37
Son cerca de las cinco de la madrugada del viernes cuando me despiertan los ronquidos de papá, creo que por sexta vez. Vino a vernos ayer, así que, una vez más, estoy durmiendo en el sofá (o intentándolo). El sol empieza a asomar y las persianas del salón dejan entrar bastante luz para iluminar las dos docenas de rosas que hay en el jarrón sobre la repisa de la chimenea. Varios de los tallos están empezando a languidecer después de solo dos días, lo cual es bastante decepcionante teniendo en cuenta lo que me costaron. A lo largo del último mes, no han dejado de llegar flores a casa, pero, cuando le di las veinticuatro rosas, Ivy se echó a llorar. Aunque yo no lo dijera, creo que entendió que estas eran para ella y no para nuestro bebé muerto. Hice espaguetis a la boloñesa y cenamos sentados a la mesa. Estaba resuelto a no beber, pero Ivy sugirió que abriéramos una botella de vino y me pareció grosero decir que no. Tomé una sola copa y la hice durar, le dije a Ivy que lo sentía y ella preguntó:
—¿Por qué?
—Simplemente lo siento —le dije y los dos nos echamos a llorar.
Pero estuvo bien. Cenamos, bebiendo poco a poco nuestro vino, y vimos gran parte de una película hasta que Bebé M se despertó llorando y pidiendo leche. Ivy me preguntó si quería darle biberón, ya que ella había bebido vino. Así que le di ciento cincuenta gramos de leche de fórmula, sentado en el sofá y con Ivy hecha un ovillo a mi lado. Como una familia.
No obstante, Ivy durmió en el sofá cama del cuarto del bebé y yo me fui a nuestra cama (¿mi cama?) solo. Nos dimos un beso de buenas noches —un casto pico— y me di cuenta de que hacía semanas que no nos acostábamos. Volví a tener pesadillas —borrosas, desgarradoras, confusas— y tuve que tomarme una pastilla para volver a conciliar el sueño de madrugada.
El jueves no tuve pesadillas, pero me despertó el ruido de Ivy moviéndose en el cuarto del bebé. Aunque no eran ni las seis de la mañana, me levanté e hice tostadas y café, y desayunamos juntos en el salón mientras Bebé M dormía en su cuarto. Pregunté a Ivy acerca de los libros a medio leer y ella se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Esperaba que contestara que lo había hecho para pasar página, para empezar de nuevo, para dejar atrás el pasado, pero no dijo nada de eso. Llovió todo el día, así que nos quedamos en pijama viendo la televisión, durmiendo en el sofá, jugando a las cartas y dando vueltas por el suelo con nuestro hijo.
Todavía no sé qué nos deparará el futuro a Ivy y a mí. Llevamos nueve meses juntos, pero el noventa por ciento de lo que podría llamarse «vida romántica» se produjo en las primeras dos semanas, antes de que Ivy se quedara embarazada. Desde entonces ha habido momentos álgidos —cuando me vine a vivir a esta casa, mi proposición de matrimonio fallida, nuestra «luna de miel»— pero han pasado tantas cosas más que no estoy seguro de que ninguno sepamos volver adonde estábamos. Sin embargo, estos dos últimos días han sido buenos y, pase lo que pase, siempre querré a Ivy, ella y mi hijo siempre estarán en mi vida, de una forma u otra.
Papá sigue roncando como un marinero viejo con un molusco en la garganta, y temo que despierte al bebé. Tal vez sea el sueño de los justos. O simplemente un abuelo feliz. De todos los que nos han venido a ver —la comadrona, Eva, Ken, Frank, Phil— papá es el menos tímido con el tema de la muerte de Daniel. No sé si la muerte de una esposa es un trauma tan profundo como la de un bebé (lo dudo), pero su empatía desnuda y espontánea ha sido como un soplo de aire fresco en la casa. Nos habló del dolor de la pérdida desde un punto de vista personal, de cómo la muerte de mi madre le afectó cuando tenía más o menos la misma edad que Ivy tiene ahora. Lloró recordándola mientras sonreía y nos hablaba de todo lo que le encantaba de mi madre. Yo solo guardo un recuerdo borroso de mi propio dolor y del duelo, en parte supongo que porque era demasiado inmaduro como para aceptar y experimentar esas emociones, y en parte porque, como dice el cliché, el tiempo lo cura todo.
