CAPÍTULO 22
La luz vespertina favorecía el viaje. La neblina aún no se hacía densa y peligrosa. Bruno Linker estaba de cabeza en el motor de la suntuosa camioneta Toyota doble cabina realizando los últimos chequeos para el viaje. Verificado el cableado, la parte eléctrica y mecánica del motor se bajó del parachoques en donde se había subido de un salto, liberó la base de la capota y la cerró de un golpe. Dio un paso atrás parándose en jarra mientras observaba ambos faroles delanteros. Tomás el capataz le aguardaba sonriente.
- Don Bruno, debió pedirme ayuda si no desea ensuciar
su atuendo. Es la primera vez desde que ustedes llegaron que lo veo vestido de esa forma. ¿Acaso sucedió algo importante?
Se miró las manos y se cercioró de que su pantalón blanco y camisa lucían igual de limpios. Sonrió hasta abrir la portezuela del chofer. Tomás lo seguía persuasivo. Deseaba saber a dónde iría su patrón, después de todo debía dar razón de él a Doña Verónica y de seguro a su huésped.
- Voy a Mérida, Tomás.
- ¿Y se va con la señorita?- Indagó sorprendido y con
ojos exaltados por la curiosidad.
- No, Tomás. No deseo liberarla todavía. Le he explicado
que al finalizar la construcción completa, como fue acordado- enfatizó- dispondré de su viaje.
- ¿ Y realmente lo hará señor?
- … No lo sé Tomás. Verás- sonrió nervioso y pícaro a la
vez- Creó que arregle mi escáner.
- Vaya, ¿ y qué resultado ha dado su famoso aparato?
- El mejor de los resultados. Voy a comprar un pequeño
detalle para nuestra huésped. Deseo un hermoso anillo de oro blanco con esmeraldas, rubíes o si tuviera suerte con diamantes- Continuó ovacionado inconscientemente por la algarabía que percibía en los ojos de su capataz- Pero como no creo acertar en el diámetro de su dedo índice, me conformaré con un bello collar de piedras.
- Lo felicito mi señor. Veo que ha descubierto usted que
tipo de mujer es la señorita. Le dije, pues señor, que las segundas son para toda la vida. Esas son, con las que un buen hombre se debe casar.
- Nunca conocí mujer como ella, aunque necesite un
poco de…
- ¿Mano dura señor?
- Bueno, no lo diría de esa forma Tomás, pero he de
admitir que es de carácter fuerte y dominante, controladora, independiente, algo… terca.
- ¿Así que ha encontrado quien lo haga ir derechito
señor? – Expresó en carcajadas que se propagaban en un sonorico eco en medio de su jovialidad.
- ¿ A mí? No. Para nada Tomás, solo que es diferente…-
Iba a decir algo más cuando fue interrumpido por Yoneida Veracruz, la joven de veinte años, ojos azules, tez nacarada, piernas voluptuosas y esbelta figura que no dejaba de espiarlo y de escudriñar en los rincones para saber de su relación con el huésped. Bruno no tenía duda alguna en que era la mujer perfecta para lanzar una verdadera cana al aire. Nunca pudo ser indiferente a su silueta. Sus pestañas parecían postizas, largas y de un color caoba hermoso al igual que su cabellera de hebras sedosas, con excepción de las puntas que rozaban su cintura en bucles perfectos. Se detuvo entre los dos, expresándose con melosidad. Sus ojos azules brillaban con seducción.
- Don Bruno, me he enterado que va a la ciudad y
necesito por favor, que me lleve. Debo resolver algunas cosas en casa de mis tías en Santa Mónica. Se lo sabré agradecer.
