Capítulo 55
Alejandro se ha presentado como Gajendra pensó que haría. Los elefantes —sus elefantes— están en el centro, con los aguijones en medio de ellos, la falange en la retaguardia. La caballería está en los flancos, en oblicuo, por supuesto, aunque no estática. Alejandro nunca mostrará al enemigo una línea estática. Ya avanza, su caballería ligera se cruza hacia la derecha, debilitando más el otro flanco e invitando a atacar.
Ocultos en algún lugar de las colinas habrá infantería ligera, agrianios, iberos. Habrá una o dos trampas guardadas.
Ahí está, un destello de oro. Alejandro, con su magnífica coraza, baja por la línea, seguido de los porteadores de banderas y sus oficiales a caballo, y pasa revista a las líneas, lisonjeando, dando ánimos. Estará en la gloria. Gajendra nunca lo ha visto de mal humor antes de una batalla. Sin la guerra, Alejandro no existiría. Su único temor, le dijo una vez Nearco a Gajendra, era llegar al fin del mundo y que todos se le hubieran rendido.
Ocurra lo que ocurra hoy, Gajendra lo echará de menos. Aunque era como estar demasiado cerca del sol: o te achicharras o te congelas.
«Atacad siempre», les dijo en cierta ocasión Alejandro a sus generales, cuando estaban reunidos en torno a su mesa antes de que derrotaran a Antípatro. «El ataque hace a los hombres audaces, la defensa los hace timoratos. Atacad siempre, incluso cuando os superen en número y tácticamente. Siempre».
Así que ahora yo te muestro mi defensa, Alejandro, pero es un amago, una maniobra falsa. ¿Ves lo bien que he aprendido?
¿Sabe que estoy aquí? Lo sospechará. Pero sigue creyéndome un elefantero. Si yo fuera Pérdicas o Ptolomeo, sería más prudente, pero sólo soy un asiático, un inferior, y me subestimará.
Cree que nos mantenemos en el valle esperando a Antípatro. Cree que confiamos en que los abrojos que hemos desperdigado delante de nuestra infantería debiliten su ataque. Cree que nos hipnotizará con los elefantes.
Las sombras de las nubes pasan deprisa por la hierba. Otra hora y la tormenta se les echará encima. Estarán librando esta batalla en el barro. A Coloso le gustará. Aunque eso también disminuirá la velocidad de la caballería de Alejandro. Vaya, en este caso el dios del trueno tal vez no sea un presagio tan bueno para sus propósitos.
Gajendra concentra su mente en los dioses: aplazad la lluvia sólo un poco más. Dejad que él venga corriendo hasta nuestro centro. Nosotros lo abrazaremos, lo envolveremos. Traed vuestra daga y vuestro empuje aquí, mi rey. Moriremos juntos.
Amagamos, provocamos.
¿Cómo los provocará él hoy? El amago de Gajendra había sido hacer creer a Alejandro que Hannón no sospechaba de Siracusa, que no estaba al tanto de ningún acuerdo secreto entre los oligarcas y Alejandro. Alejandro pensaba que Hannón no espera enfrentarse a su ejército entero.
Los provocará primero con su maniobra en oblicuo. Aquí está, llevando en masa a su caballería hacia la derecha, invitándolos a atacar su flanco izquierdo. Gajendra no lo había visto nunca, al estar con él, y se da cuenta del blanco tan tentador que resulta.
Todo el campo de batalla está en movimiento ya. Los elefantes se acercan, la clave es el ruido. La infantería lo notará en los pies, oirán los gritos de combate y la sincronía de la marcha, y sentirán la vibración hasta dentro de los huesos. Gajendra lo percibe incluso a través del caballo. Son un espectáculo aterrador, estos macedonios. Han hecho instrucción hasta el punto de que podrían librar esta batalla dormidos.
Gajendra distingue a Coloso en cabeza de la línea de batalla. Sonríe al pensar en él. ¡Mira lo orgulloso que está de ir por delante! Lleva la cabeza alta, sus enormes patas delanteras bajan y hacen temblar la tierra. Parece duplicar su tamaño a cada zancada. Lanza un último chillido de advertencia, enrosca la trompa entre los colmillos y luego continúa en silencio.
Gajendra debe salir airoso hoy sin hacerles daño a sus elefantes. Procurará que no les pase nada a sus chicos, a ninguno de ellos.
Alejandro dijo una vez: Con cada uno de nuestros golpes debemos preguntarnos cómo responderá nuestro enemigo. Todas nuestras tácticas procurarán provocar una penetración en su línea.
