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Estoy en una azotea, mirando hacia abajo, donde hay un corazón de tiza pintado sobre el asfalto a quince metros bajo mis pies. Llevamos desde las cinco de la mañana aquí para rodar la salida del sol sobre los tejados de la ciudad que duerme.

Ivy está ahí fuera, con mi hijo, que ya tiene treinta y un días de vida pero todavía no tiene nombre. Es el último día de abril y estamos rodando la segunda escena de azotea para Reinterpretando a Jackson Pollock. Aunque físicamente estoy aquí, mi pensamiento está en otro lugar. Iba a cancelar el rodaje, pero Ivy quería que lo hiciera. Dijo que me vendría bien, y estoy empezando a creer que ella está mejor cuando yo no ando cerca.

Esta es la escena en la que nuestro héroe despechado —deprimido, solo— se plantea tirarse de la azotea. Cuando la leí sobre el papel, la escena me pareció conmovedora. Ahora, con todo lo que ha pasado, al apoyarme en el parapeto y sentir el ladrillo frío clavándose en mis caderas, me resulta manida y falsa. Cuando le expliqué el argumento a El, dijo que era «una puta estupidez». Me da la sensación de que nuestro actor y el equipo que ha venido piensan lo mismo. O puede que solo sean imaginaciones mías. Cuando llegué al set de rodaje noté cómo la maquinaria emocional de todos ellos buscaba el equilibrio entre la normalidad y la compasión, la empatía y la contención. Vi sus expresiones titubeando y distorsionándose al intentar sonreír lo justo pero no demasiado. La única que lloró fue Suzi.

—Me había prometido que no haría esto —me dijo—, pero… lo siento mucho. Lo siento mucho… —Yo lo siento por ella, porque este es su guion, su bebé, y debería estar siendo increíble. Sin embargo, estamos haciendo las tomas de forma superficial, tachándolas de la lista y pasando a la siguiente, avergonzados de la forzada sensiblería del asunto comparado con la vida real. ¿Cómo puede un amante rechazado plantearse el suicidio en un mundo donde hay bebés que nacen muertos?

Voy a botella y media de vino por noche, y cuando miro abajo hacia el llamativo corazón de tiza me entran vértigo y náuseas. Estoy cansado.

Joe está detrás de mí. Puedo oír cómo respira por la nariz, y de vez en cuando huelo el café y el bacon en su aliento. También rodamos ayer y anteayer, y terminamos todas las escenas de interior. En la historia, este es el momento en que las cosas empiezan a enderezarse para nuestro héroe. Cuando terminemos esta sesión, se habrá acabado el rodaje. Luego nos pondremos a montar, añadir sonido, corregiremos el color y pasaremos a lo siguiente. ¿Qué será lo siguiente para mí? No lo sé. Pero no creo que nos implique a Ivy y a mí juntos. Ahora somos personas distintas.

Ivy sigue durmiendo en el cuarto de Bebé M, y yo en nuestra cama de matrimonio. Salgo a correr casi cada día y Ivy ha retomado el yoga. Lee en el cuarto del bebé; yo veo la tele en el sofá. Al tener horarios diferentes, ya no solemos coincidir en las comidas. Ocupamos el mismo espacio, pero interactuamos cada vez menos. A veces salimos con Bebé M en su cochecito a pasear por el Common, o vamos al Village a tomar un café. Pero incluso en esos momentos me da la sensación de que somos desconocidos que solo comparten la cercanía.

Las noches en las que no me quedo dormido de la borrachera, tomo pastillas para dormir, de esas que venden sin receta. La caja dice que es una por noche, aunque yo las tomo de dos en dos. Pero, aun así, casi siempre tengo pesadillas. Algunas mañanas me despierto unos segundos y se me ha olvidado que Daniel murió en el vientre de su madre. Y entonces lo recuerdo.

Joe apoya su mano en mi hombro. Me abraza fuerte contra su costado, no sé si por camaradería, por empatía o por miedo de que me tire de esta puta azotea… Quién sabe.

—¿Listo? —pregunta.

—Sí —contesto.

Rodamos la última toma de la escena final sobre las diez y media. Cuando montamos, hace casi seis horas, hacía frío y era de noche, pero el sol ya ha empezado a calentar y el cielo está azul, sin una sola nube. Reviso la última toma en el monitor y parece que está bien. Pero la verdad, no sé si es conmovedora, melodramática, fílmica o sosa; no tengo la perspectiva suficiente para verla de manera objetiva.

—¡Hemos terminado! —exclamo, y todos aplauden y empiezan a darse palmaditas en la espalda.

