve.
—No lo he visto —dice Keith, sacando el labio inferior despectivamente.
—Sí —contesto a Steve—. Pero no en Mr. Bogeyman. En un rodaje de Gominolas.
—¿El del pequeño vampiro? —dice otro.
—Ese me encantaba —dice Carrie—. La niña era taaan mona.
Miro a Ivy y veo que ella también sabe lo que se avecina. Y, cómo no, viene de Keith.
—Espera —dice—. Ese es bastante reciente, ¿no?
—Del verano pasado —contesto.
Keith me mira entornando los ojos, como un detective de la tele a punto de coger al asesino. Mira a Ivy, y su enorme tripa.
—Entonces…, ¿cuánto tiempo lleváis juntos?
—Unas veintiuna semanas —contesta Ivy.
El resto de conversaciones entre el grupo ha desaparecido. Todas las miradas se centran en Ivy. Se está sonrojando y las cicatrices se ven más sobre su mejilla, su cuello y sus labios. Ivy empieza a llevarse la mano al moflete izquierdo, pero entonces se da cuenta, continúa el movimiento y se pasa la mano por el pelo.
—¿Y de cuántas semanas estás? —dice Keith.
—De unas veintinueve —contesta Ivy.
Hay un segundo de silencio y todo el mundo se echa a reír. Pero es una risa bienintencionada, y si acaso, creo que nuestro caché no ha hecho más que aumentar.
—Serás perro —dice Keith, dándome una palmada en el hombro—. Perro malo…
Una vez decaen el clamor, las preguntas y el asombro, el grupo se fragmenta de nuevo y acabamos en un agradable cuarteto con Steve y Carrie.
—¿Tenéis planes este fin de semana? —pregunta Steve.
—Boda —contesto.
Los ojos de Carrie se abren de par en par.
—Soy padrino del novio —añado.
Carrie mira el dedo anular desnudo de Ivy.
—Tú vigila el ramo —dice Steve guiñándome un ojo.
Y de nuevo, Ivy se sonroja hasta arriba.
La semana veintinueve en el libro de bebés marca el comienzo de una parte nueva: «Embarazo avanzado». El capítulo empieza con una descripción del creciente malestar físico que la madre puede estar experimentando. Sus órganos se ven desplazados por el crecimiento de los bebés. Su vejiga se ve comprimida, su estómago se mueve hacia arriba, se siente cada vez más cansada y fatigada. Según la descripción del libro, los pies, los tobillos y las manos de Ivy se hinchan por la retención de líquidos. El libro aconseja quitarse los anillos, y una vez más en el día de hoy me doy cuenta de que no estamos casados.
Mañana vamos a New Forest para la boda de Joe; he sacado brillo a mis zapatos, he planchado mi camisa y Ivy me ha cortado el pelo: ventajas de vivir con una peluquera y maquilladora. Tengo mi discurso escrito, ensayado y reducido a cinco tarjetas, sobre la mesilla de noche. Ivy ha aguantado el monólogo de tres minutos al menos diez veces. Hay un párrafo sobre el amor y las almas gemelas, y aunque estoy seguro de que Joe y Jen «están hechos el uno para el otro», no puedo decir que haya visto de primera mano la pasión y el amor que describo entre ellos. Cada vez que leo esas frases, Ivy sonríe, me mira a los ojos y se las digo directamente a ella. Le han hecho llorar dos veces. Luego paso a una anécdota obscena, piropeo a la novia e invito a los invitados a alzar sus copas. Ivy levanta su copa de champán invisible, aplaude y me hace un par de sugerencias sobre los puntos del discurso que podría pulir. Cada vez que lo repasamos, siento un poco más de tristeza por el hecho de que Ivy y yo no estemos casados, y me convenzo un poco más de que deberíamos estarlo. En fin, al menos Ivy no tiene que quitarse ningún anillo porque sus dedos se estén hinchando como globos.