Aquí reside la respuesta. Gajendra no ha de pensar en lo que Alejandro hace ahora o en lo que hará después. Se trata de lo que hará dentro de una hora, dentro de dos, cuando el campo de batalla tenga un aspecto muy distinto. Ha de pensar con muchos movimientos de antelación. Ésa fue la lección del maestro. La jornada de hoy demostrará si el alumno es bueno.
Se precipitan sobre ellos como una ola. No es la falange de los Escudos de Plata, ni la caballería, ni los elefantes. Son los vendedores y las prostitutas que siguen al ejército los que salen en tropel a millares. Un grito ahogado recorre las apretadas filas de los hoplitas tras las estacadas. ¿Qué están haciendo?
Nadie le pregunta a Gajendra qué ocurre, pero si lo hicieran, él se lo diría. Quizá sea el único a este lado de las líneas que se espera aquello. Se lo espera porque Alejandro le ha contado que esto es lo que haría si alguna vez se presentaba esta situación.
Tras la batalla de Cartago, Gajendra le había hecho precisamente esa pregunta:
—¿Y si, en lugar de afiladas estacas de madera, hubieran sembrado el frente con esas bolas metálicas de pinchos, esos abrojos, para obstaculizar la marcha de nuestros elefantes?
—Respondería con la codicia —le contestó Alejandro.
—¿Con la codicia?
—Enviaría un hombre a la retaguardia, donde están las rameras, los cocineros, los carpinteros y los parásitos, y les ofrecería una moneda de plata por cada abrojo que le llevaran en mano a mi intendente.
—¡Nadie arriesga la vida por unas cuantas monedas!
Alejandro se rió al oírlo.
—Mira que eres joven. Resulta casi conmovedor lo inocente que eres.
Había esbozado una sonrisa. Tenía la boca fea. A Gajendra siempre lo sorprendía lo fea que era su sonrisa, cuando el resto era tan hermoso.
Hannón observa lo que sucede desde una colina situada por encima del templo de Zeus, allá lejos en la retaguardia. Gajendra manda a un correo para que retroceda a pedir órdenes. La reacción, por lo tanto, es demasiado lenta para ser eficaz. Cuando mandan a los arqueros que se ocupen de aquellas fuerzas no regulares, la mitad del campo ha quedado despejada.
Lo sorprende lo valientes que son las rameras y los cocineros. Incluso cuando se clavan las primeras flechas y quienes tienen al lado empiezan a caer, siguen allí, recogiendo montones de aquellas pelotas con pinchos metálicos, bien en sacos o en los brazos. Unos cuantos huyen. Tras la segunda oleada huyen muchos más. Pero incluso entonces algunos se quedan, y un puñado de los que se habían dado a la fuga cambia de opinión y regresa a coger tan sólo una más.
Únicamente después de la cuarta andanada, cuando alrededor de un centenar de furcias y barberos yace entre temblores en la hierba, el campo vuelve a estar vacío. Para entonces casi todos los abrojos han desaparecido. Si los elefantes avanzan ahora, no hay prácticamente nada entre ellos y la estacada.
Durante un rato el silencio se impone. Los truenos reverberan en los puertos de montaña. El viento azota la ropa de los muertos y de los heridos que yacen delante de la empalizada de madera.
Gajendra admira el magnífico aspecto que presentan sus elefantes. Coloso es digno de su nombre: es inmenso. Gajendra nunca había estado con la infantería frente a un escuadrón de elefantes, y ahora comprende por qué los soldados están tan aterrados.
Se figura a Ravi sobre las paletillas de Coloso. Algo se revuelve en su interior. Debería ser yo el de allá arriba.
Ravi empieza a llevarlos hacia delante. ¿Lo ha nombrado Alejandro nuevo elefantarca? Toda la línea se mueve, disciplinada, en oblicuo. Gajendra ve que los aguijones corren entre ellos, ágiles y de piel morena. Siente una oleada de orgullo. Los ha adiestrado bien.
El viento le lleva el olor de los animales. Allá en los flancos los caballos también perciben su olor y se agitan, nerviosos, sin moverse del sitio.
Gajendra confía en que Hannón recuerde todo lo que le ha dicho y no se aparte del plan. Tiene unos oportunistas cobardes en su Estado Mayor. Gajendra supone que si al ejército lo escoge un Consejo, has de trabajar con lo que tienes. Pero si Hannón deja que se entrometan, aquello será una sangrienta desbandada y ninguno de ellos saldrá de ésta con vida.
La hueste se les echa encima. Ya han trabado combate y nada los salvará si no son las estratagemas de Gajendra. Unas estratagemas que, a medida que se acerca el momento, parecen cada vez más endebles; incluso se lo parecen a él.
