33
El domingo por la tarde entro en la habitación de Ivy en el hospital, y la encuentro tumbada en la cama con Danny, acariciando la cabeza de nuestro hijo con su mejilla. Está rosadito, sereno y precioso; parece que estuviera vivo. Tiene los dedos perfectos y doblados en puños, y su moflete rechoncho apoyado sobre el pecho de su madre. Ella también tiene los ojos cerrados.
Me siento en la silla junto a la cama y acaricio la cabeza de Ivy. Paso los dedos por su melena morena, desde la raíz hasta la punta, donde cae junto al hombro de Danny. Entonces paso la mano sobre la cabeza del pequeño, y lo noto frío como una piedra. Ivy abre los ojos, y siento un escalofrío.
—Hola —digo.
Ivy me mira como si no me viera, inexpresiva.
La imagen de una madre y su recién nacido debería ser lo más hermoso del mundo. Ivy tiene un aspecto espantoso; como si no hubiera dormido ni dejado de llorar desde que me fui esta mañana.
En mi cabeza digo: ¿Estás bien? ¿Has dormido? Lo siento.
Digo:
—¿Has visto al bebé…, al otro bebé?
Ivy dice que no con la cabeza. Una lágrima se forma en el borde de su ojo, y resbala por su mejilla hasta la barbilla, donde desaparece al contacto con el cabello ralo y castaño de Danny. Lo han limpiado desde anoche, pero su cabeza sigue mojada y pegajosa por las lágrimas acumuladas.
—¿Puedo cogerlo?
A Ivy le tiembla el labio inferior, aprieta a Danny contra su pecho, cierra los ojos y apoya su mejilla sobre lo alto de la cabeza del bebé. Y entonces se relaja, abre los ojos y me da a mi hijo. No pesa nada; es cinco semanas prematuro, cabe perfectamente entre mis dos manos y pesa…, no pesa nada. Lleva un pijama de algodón blanco y tiene el pecho calentito por el calor que ha absorbido de Ivy. También noto parte de su cara caliente al contacto con mi cuello. Pero la otra mitad, como su espalda y su culete, está fría a través de la tela fina. Meto mi dedo índice en su mano cerrada y me da la sensación de que sus diminutos dedos, sus dedos preciosos, me agarran.
—Deberíamos ir a ver a su hermano —digo—. Ni siquiera tiene nombre.
Ivy arruga el mentón, y me pregunto cuántas lágrimas puede llegar a llorar una persona.
—No podemos llamarle Moche para siempre —digo, obligándome a sonreír. Pero es demasiado pronto, y Ivy aparta la mirada.
—¿Lo has visto? —pregunta.
—He pensado que podíamos ir juntos.
Ivy vuelve a mirarme.
—¿Está…?
—Está bien —contesto—. La comadrona dice que es fuerte, que está bebiendo la leche, que les tiene ocupados.
Ivy extiende los brazos, pidiéndome a Daniel, y se lo devuelvo. Lo coloca sobre su pecho, le besa el pelo, le acaricia la espalda como si quisiera darle calor.
—No puedo —dice—. Hoy no.
—Solo cinco minutos…
Ivy niega con la cabeza.
—Después de esto —dice acariciando la cabeza de Daniel—. Después de esto no hay nada. Esto es todo… Es todo lo que voy a tener con él. —Le besa la cabeza—. Esto es todo.
Una hora más tarde, Ivy se queda dormida. Cojo a Daniel en brazos todo el tiempo que puedo soportarlo y por fin lo dejo en su fría cuna. Aprovechando que Ivy duerme, voy a ver a nuestro hijo en la unidad de cuidados especiales.
Él también está dormido, hecho un ovillo en una incubadora cerrada. Tiene dos ventosas con cables pegados al pecho, y otro cable cogido al pie con una tobillera de velcro.
—No hay por qué preocuparse —me dicen de inmediato—, está respirando bien pero necesita un poco de ayuda para mantener la temperatura.
Dos bebés que no pueden mantener el calor —uno dentro de una cuna fría, y el otro durmiendo en una incubadora climatizada, hinchando y deshinchando la tripa cada vez respira. Hay un agujero circular en un lado de la incubadora, y después de lavarme y desinfectarme las manos, me dejan tocar a mi bebé a través de la pequeña abertura.
—Hola, bebé —susurro—. Hola, Bebé M.
Bebé M estira las piernas en un largo bostezo, y vuelve a quedarse como un fardo suelto. Pongo mi dedo en su mano, y lo aprieta fuerte y claramente. Siento que sonrío, como si le estuviera pasando a otra persona. La sonrisa se queda dibujada torpemente en mi cara. Es la primera vez que no la fuerzo en casi dos días.
El lunes por la mañana llego al hospital pasadas las nueve y voy directamente a la unidad de cuidados especiales. Bebé M —que apenas tiene treinta horas de vida— sigue en su cuna, pero la comadrona dice que puedo sacarlo y abrazarlo. Es el último día de marzo y hace calor; pero, aun así, Bebé M lleva un pijama, una chaquetita, patucos y un gorro de lana. De repente hace un ruidito y me remueve más de lo que podría hacerlo cualquier palabra. Después de esto, cuando vaya a ver a Ivy y a Daniel, todo volverá a cambiar; estaré en otro mundo, un mundo en el que nuestro bebé está muerto y no se permite sonreír. Así que acerco una silla a la ventana y me siento con Bebé M para que sienta el sol en la cara. Le observo dormir y veo cómo sus ojos se entreabren un instante, veo sus puños cerrarse y abrirse, le observo respirar. Cuando empieza a llorar una comadrona trae un biberón, y doy de comer a mi hijo. Le froto la espalda hasta que saca los gases y le cambio de pañal, y veo por primera vez su tripa, sus piernecillas delgadas y su culo arrugado. Se duerme en mis brazos una hora entera de serenidad y silencio, hasta que su comadrona lo devuelve a la incubadora.