Estupefacto ante la propuesta y el doble filo que sabía incluía sus palabras no pudo negarse a llevarla consigo. Tartamudeó y cuando por fin pudo hablar con soltura levantó los hombros mientras una mueca de aceptación le adelantaba la respuesta. Tomás le advirtió de lo presuroso que estaba el patrón en salir, con la esperanza de poder ayudarlo y que ante la prisa ésta desistiera de la idea, pero el efecto fue contrario y la chica se retiro aprisa alegando que solo buscaría su cartera, algunas cosas más y en un par de minutos estaría de regreso.
- Bueno lo intentaste Tomás. Gracias, pero estoy
llegando a creer que esa mujer es infranqueable, no es la primera vez que se me acerca.
- Mucho cuidado patrón, recuerde: esas de un ratico
pueden hacerle infeliz toda la vida.
- No te preocupes Tomás, antes de Lorena pudiese ser,
pero ahora, imposible, Lo que no entiendo es cómo la gente de pueblo se entera tan aprisa de todo. Deberían ser periodistas, ¿Cómo supo que bajaría a la ciudad?
- Patrón usted ¿no ha escuchado eso que dicen por ahí,
que pueblo chico, infierno grande? Bueno, crea usted que es pura verdad.
Mientras tanto, Lorena Blasco Veragua había regresado a su labor de ingeniería en el despacho de Linker, pero no podía concentrarse en los planos de la obra que ahora empezaba a detestar, el brillo de la pantalla de la portátil no parecía satisfacer sus pupilas, aunque subía y bajaba la intensidad de brillo y contraste con insistencia. Estaba obstinada de calcular y calcular, revisar y revisar. El autocad comenzó a aburrirla mientras el ochenta por ciento de sus hemisferios cerebrales no hacían otra cosa que transferir y transferir imágenes alusivas a su entrega. ¡Iba a enloquecer!. De mala gana dejó el lapicero plateado sobre el pulido escritorio que sin proponérselo fue a dar contra un retrato de una bella mujer de vestimenta exótica, sombrero elegante que lucía una sonrisa de actriz. Reconoció lo hermosa que lucía la hermana de tan déspota y petulante hombre. Suspiró con las manos en las barbillas y los codos sobre la madera hasta que de nuevo el mordaz recuerdo cayó sobre ella. Apenas arrastró la silla hasta donde el borde de la alfombra se lo permitió para ponerse de pie. Salió en zancadas del despacho, dejando abierta la puerta y dirigiéndose a la terraza que tan buen panorama solía albergar para ella. Le maravillaba el olor a musgo y a tierra mojada. El aroma que traía la brisa de las montañas. La luz del día, su aurora o su crepúsculo. Irónicamente la creía el mejor lugar de aquella propiedad aunque fuera desde allí donde descubriera el engaño de Bruno para retenerla y desde donde pactó la inconclusa entrega a cambio de su pasaje de regreso a la ciudad. Los ventanales eran amplios, los doseles se acoplaban elegantes a los costados, mientras a sus pies, la madera crujía al contacto con las suelas.
Deseó poder sentir paz al mirar tras los cristales o abrirlos y poder respirar profundamente, sentir el frío carcomiendo sus huesos, aunque fuese por corto tiempo. Le resultaba delicioso y poético. Se inclinó junto a uno de los ventanales cerrados, haciendo rechinar las bisagras y abrazando uno de los doseles. Fijó la mirada al patio delantero y al verlo de pie, se petrificó. Lo vio saludando a una mujer con ojos profundos. Ojos azules que su yo interno etiquetó de lujuriosos. ¡Yoneida Veracruz!… Saltó a su mente, las miradas frías e indiferentes que le propinó a la hora del almuerzo y desfilaron en su memoria cada uno de sus encuentros en la propiedad desde su llegada, reconoció que más que indiferente era despectiva. ¿Cómo no pudo darse cuenta antes? ¡Diablos! Por qué no tuve suspicacia alguna, claro, nunca pensé que esa muchacha llegaría a llamar mi atención. ¿Será que el acostarme con Bruno Linker ha despertado en mí un sexto sentido enfermizo que me hace ver y sentir cosa? ¿Celos? ¡Malditos celos!...Nunca los había sentido- Estrujó sus dientes. Empuño la mano sobre el dosel.