Hay movimiento en las filas delanteras. Los hombres cruzan corriendo las líneas con antorchas encendidas y con lanzas. A Alejandro no le gustará esto. Va a enfrentarse a lo inesperado en el campo de batalla. Y él prefiere tomar la iniciativa.
Aquí llegan los cerdos. Traen centenares de ellos con cadenas, al trote. Cruzan corriendo la falange, y sólo los sueltan cuando están más allá de las estacadas. Los aguijan con las lanzas y con las antorchas para hacerlos correr. Salen por el campo hacia los elefantes. A algunos los han embreado y les han prendido fuego para que corran más rápido. Eso no lo había ordenado Gajendra. No le pareció necesario.
Durante unos instantes no pasa nada. Los cerdos corren, ambos ejércitos observan. Algunos cochinos dan vueltas, otros se vuelven por donde venían, confusos. Pero ése es el motivo de que Gajendra especificara que debía haber tantos. Sólo necesita que parte de ellos vayan a toda velocidad directos hacia los elefantes para que sean eficaces. Y eso es lo que ocurre.
Y se desata el caos.
El barritar de los elefantes es ensordecedor. Alzan las trompas y chillan, aterrorizados, y la línea de Alejandro se desmorona y se rompe por el centro. Los elefantes reculan al principio, a pesar de los desesperados esfuerzos de los mahavats por mantenerlos a raya, luego dan media vuelta y cruzan a toda velocidad sus propias líneas, aplastándolo todo a su paso. Los howdahs caen y quedan despachurrados bajo las patas de los colmilludos que corren detrás. La infantería se dispersa.
Gajendra oye los gritos de los hombres en el viento.
Le dan pena los mahavats. Cuando un elefante pierde el juicio no hay nada que hacer. Se conseguiría más ordenándole a la marea que retroceda, o mandándole a una avalancha que se detenga en seco en la ladera de una montaña. Los animales dejan tras ellos un rastro de caballos desbocados, infantes pisoteados y banderas hechas trizas.
Cartago lanza vivas de entusiasmo. Presienten la victoria.
Lo que sucede a continuación es algo completamente previsible. Justo cuando los hoplitas dan su grito de combate y pasan a toda velocidad por las estacadas, Gajendra piensa por adelantado en la maniobra que seguirá a la próxima. Un general de menor valía que Alejandro sería presa del pánico. En vez de eso, Alejandro estará poniéndose rápidamente el casco y planteándose cómo sacar ventaja de este revés.
Toda la línea está en movimiento ya, la infantería corre por el terreno abierto hacia el hueco irregular que han abierto los elefantes al irse. La desbandada de los colmilludos ha dejado una gran brecha en la línea, y tirados en el suelo por todas partes hay montones de ensangrentados harapos que antes eran hombres.
Los cuadros de la falange se han dispersado. Si fueran griegos o persas tal vez hubieran dejado caer las armas y hubieran huido, y aquello habría degenerado en una carnicería. Pero estos hombres son los Escudos de Plata de Alejandro, veteranos de Issos, Gaugamela y el río Hidaspes, llenos de costurones; algunos tienen cincuenta o sesenta años y lo han visto todo. Rápidamente, vuelven a formar. Para cuando lleguen los hoplitas, los encontrarán sin escarmentar por este contratiempo y listos para matar.
El caballo se mueve, nervioso, debajo de él. Si fuera Coloso, Gajendra sabría tranquilizarlo, pero esta bestia le resulta tan ajena como si montara en un camello. Un caballo debe ser más listo que su jinete, decían los maces, pero no has de dejar que él lo sepa.
Bueno, a éste no hay que decírselo. Ya lo sabe.
Los hoplitas llegan ante la falange de Alejandro y se ven frente a una apretada fila de sarissas de dieciocho pies de largo. No pueden replegarse y tampoco pueden penetrar en las defensas enemigas. A los capitanes de la línea la fácil victoria de hace sólo unos instantes ahora les parece un grave error de apreciación. En lugar de dirigir una aplastante derrota los detienen las puntas de las lanzas macedonias, y además han dejado una abertura detrás, en la línea.
Alejandro manda que Ptolomeo y su caballería pesada entren en liza con los númidas de la izquierda, y él mismo carga a través de la brecha con su propia caballería. Ya ha visto el estandarte de Hannón, en realidad no buscaba otra cosa.
Gajendra piensa: entre él y yo sólo hay un escuadrón de caballería de la guardia personal. Y como cree que soy Hannón, éste es el momento que esperaba.