Voy a ver a Ivy, y encuentro a Daniel en su cuna. Ella sonríe al verme, es una sonrisa leve y amable, y me pregunta si «lo he visto».
—Vengo de allí —contesto—. Es increíble.
Ivy asiente, con esa misma sonrisa de resignación en los labios.
—He traído fotos —digo, dándole mi móvil.
Mira las fotos, haciendo zoom sobre su cara y sus manos. La sonrisa empieza a extenderse hacia sus ojos (aunque aún no llega, aún no) mientras contempla a su hijo y posa sus dedos sobre la pantalla para tocarle la cara.
—Bebé M —le digo.
Ivy frunce el ceño.
—¿Cómo?
—Bebé M. Así es como le he estado llamando.
Ivy sonríe.
—M de Moche —dice Ivy, y me devuelve el teléfono.
—¿Has dormido?
—Un poco.
—¿Cómo estás?
La sonrisa que había en su rostro desaparece al mirar a Danny.
—Le he dado el biberón a M —digo—. Le he cambiado el pañal.
Ivy asiente y suelta una leve risa por la nariz.
—Dicen que podemos llevárnoslo a casa mañana.
Ivy baja las piernas de la cama, se pone de pie y se acerca a la cuna fría para coger a Daniel. Escuchamos la radio, comemos sándwiches, abrazamos a nuestro bebé y dormimos, hasta que alrededor de las seis de la tarde Ivy dice que está cansada y que quiere estar sola. De salida, paso otra hora con mi niño en la unidad de cuidados especiales.
Dos minutos después de llegar a casa, alguien llama a la puerta. El timbre suena tres veces, hasta que por fin bajo a abrir.
—Hola, Harold.
—Han traído flores —dice mi vecino, moviendo las manos con nerviosismo, y evitando mi mirada.
—Vale.
Con los ojos clavados en el suelo, Harold pregunta:
—¿Qué ha pasado?
Respiro hondo.
—Hemos tenido dos niños —le digo—. Gemelos. Pero uno de ellos…, se le llama mortinato. Nació…
Harold asiente.
—Lo siento.
Si no creyera que el gesto le iba a aterrorizar, le abrazaría. No por él, sino por mí. Harold es el primer ser humano fuera del hospital con el que hablo en persona desde el viernes.
—Voy a buscarlas —dice Harold, y desaparece en su casa, dejándome solo. Después de un minuto regresa con un ramo grande de lirios blancos. Vuelve a entrar en su casa mientras leo la tarjeta: «Os mandamos nuestro cariño en estos momentos, Joe & Jen». Harold vuelve con más flores, de Phil y El: «Todo nuestro amor en estos tristes momentos». Y también de Maria, Eva y Ken, Esther y Nino, todos nos mandan su amor en estos putos momentos trágicos.
—¿Puedo hacer algo? —pregunta Harold.
Estoy por decirle que se lleve todas estas flores y las tire al contenedor más cercano, pero al final le pido que me ayude a subirlas a casa. Le ofrezco algo de beber, pero Harold dice que tiene que hacer deberes.
Ahora tenemos más flores que recipientes donde ponerlas, así que voy a los grandes almacenes de Wimbledon y compro tres jarrones. De vuelta a casa paro en el supermercado y compro leche fresca, pan, fruta, comidas preparadas y vino. Al llegar a casa, saco el recibo del supermercado del bolsillo de atrás de los vaqueros y encuentro un trozo de globo rojo estallado. Tiro el recibo a la papelera y meto el trozo de globo en un compartimento de mi cartera.
Después de poner las flores en agua, me como una lasaña para dos congelada y me bebo una botella de Shiraz entera. Cuando la termino, abro otra y me bebo casi la mitad hasta caer dormido en el sofá.
El martes llevo a Bebé M a ver a su madre.
Yo sostengo a Daniel mientras Ivy acuna a su bebé vivo entre sollozos. Presentamos a los gemelos el uno al otro, y aunque han pasado dos días desde que Daniel nació dormido, siguen siendo idénticos. Siguiendo el consejo de la comadrona he comprado una cámara y hacemos fotos de Daniel solo y con su madre. Phoebe está de guardia hoy, y nos hace fotos a Ivy y a mí con Daniel, pero no hacemos ninguna de los gemelos juntos. Phoebe trae un kit de escayola para coger las huellas de las manos y los pies de Daniel. Mientras se endurecen los moldes, le limpia cuidadosamente con algodoncillos y agua. Nos pregunta si queremos guardar un mechón de su pelo, pero Ivy dice que no. Ivy le cambia de ropa. Desnudo, la piel de Daniel tiene menos color que la de su hermano, su pecho y su estómago inmóviles tienen un tono ligeramente azulado, y cuando Ivy termina de ponerle el pijama blanco y limpio siento un increíble alivio.
Concluida toda la ceremonia y las formalidades, y una vez secos los moldes de las manos y los pies de Daniel, tardamos una hora más en despedirnos de nuestro bebé entre lloros y abrazos. Ivy ya se ha vestido y preparado sus bolsas, y está sentada junto a la ventana abrazando a Daniel contra su pecho y acariciando su pelo mientras yo tengo a Bebé M en brazos al borde de la cama. Y por mucho que me avergüence sentirlo, quiero que todo esto se acabe ya. Quiero ir a casa y seguir adelante con nuestro hijo.
Justo cuando empiezo a plantearme decir algo, Ivy se levanta.
—Bueno —dice—. Vámonos.