Lorena no solía estar pendiente de los estados conductuales de quienes no formaban parte de ella. Pero en ese instante, se sacudió la cabellera con torpeza. “Por supuesto- pensó- ¿cómo no?”... Aferró la nariz al vidrio cubriendo su cuerpo con el dosel. Los observaba. Vio como se contoneaba ante él. Bordeó la camioneta hasta detenerse en la portezuela del copiloto. Iba a subir al asiento donde él la había aferrado a sus brazos besándola aquella noche, en las afueras del dispensario. Parpadeó. Llevó una de las manos a su boca instintivamente, su corazón se agitó y sin necesidad de brisa gélida su cuerpo se enfrió. Él le abrió la portezuela con gestos de cortesía, la cerró y se dirigió a su puesto no sin antes despedirse de Tomas, el capataz. Subió el vidrio ahumado de la portezuela. Aún tras el vidrio podía ver su rostro mientras en su interior todo se derrumbaba. El apocalipsis había llegado para ella…
Su ambiente se oscureció y la imagen de Bruno Linker, pronto se disipó en la distancia. Ella pudo sentir como su corazón se detenía y cómo su piel empezó a sudar. Su Yo interno y el barrigón de su raciocinio se desmayaron frente a ella, melodramáticos haciendo alusión circense. Parpadeó. Se convenció de que solo había sido una más para la colección de Bruno Linker. Su intelecto. Su raciocinio perdido no podría haberla salvaguardado de tan omnipotente traición. Petrificada se sentó de bruces en el sofá más cercano. Parpadeó de nuevo en el intento vano de ocultar su llanto, de contener su impotencia. Una parte de ella estaba fuera de sí. Lo estaba amando, su yo interno se lanzó de rodillas sobre el madero a llorar su traición y otra parte, sin explicarse cómo, lo estaba retando, de puño cerrado y lanzando derechazos. Pudo sentir el sabor de la bilis en sus labios. Tembló impotente. Un nudo oprimió sus cuerdas vocales y de repente le impidió respirar. Tuvo que cambiar de posición, respirar profundo para retomar el ritmo de sus pulmones. Se limpió con tosquedad las lágrimas de los ojos. ¡Dios santo, cuánto dolía haberse equivocado! Ahora luchaba contra ella misma…
¿Cómo podía controlar sus sentimientos, su dignidad y su lógica al mismo tiempo? ¿Qué haría? No tenía poder para reclamarle, no podía protestar, simplemente: ella era un huésped de su propiedad. “Como deseaba descender las escaleras, atravesarse en su camino, abrir la portezuela y bajar de las artificiales greñas a esa montuna aprovechadora”, pero para qué. ¿Para ser la burla de ellos?, ¿para poner en evidencia su debilidad?, ¿para acrecentar el ego machista de ese hombre y permitirle jactarse de ser su amante? ¡Jamás! Se respetaba más de lo que él creía como para ensuciar sus uñas por un hombre…un hombre desconocido a quien luego de cruzar el puente, no vería jamás.
“Lorena Blasco Veragua- Se dijo a sí misma con cierta solemnidad, con la voz a veces quebrantada-“debes actuar con naturalidad. Como si no supieras nada acerca de su juego, compórtate con indiferencia, con distancia. Será lo mejor, después de todo debo concentrarme en los detalles finales y si mi productividad es la deseada en tres días estaré de regreso y será como un mal episodio. Pasaré a la página siguiente y escribiré una nueva historia. Reconstruiré mi vida lejos de Bruno Linker…”
¡Misión imposible!