Aunque contaba con el ataque de Alejandro, es la rapidez y la ferocidad lo que lo asombran. Lo ha visto hacer esto en Cartago y en Siracusa, pero si estás detrás de él, resulta imposible apreciar lo desmoralizador que resulta ver cómo su caballería pesada se precipita directamente sobre ti.
La escolta sale para enfrentarse con él, pero el impacto de la carga rompe las filas casi al instante. Ve a Alejandro con claridad ya, el empenachado casco, la hermosa coraza dorada. Luchan como las Furias, estos maces. No puede evitar admirarlo, al tiempo que desea verlo muerto.
La caballería de Hannón trata de contenerlos, pero no tarda en quedar claro que no son suficientes. Llegan los primeros rezagados a todo galope. No hace falta mucho para ganar una batalla. Cuando un ejército da la vuelta es como si apareciese una grieta en el muro de un castillo. Después todo se concentra en ese punto concreto, y, tras meses de asedio, todo acaba en cuestión de horas.
Tan pronto se está en la retaguardia como en primera línea.
Hasta ahora Gajendra ha estado quieto, no quiere retirar el señuelo demasiado pronto. Pero ahora comprende que el señuelo corre peligro de que se lancen sobre él antes de lo que pensaba. Da media vuelta y ordena la retirada. El estandarte y algunos escoltas lo siguen. No sabe qué es de los demás. Se los traga el tumulto.
Ojalá Hannón y sus generales estuvieran aquí, le gustaría gritarles a la cara: ¿Veis?, os dije lo que Alejandro haría.
Claro que tal vez ellos le respondieran a gritos: Sí, puedes atraerlo, pero ¿puedes detenerlo? ¿Puede detenerlo alguien?
Resulta aleccionador ver lo rápido que la caballería pesada diezma a la infantería si no está correctamente ordenada. Estos hoplitas griegos que él tiene no son la falange macedónica, y los celtas y galos, sencillamente, no pueden competir, a pesar de todas sus pieles de oso, sus tatuajes y sus barbas. Gritan y mueren junto con todos los demás.
No pueden competir.
En cuanto a Alejandro, sólo tiene un centro de interés. Ha visto los estandartes de combate de Hannón y quiere enfrentarse a él en persona. Para Alejandro en una batalla no se dirime sólo la victoria, se trata de la gloria personal. Está decidido a que esta vez Hannón no se le escape. Dirige la carga desde delante. Siempre ha dicho que un general no podía ensalzar el valor ante sus hombres si él mismo se quedaba tras las líneas sobre un espléndido caballo y con un criado sosteniendo una sombrilla. No es que haya sentido nunca la tentación de ser esa clase de rey.
Gajendra se queda espantado al ver aquella armadura dorada tan cerca, tan pronto. El petral del caballo de Alejandro tiene varios boquetes, y al animal le falta un trozo de los cuartos traseros que sería un filete lo bastante grande para tres hombres. Lleva el pecho y las patas delanteras duros, apelmazados por la sangre. Sin embargo sigue avanzando, enloquecido por el dolor y por la furia, y Alejandro no parece menos loco que él.
Gajendra encabeza la retirada, con los desordenados restos de la guardia personal de Hannón a la zaga. Ve el templo que está arriba en la loma, y por un instante la trémula luz del sol brilla en la armadura de un soldado situado en algún lugar de la cresta que queda por encima. Espera que Alejandro no lo vea también.
—¡Hannón!
Sube con gran estruendo al collado de la cima que queda bajo las ruinas del templo, oye que Alejandro lo llama. Hace dar la vuelta al caballo para quedar de cara a él. La batalla ya ha degenerado en un montón de combates singulares, pero es éste el que conseguirá el triunfo. Gajendra tira la jabalina, que golpea el escudo de Alejandro y sale despedida sin causar daños. Alejandro responde con la suya. Da en el peto de Gajendra y se parte, pero el impacto basta para dejarlo sin aliento y hacerlo caer del caballo. Queda bocarriba en la hierba.
Se pone en pie con dificultad, mientras se pregunta por qué Hannón no está aquí para ayudarlo. Saca la espada y busca a Alejandro. Alejandro se lanza contra él, pero no emplea la espada, lo aporrea con el escudo hasta que Gajendra se cae de nuevo.
Sabe que no está a la altura, pero lo defrauda no hacer mejor papel. Claro que no cree que haya muchos intrépidos que puedan jactarse de haber salido victoriosos tras combatir con este demonio.
Alejandro no lo despacha enseguida. En vez de eso se inclina a arrancarle el casco, pues se muestra clemente con cualquier hombre que se lo pida, si ha luchado con valor.
Es la única vez que Gajendra ve a Alejandro desconcertado.
—¿Elefantero? —dice.