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Los bebés ya se distinguen mejor en el monitor, se mueven y sus corazones laten; están en perfectas condiciones. Sin embargo, nosotros estamos nerviosos. La ecógrafa mide la cabeza, el abdomen y la columna vertebral de los niños, murmurando mientras escribe números en una hoja de cálculo. Cuenta sus piernas, brazos, dedos de los pies y de las manos. Comprueba que no tienen labio leporino, espina bífida, defectos cardíacos, malformaciones cerebrales, órganos desplazados o extremidades cortas. Aunque cada una de esas cosas podría haber presentado alguna anomalía, yo siempre he sabido que no era así. Llámalo optimismo del ignorante o negación del inconsciente, pero desde que la ecografía de las doce semanas descartó que tuvieran síndrome de Down, nunca me ha llegado a preocupar la posibilidad de que nuestros hijos tuvieran malformaciones cardíacas o extremidades mal desarrolladas. Ahora comprendo que he pecado de una enorme autosuficiencia, y siento cómo el corazón me late a golpes contra las costillas mientras la ecógrafa nos confirma que tienen intestinos e hígados, que su espina dorsal está cubierta de piel y que las válvulas de sus corazones funcionan. Y cuando de repente mueve el cursor y entorna los ojos mirando la pantalla, se me corta la respiración y aprieto la mano de Ivy.

 

 

Volvemos a estar en la misma cafetería de Tooting que sirve un café espantoso. La diferencia es que esta vez me siento aliviado en vez de conmocionado, así que me estoy bebiendo la bebida tibia y de color beis que te venden como café con leche. Es incluso peor de lo que recordaba.

Joe se ha ido esta mañana después de ocho horas de sueño y un desayuno completo; fresco, descansado y listo para enfrentarse a la tradicional regañina posdespedida de soltero. Por primera vez en mucho tiempo, tenemos el piso para nosotros durante el resto del día y de la noche, Ivy, yo y nuestros gemelos perfectos.

Al mirar la fotografía más reciente de los bebés, la sonrisa de Ivy se agranda y se ensancha tanto en su cara que las cicatrices se convierten en profundas arrugas. Nunca la he visto tan guapa.

—¿Qué? —dice ella—. ¿Por qué sonríes?

—Por ti —contesto, me inclino hacia ella por encima de la mesa y la beso—. Te quiero.

Esta grasienta cafetería no es la cima de una montaña, el páramo o el restaurante con estrella Michelin que había imaginado como escenario para decirle esas palabras. Tampoco creía que Ivy pudiera sonreír más, y al parecer sí que puede, un poquito más, lo justo para iluminarme por dentro.

—Te ha costado —me dice, sonrojándose.

Casi le contesto que, de hecho, ya se lo había dicho, a través de su jersey. Pero me lo guardo para otra ocasión, quizás para cuando seamos viejos y tengamos el pelo blanco.

Ivy se inclina hacia mí y me besa en la frente, la nariz y los labios: uno, dos, tres.

—Yo también te quiero.

¿Quién necesita el Everest, las cataratas del Niágara o los jardines de Babilonia? Este momento, sentados frente a una mesa sucia y endeble en el suroeste de Londres, es absolutamente perfecto.