Se enardeció. Cerró los puños y golpeteó varías veces su frente. Estrujó la dentadura mientras cerraba los ojos. Se reprochó su falta de intelecto. Su ingenuidad. “Fui una estúpida. Caí como un cordero en las garras del lobo. ¡Ilusa! Creyendo en sus palabras, en sus caricias. ¿Cuántas veces te propusiste nunca ser usada Lorena Blasco? ¿Es qué era muy difícil decir que no? ¡He mandado a la maldita Porra mi sueño de matrimonio!”- tomó un cojín de seda que hacía bulto tras su espalda y lo estrechó en sus brazos dejando sobre la tersa tela un montón de lágrimas. Recordó no haber llorado tanto desde el funeral de sus padres.
Minutos más tardes, ya no lloraba. Se reclinaba sobre el brazo del sofá aferrándose al cojín de seda. Silencio. Petrificada mirando a la nada. En cualquier parte frente a la ventana de cristal. Alzó los hombros e hizo una mueca con sus labios como si lo tuviera a él a su frente- No importa. Estamos en el siglo veintiuno. Los matrimonios castos están a punto de ser extintos. Sabrina lo dice a diario, así que no debo sentirme frustrada por mi decisión. Lo disfruté y fui feliz, por poco tiempo, pero fui feliz. Eso basta. Al menos el muy canalla me ha dejado el buen rato. Fue gentil y no el animal que creí sería conmigo…Eso se agradece.
De repente su yo interno apareció dejando atrás su actuación circense, de pie frente a ella, con el ceño fruncido señalándola con el dedo y en pose de jarra: “Boba, ¿Qué pasa contigo? ¿Te acuestas con un adonis a quien terminas amando y a quien deseas a tu lado más que en la cama y piensas dejarlo ir? ¿Piensas dejárselo a esa mujercita, a quien sabe Dios qué kilometraje lleva?”
¡Basta! – Se dijo así misma, temiendo estar paranoica- No me siento capaz de retenerlo…no soy mujer para hombres como él, sencillamente, no soy su tipo.
Se levantó del sofá decidida a culminar sus actividades pendientes. Ese día y su noche serían perfectos para finiquitar. ¿Por qué posponer tantas veces su regreso? Sí…quizás a su retorno estaría lista para partir.
Doña Verónica no regresó esa tarde y al parecer no lo haría todavía, en
cierta forma temió de marcharse antes de ver a la simpática señora. La lluvia persistía. Golpeteaba el tejado con cada llegada. Imaginó lo aparatoso que debía estar la trasandina y oró por el bienestar de Bruno y su pasajera. A pesar de todo, era humana y su sensibilidad no le permitía desear nefastos finales. Pero no pudo negarse a sí misma que deseaba ocupar su lugar aunque implicasen grandes riesgos.
Mientras tanto, Bruno Linker se enfrentaba a dos realidades latentes. La lluvia en la trasandina y la divinidad hecha mujer. No podía negarse las formas sensuales de aquella joven- cualquier hombre en su situación desearía entrar en calor con tan ardiente hoguera- pero ahora Bruno era un hombre diferente, por primera vez sintió que podía establecer límites a sus deseos, no se comportaría como un donjuán sin remedio. Anoche había transcendido en mente y alma y aunque era una sensación extraña sintió ligereza y regocijo en el pecho, sus labios se extendían en una fresca sonrisa al añorar sus besos y el contorno de su cuerpo virginal. ¿Cómo no podría amarla siendo como es? Tan única y tan mía – Pensó- Completamente mía. Es como si el destino la hubiera preparando para mí. ¡Santo Dios! Tantas veces que renegué del amor, creyéndolo inexistente, onírico y anoche descubrí que es más real que la tierra misma. El destino es…- La voz de su pasajera improvisada, rompió la profundidad de su pensar. Él ceño fruncido tras la compactibilidad de las facciones hablaba por sí mismo, algo que Yoneida Veracruz prefirió ignorar. Inmersa en la incomodidad del frió buscó refugio con su proximidad, conversando de trivialidades, temas que jamás llamarían la atención de un hombre como Linker. ¿El campo? ¿Los cultivos? ¿Si cesa o no el temporal? ¿Qué le importaba a él? Aquellas faenas solo formaban parte de su rehabilitación, de una válvula de escape al torrencial estrés que cayó sobre él durante sus años de convivencia en Ámsterdam. Era ese sitio el portal al cielo. Solo eso. No dependía de esas tierras. Ahora con Lorena Blasco Veragua dentro de esos linderos, era más que el paraíso.