El libro dice que tendríamos que haber empezado a ir a clases de preparto, lo cual me hace un poco de gracia, porque es la primera vez que hacemos algo de acuerdo con los tiempos establecidos. Ivy y Carrie se dieron los números de teléfono, y estamos de acuerdo en que Steve y Carrie son los mejores candidatos para el papel de nuestros nuevos mejores amigos. Salen de cuentas cinco semanas después que nosotros, pero viven cerca y no parece haber una diferencia económica insalvable con respecto a los Fisher-Lee.
Una calabaza bellota mide alrededor de cuarenta centímetros de largo y parece una mezcla entre un pimiento y una calabaza normal. Hasta hoy nunca había oído hablar de una calabaza bellota, pero los gemelos tienen el tamaño de esa hortaliza de aspecto extraño. Según el libro, aún están activos, pero a partir de ahora lo estarán cada vez menos conforme el útero esté más y más apretado. Los ojos de los bebés ya pueden enfocar, pestañear, distinguir formas y perfiles a través de las membranas, la piel y la grasa de la tripa de Ivy. Si hago una sombra de pájaro delante de su estómago, la podrán ver. Crecen hasta un centímetro a la semana, según pierden la grasa y van estirándose sus músculos. Puede que ya tengáis nombre para vuestro bebé, dice el libro. Pero lo único que tenemos es una lista de nombres que no queremos.
—Me gusta Evan —dice Ivy—. Creo.
—Un poco galés…
—Eso es Evans, ¿no?
—Seguramente los dos. Oye, ¿qué van a ser: Fisher o Lee?
—Bueno, si tenemos un Evan tendrá que ser Fisher.
—¿Por qué?
Ivy me mira como si la respuesta fuera evidente.
—¿Evan Lee?
—Por… ¡Ah! Como celestial, de angelito celestial… Entiendo.
—Exacto —dice Ivy—. Y por cierto, ese es otro.
—¿Otro qué?
—Lee, Zach Lee…
—Dios, estoy lento, entonces tu madre es…
—Eva Lee… everly, y mi hermano es Frank Lee…, frankly.
—Eso es malvado. Los otros dos no tienen nombres ridículos, ¿verdad?
Ivy niega con la cabeza.
—Papá quería llamar a Peter, Brock…
—Brock Lee…
—Pero mamá no le dejó. Y Geoff casi se llama Sylvester.
—No lo pillo.
—El diminutivo es Sly… Sly Lee. A mí quería llamarme Belle, pero mamá también lo vetó. Y cuando llegó el pobre Frank, supongo que mamá tiró la toalla o simplemente estaba demasiado distraída para darse cuenta[5].
—Entonces, si son Fisher, ¿podemos llamar a uno Brock?
—No.
—¿Y Sylvester? Me gusta Sylvester.
—¿Y Dan? ¿Danny?
—Me gusta. Buen nombre de chico.
—O de chica, Danielle.
Pongo mis manos sobre la tripa de Ivy.
—¿Qué nos parece Danny ahí dentro? ¿Alguna opinión…?
—¡Corre, mira! —Ivy se levanta la camiseta, dejando al descubierto la cúpula desnuda de su estómago. Por un instante no pasa nada. Y luego, lo más extraño y maravilloso que jamás haya visto: una suave protrusión se forma en la superficie de la tripa de Ivy. La zona abultada —que espero sea la rodilla o el codo de un bebé de veintinueve semanas— se mueve del noroeste al sureste en una trayectoria curva que desaparece como una foca bajo la superficie del agua.
—Ese es Troche —dice Ivy.
—¿Troche?
—El de abajo se llama Moche. Mira… —Me coge la mano, la pone sobre su tripa y siento cómo algo ondea bajo la palma de mi mano. Es mi bebé —a menos de dos centímetros— haciendo presión contra mi mano.
—¿Eres Danny? —le digo al bulto, y él o ella se vuelve a mover.