Yo también me pongo a aplaudir, silbo y suelto hurras y vítores como un lunático, y al equipo no le queda otra que unirse. La última vez que estuve aquí, cuando volví a casa, Ivy me estaba esperando despierta para decirme que nuestro bebé había dejado de moverse. Y aunque hace exactamente un mes de aquello, tengo la sensación de que ocurrió ayer y hace más de una vida.

—Bueno —digo dirigiéndome a Joe y a Suzi—. ¿Me va a invitar alguien a una copa, o vais a dejar que beba solo?

—¿Un miércoles a las diez y media de la mañana? —dice Joe—. ¿Qué otra cosa quieres que haga?

Suzi mira por encima del hombro hacia donde nuestro actor (¿su novio?) está desmaquillándose.

—Solo los tres, ¿eh? —digo.

Suzi asiente con la cabeza.

—Claro. Pero invito yo.

Cuando terminamos de despedirnos de todos y entramos en el pub son casi las once y media. No hay nadie más que un par de camareros y varios alcohólicos canosos aquí y allá. Fiel a su palabra, Suzi invita a la primera ronda. Ella y Joe beben su cerveza lentamente, y yo me termino la mía antes de que lleguen a la mitad.

—Deberíamos estar bebiendo champán —digo—. No se puede celebrar el fin de un rodaje sin champán.

Suzi mira su reloj y Joe parece vacilar.

—¿Qué? —digo, con una pizca de agresividad—. ¿Qué?

—Nada —dice Joe—. Tienes toda la razón. Vamos a pedir algo de comer con el champán, ¿vale?

—No tengo hambre, pero gra…

—Vamos a pedir algo de comer —dice Joe—. Quedaos aquí, que yo voy a la barra, ¿vale, Suzi?

—Sí —contesta ella—. Claro.

—Tres hamburguesas, ¿vale?

—¡Hamburguesa y burbujas! —exclamo, llamando la atención de los borrachuzos habituales.

A media hamburguesa, y más o menos a media botella de champán, de repente se me va toda la energía. Tengo el estómago hecho un nudo y la bebida me ha empezado a saber agria. La última vez que vi a El le serví una copa en contra de las instrucciones de Phil, las recomendaciones de los médicos y el sentido común porque…, joder, ¿por qué no? Pero, por muy borracho y autocompasivo que esté, sigo lo suficientemente sobrio para saber que esa respuesta indiferente no se me puede aplicar a mí. Ahora soy padre. Pase lo que pase entre Ivy y yo, soy padre.

—Siento ser un aguafiestas —digo dejando la copa sobre la mesa—, pero debería marcharme.

—El taxi espera fuera —dice Joe.

—Te crees muy listo, ¿no?

—Toma —dice él, dándome tres billetes de veinte libras—. Y cómprale unas putas flores a Ivy.

El rodaje era en Islington, al norte de Londres, así que hay un buen trecho en taxi hasta Wimbledon Village. Lo suficiente para despejarme un poco, calmarme, pensar. Es un día luminoso de primavera y las calles están llenas de gente que vive su vida: obreros, estudiantes, turistas, madres con cochecitos. El taxista debe de pensar que me pasa algo al verme contemplando Londres con la frente apoyada en la ventana y llorando cada dos por tres. Cruzamos el río por el puente de Waterloo y aún tengo en la mano los tres billetes de veinte que Joe me obligó a coger hace media hora. «Cómprale unas putas flores a Ivy», dijo, y puede que hablara más en serio de lo que yo creía. Al principio me lo tomé como un simple farol, una bravuconada entre tíos, algo que mola decir para aliviar una situación incómoda. Pero cuanto más lo pienso, más creo que Joe me estaba diciendo a su manera dulce y sutil que recobrara la compostura y empezara a pensar en Ivy en lugar compadecerme de mí mismo. Y tiene su punto de razón. Tanto Ivy como yo perdimos un hijo al nacer Danny, pero ella fue quien tuvo que dormir con un niño muerto en su interior, quien tuvo que sufrir el parto para dar a luz a un niño vivo y otro muerto. Por asqueado, triste, solo y deprimido que me sienta, por mucho que quiera borrarlo todo a base de alcohol y pastillas para dormir…, para Ivy es peor, infinitamente peor. Si necesita replegarse en su cabeza y su corazón para superar esto, lo menos que puedo hacer es actuar como un adulto. O, como Joe dijo de forma tan sucinta, comprarle unas putas flores.

Le pido al taxista que me deje en la puerta de la floristería, y después de comprar veinticuatro rosas amarillas me paso por el ultramarinos ultracaro y por la carnicería asesina.