Ella extendió el brazo hasta el suyo y acarició la robusta mano que sostenía la palanca de la camioneta. Su rostro compacto pareció indeciso. Optó por esbozar una sonrisa. Nervioso.
- Señorita Yoneida, creo que no nos tenemos la confianza
suficiente.
- Nunca es tarde Don Bruno. En las Calderas y sus
alrededores nunca se ha visto un hombre tan atractivo como usted.
- Gracias. Pero creo que no es el momento de hablar de
atributos físicos.
Se sonrió perspicaz. Mordió uno de sus labios mientras se cruzaba de piernas. Uno de sus largos dedos se paseó entre la delgada capa de vellos de su brazo derecho. Su contacto creó en él un estremecimiento fugaz- estaba pensando que podríamos pasar una excelente noche juntos-
“Justo como lo pensó”. Ese era el propósito del viaje. No le hallaba alguna otra explicación. Nunca erraba en su observación.
Aquella voz sacudió todas y cada una de sus terminaciones nerviosas. En otros tiempos y circunstancias, se habría estacionado sin precaución alguna y le habría dado libertad a sus manos para que surcara linderos nuevos en busca de la conquista de grandes placeres. Sacaría de la guantera un par de anticonceptivos de látex, los cuales usaría con pericia y frenesí. De seguro, no se habría conformado con una sola invitación. Solía ser insaciable. Parpadeó al visualizar el contraste con su realidad presente y su pretérito. Ahora su reacción lucía diferente, ajena a su actitud, a su perfil. Cruzó una parte de las vías deterioradas, lo cual ameritó un cambio de velocidades que ejecutó con tenacidad. Los neumáticos emitieron un ruido propio de cuando se cae y se libera de un bache. Ella vio tensar sus venas sobre su brazo y como abeja en miel deslizó la yema de su dedo índice sobre la hilera verdusca que sobresalía de la claridad de su piel. Por un instante, retiró la mano de la palanca y concentró ambas en el control del volante, instintivamente encendió el reproductor de sonido e intento sintonizar una emisora que tuviera buena recepción de señal de frecuencia modulada. Emitió un chasquido tras el rostro tenso mientras golpeó el tablero junto al reproductor, quejándose de la pésima señal. Ella ignoró la contorsión que adquiría su rostro. Se reacomodó en el asiento. Emulando decencia tensó hacia sus rodillas el borde de la falda. Parpadeó al hacer algunas muecas de molestia-. Pensé que le agradaría mi compañía Don Bruno. No muchos tienen ese placer… Podría hacerle olvidar toda una vida en mis brazos.
Apenado, como nunca se sintió ante propuestas similares, carraspeó sin quitar la mirada del camino. Un esbozo de sonrisa fue lo único que pudo liberar de su rostro tenso. Buscó las palabras adecuadas, precisas, que pudieran diezmar las insinuaciones ávidas de sexo de su fortuita compañera de viaje. No deseaba ser altanero con una mujer tan hermosa. Afuera la niebla se hizo densa. Su espesura podría ser peligrosa. Pensó en mandarla al puesto de atrás para que descansara un poco. Ella del viaje y él de ella.