—No sé cómo os sentís exactamente —dijo papá—. No puedo saberlo. Pero poco a poco deja de ser tan punzante. No creo que os lleguéis a recuperar nunca, pero… ese dolor, creo que es una parte de la persona que habéis perdido. A mi modo curioso de verlo…, y algo tonto, supongo…, es casi un consuelo. No tengáis miedo de aferraros a eso.
Entonces Ivy fue hacia mi padre, se le abrazó al cuello y empezó a llorar. Y él simplemente la abrazó acariciándole el pelo. Yo encendí el hervidor, fui al baño y me senté en la taza a llorar solo, no por autocompasión, sino porque era el momento de ellos dos, y sería más poderoso y sanador si se quedaba entre ellos dos. Evidentemente, papá se pasó el resto del día molestándome, poniéndose de rodillas y rebuznando como un burro, rugiendo como un león, jugando al escondite durante una maldita eternidad, derramando el té, contando por enésima vez viejas anécdotas de mi infancia y, en suma, actuando como si estuviera loco. Pero a Bebé M le encantó.
Ahora ha despertado a su nieto. Oigo el ruido amortiguado de Ivy levantándose del sofá cama y cogiendo al niño de la cuna. Escucho los ruiditos que hace para calmarle, un bucle constante de shhhh, bebé, sssshhh…, mamá está aquí…, shhh, bebé, shhh…
Me habré vuelto a quedar dormido, porque me despierto sobresaltado y encuentro a Ivy sentada en el extremo del sofá.
—Hola —digo, echándome contra el respaldo para hacerle sitio.
Ivy se tumba a mi lado, con la espalda contra mi pecho, y se cubre los hombros con la manta.
—Siento lo de papá.
—¿Por qué?
—Los ronquidos.
—¿Crees que tú no roncas?
—Ah, ¿sí?
—Como un vagabundo —dice Ivy—. Es igual, Bebé M siempre se despierta sobre esta hora para la leche.
—¿Cómo está?
—Duerme como un bebé —contesta Ivy con una risilla por su propia broma.
La envuelvo con mi brazo, y apoyo mi mano sobre su tripa aún blandita. Nos quedamos en silencio un rato, y probablemente sea el momento más íntimo que hayamos tenido en las cinco semanas desde que nacieron los gemelos. Apoyo mi cara contra su nuca y la beso.
Ivy aparta la cabeza, con sutileza, pero lo bastante como para que no haya contacto entre mis labios y su cuello.
—Creo que es el momento de dejarlo —dice con toda naturalidad.
Así que ya está.
—¿Es eso lo que quieres? —le pregunto.
Ivy asiente con la cabeza, aunque, más que verlo, lo siento. La abrazo fuerte y huele a bebé: a leche, calor y almizcle. Quiero a Ivy de mil maneras, pequeñas, grandes, triviales e importantes. La quiero en mi vida y en mi cama, y quiero que seamos una familia, pero no voy a intentar convencerla. Solo la quiero si ella me quiere a mí. Cualquier otra cosas es irr…
Me doy cuenta de que Ivy sigue hablando.
—¿Perdona?
—¿Estás de acuerdo? —dice Ivy—. Quiero estar segura de que tú también lo quieres así.
—Pues… no; para serte sincero, no. Pero si es lo que quieres, qué le voy a hacer yo… ¿Qué te puedo decir?
—Volcaremos todo nuestro amor en Bebé M —dice.
—Yo no…
—Sé que suena egoísta, pero… no quiero compartirlo con nadie más…, con otro bebé. No después de lo que ha pasado.
—Pero…
—Seremos tres —dice Ivy—. Solos los tres.
—¿Tres?
—Tú, yo y… él. —Ivy se da la vuelta y se queda mirándome, con una sonrisa enorme, sincera y preciosa—. Tenemos que ponerle nombre, ¿no?
La noche después de saber que Ivy esperaba gemelos, fuimos a Bristol a ver a sus padres. Durante el viaje me preguntó cuántos hijos quería; yo la sorteé, pero ella misma contestó a la pregunta con un inequívoco «tres». Y ahora entiendo lo que me está explicando: cuando dijo «es el momento de dejarlo», Ivy quería decir que no quiere tener más hijos, quiere que seamos tres, y ese tres me incluye a mí.
—Sí —contesto—. Deberíamos.
—Este sofá tiene bultos —dice ella.
—Lo sé.
Ivy se levanta del sofá y extiende su mano hacia mí.
—Vamos —me dice—. Ven a dormir con nosotros en el bosque.