- Su compañía me es de agrado, Yoneida- Consideró que
llamarla señorita no encajaba en su perfil. Obvio que había dejado de serlo hace mucho tiempo. Conocía las historias de todas las mujeres de esa tierra. Resultaba ineludible no escuchar comentarios de los peones cada vez que se reunían tras el rancho y mucho más cuando el licor blanco, o el “miche claro”, como solían llamarle a la botella que Don Julián les vendía de su propio alambique, empezaba a hacer de las suyas. Su reputación cuestionada solía ser tema de conversación y burla, cada vez que aparecía uno adjudicándose la posesión de su pureza. Sabía comportarse de acuerdo al caso. Casta y angelical con los que buscaban castidad. Debió creer que Bruno Linker buscaba lujuria y placer. Siendo tan directa y explicita no podía tener otra razón. Después de todo, si Lorena Blasco Veragua no se hubiera cruzado en su camino, de seguro descubriría su razón de ser y todo seguiría siendo como sus días en Ámsterdam-. Yoneida, es un honor que se interese en mí, pero no me encuentro en los mejores momentos para pensar en sexo, además usted conoce lo peligrosa que es la trasandina en las épocas de lluvia…
- Es porque está pensando en su huésped, ¿verdad?
Jamás creyó que la mencionaría. Se le ofuscó la lucidez. Respiró profundo y quiso restarle importancia. Sonrió –
- ¡Vaya! ¿y qué tiene que ver mi huésped en todo esto?
Es solo mi huésped- Mintió descaradamente al darse cuenta que en su furor interno reconoció ser capaz de matar por ella.
Parpadeó.
- Soy mujer Don Bruno y puedo darme cuenta cuando las
miradas de un hombre son de deseo y cuando son de cortesía… No entiendo que tiene esa mujer. Usted no es el único que la mira con deseo.
- Supongo. Forma parte del estado natural del hombre-
Comentó ocultando magistralmente su molestia. No podía concebir el hecho de que su chica fuera fuente de deseos de otros- Los hombres podemos mirar muchas mujeres, de todas formas, terminamos deseando estar solo con una... ¡maldita carretera!- Se quejó al frenar muy tarde frente a un bache que centímetros después colindaba con un precipicio a penas visible a través de la niebla-. Es una ventaja tener buena memoria en estas vías-. Comentó para recordarle la peligrosidad de las vías si no se tomaba cautela.
Comentó las diferencias entre las gestiones gubernamentales de su país y las de Venezuela con la firme intención de desviar el sentido de la conversación. Deseó profundizar en temas de religión y política por dos razones, primero: no era, ni deseaba ser su amigo y segundo estaba consciente de lo poco conocedora que sería del tema.
¡Acertado! Yoneida Veracruz entendió el desplante. Se dio media vuelta para reclinarse sobre la portezuela. Alisó su falda mientras se adormilaba sobre el puño de su brazo derecho. Cerró los ojos al comprender lo peligroso que sería distraerlo ante la espesura de la niebla.
Durante seis horas la carretera amerito concentración absoluta. Bruno Linker estaba sorprendido consigo mismo al reconocer el estado sobrenatural en que se encontraba su psiquis, admitió que ningún fármaco o terapia podría crear en él tal estado de absolución lujuriosa. La seducción desaparecida no dejaba rastros y en su lugar reposaba un cuerpo somnoliento de una mujer cuyo punto de llegada se acercaba cada vez más. Por instantes sintió desprecio e ignoró las exuberantes curvas femeninas que como medusa ansiaban atraparlos entre sus centenares extremidades repletas de ventosas.
Sus recuerdos se versaban en una sola persona. En una sola mujer. La única con quien pudo descubrirse a sí mismo. Estaba decidido a no empañar su recuerdo. Ese viaje era solo por ella y para ella. Su pasajero fortuito no debía influir en nada. Si era cierto o no su razón de viaje no era de su interés. Su habitación de hotel esa noche estaba vedada a cualquier mujer que no se tratase de Lorena Blasco Veragua. Era esa la forma en que suponía debía ser el amor. Se sonrió mordiendo uno de sus simétricos y sonrosados labios de hombre. No dejo de pensar en ella aún dentro de las sábanas. Deseó haberla traído consigo para consumirse junto a su propia hoguera, para retomar el camino de sus besos castos y la senda de su clandestina sensualidad. Avivar aún más la vena ardiente del deseo y no liberarla hasta que su cuerpo saciado suplicase por ello… Debía pensarlo muy bien. A su regreso todo iba a ser diferente. Quizás veinticuatro o cuarenta y ocho horas sería el tiempo determinante para el futuro inmediato de ambos. Esa mujer intelectual, analítica e inmensamente inexperta en placeres carnales debía retomar su camino. Lógico o no, el río debía retomar su antiguo caudal y de él dependía permitirlo o dejarse llevar por un nuevo cauce. Era absurdo amenazarla con retenerla sin razones. La nueva vía estaría pronto terminada y ella podría marcharse en cualquier momento. Tarde o temprano él también lo haría. Ese Paraíso solo era temporal. Su rehabilitación estaba culminando. Sus neuronas activas, sobresaturadas de mielina, emitían choquen neurálgicos que lo desvelaron. Estudiaba varias propuestas. La más sensata: pedir su mano en compromiso, como en los cuentos de hada, besarla hasta hacerla suya de nuevo en medio de la promesa de viajar con ella a Ámsterdam. Se burló de sí mismo. ¡Nunca creyó que podría concebir semejante ridiculez! Lo curioso del asunto: es que al final de tanto escudriñar la idea, no encontró nada ridículo en ello. La propuesta menos acertada: viajar con ella a Caracas. No albergaba razones para no hacerlo, pero no era una ciudad de su gusto y preferencia, pero de ser esa su única oportunidad para tenerla para sí mismo. Lo haría.
Tal como lo había pensado, se trataba de tiempo. Veinticuatro, Cuarenta y ocho o quizás setenta y dos horas. El tiempo se agotaba. Él buscando la manera de unirse a ella. Ella buscado la forma de deshacerse de él. Mientras Bruno invertía su tiempo en la selección del mejor obsequió para su único amor, Lorena lo hacía en la resolución de detalles de ingeniería que la absolvieran de responsabilidades técnicas y le concedieran su libertad plena y absoluta, además de dejarla con una bien deseada reputación como profesional. Sería excelente contar con una carta de recomendación de Trackmark Company. Invirtió horas de extenuante trabajo frente a la portátil en su despacho. Retomó su pasión por el autocad. Horas después dejó el lápiz de grafito con el que rayaba los planos enrollados ahora, sobre el escritorio. La penumbra se hacía omnipotente, la puerta entreabierta del despacho atisbaba un silencio fantasmagórico en donde apenas se dibujaban sombras amorfas sobre la pared de las lenguas de la chimenea. Imaginó a los peones y mujeres de servicio inmersas en los brazos del dios Morfeo… Estaba vació el propio silencio. Tras suyo su alcoba. La puerta secreta que por un momento osó a cruzar para saciar sus recuerdos. Rememoró la noche en que salió al traspatio para meterse en su alcoba deseosa de intercambiar su pasaje de regreso por una noche de sexo. Absurdo e insensato. No pudo evitar arrancarse un suspiro del alma. Irónico o no había sido un caballero o… el destino le colaboraba. Recordó su estado menstrual y pudo sentir de nuevo su impertinente rubor. Sus mejillas se acaloraban y una ola de calor terminaba disipándose en el pabellón de sus orejas. Se cruzó de brazos frotándose uno de los otros. La luz de la habitación era más clara que el resto de las alcobas. Los acabados de la madera eran de excelente tallado, la luz podía filtrarse bajo las hendijas de la puerta y ventana. Unos pasos sigilosos iban y venían. Pausados. Serenos. Evaluadores. El capataz solía recorrer el rancho antes de irse a la cama. Se reacomodó el sombrero y murmuró algo ininteligible hasta para el mismo, pero su semblante denotaba pesar por lo que creyó estaría sintiendo la pobre muchacha de la ciudad. La había visto llorar en el despacho en los momentos en que entraba para cerciorarse de no necesitar algo mientras el patrón regresaba, después de todo al estar ausente Doña Verónica y Bruno; Tomás, el capataz , era el anfitrión más cercano.
Al día siguiente, se levantó más temprano de lo normal para sentarse de nuevo frente a la portátil. Casi no había dormido. Tomás la había sorprendido en la madrugada, calentando un tazón de café negro. Se ofreció a prepararle alguna merienda, pero se negó como quien se resiste a ser envenenado.
La jornada laboral turbó a más de uno. Por primera vez, vieron al ingeniero residente ejerciendo presión sobre ellos agilizando los últimos detalles de la obra. Realmente eran ínfimos. Su estadía estaba a punto de finalizar… José Artiaga fue uno de los que cuestiono su prisa. Le atemorizó la idea de verla partir, albergaba cierta esperanza de poder declarar su interés en ella, aún sin estar claro en su definición. ¿Amor? , ¿Deseo? ¿Admiración? … no lo sabía, pero sí comprendía cuanto le placía imaginarla a su lado. Al mediodía la invitó a almorzar en su finca y para ventura suya, aceptó. Tomás, el capataz no lo vio con simpatía, considerando que estaba en juego los intereses sentimentales de quien es su patrón. No podía objetar u ordenar. Solo era el capataz. Lorena Blasco no parecía disfrutar de la compañía, pero necesitaba distraerse en algo o en alguien, alejarse un poco de la propiedad de Linker, deambular sin rumbo fijo. Necesitaba desesperadamente partir. Compartir el almuerzo con la familia Artiaga no resultó grato, especialmente al reconocer cuales eran las verdaderas intenciones del joven José.
Tuvo que recurrir a sus antiguas estrategias de evasión, para salir victoriosa ante la ráfaga de halagos y promesas que la invadían. Se excuso con la obra, de nuevo, para que José Artiaga accediera a llevarla de regreso en su camioneta, una pick-up nada convencional de tantas remodelaciones a las que por conveniencia había sido transformada. Para dicha suya, preservaba su confort original y la estabilidad sonora de motor y caja. Su cabeza retumbaba como un taladro neumático, no hubiera podido tolerar el ronronear de un motor descompuesto. Deseaba descansar. Por un instante se arrepintió de haber aceptado la invitación. Hubiera resultado más placentero caminar a través de los jardines o de las huertas colindantes de la propiedad. O sentarse meditabunda a la orilla del río Santo Domingo. El bramar de sus aguas de seguro era mejor canción de cuna.
La tarde se hizo corta con los últimos detalles del puente, fachadas, retoque de asfalto en las vías, instalación de señales de tránsito, revisión de vigas, reporte técnico. La obra había llegado a su fin. Los obreros y peones de la zona celebraban mientras recogían equipos y herramientas. Los rostros exhaustos, pero satisfechos vituperaban a la ingeniero. Alguien propuso celebrar y en masa aceptaron con júbilo y gozo. Acordaron un agasajo el día siguiente, con música, caña, ternero y mujeres. Lorena se retiró aprisa montando el caballo que Tomás dispuso para ella. No estaba de ánimos para celebrar. No tenía motivos para hacerlo. Montada sobre el equino pensaba en Bruno Linker y se preguntaba cúan feliz haría su partida a ese hombre…Quizá no lo sepa jamás. Desde su desenvolvimiento en la obra se sintió con libertad para entablar conversaciones con los demás agricultores, así que se atrevió a indagar sobre las horas de salidas de los camiones a la ciudad. Sabía que Don Braulio cruzaría el puente a las cuatro a.m. del día siguiente. Pareció orgulloso de llevarla hasta su destino. Ella vistió un semblante de seda y terciopelo. El único equipaje era ella y su cartera con las tarjetas de débito y crédito.