Capítulo 6
Babilonia
Para otoño Alejandro está preparado. Van a marchar en dirección noroeste hacia Tiro, luego bajarán hacia Egipto y seguirán la costa hasta Cartago. A los hombres no les gusta la idea. Las quejas de que Ravi ha hablado a Gajendra ya no son secretas. Los hombres gritan su descontento a Alejandro cuando pasa a caballo.
Alejandro parece tranquilo al dirigirse a ellos. No hay ciudad ni Estado que haya dejado sin conquistar, batalla que no haya ganado. Se dice que no estará contento hasta que no tenga todo el Mediterráneo en sus fauces.
Gajendra le dice a Ravi:
—Allá donde vamos no han visto elefantes jamás. ¡Triunfaremos en todas partes, y algún día seré capitán de los elefantes!
Ravi parece alarmarse.
—Que decidan los dioses, Gaji.
En público los generales de Alejandro son todo sonrisas mientras cabalgan tras él como pavos reales. Pero corre la voz de que ha habido discusiones provocadas por el alcohol en la lujosa tienda de Alejandro, se dice que se ha lanzado comida, que se han sacado dagas. Todo el mundo sabe que una vez Alejandro cogió una lanza que tenía a mano y mató a uno de sus mejores amigos cuando éste se atrevió a ponerle reparos. Es peligroso cuando está sobrio. Borracho es como si hostigaras a un tigre.
Lo peor, dicen los macedonios, es que su gran rey se ha vuelto un nativo.
¿Se han tomado la molestia de derrotar a estos maricas de persas sólo para que ellos se adueñen de su ejército? Ya hay persas hasta en la propia Caballería de los Compañeros. ¿Y qué falta les hacen barberos y maestros de baño, sumilleres y pasteleros? Ahora Alejandro tiene hasta un portero de noche. Y mirad a todos estos petimetres de aceitados tirabuzones y barbas perfumadas que rondan por el patio: parece que Alejandro está tomándole gusto a toda su obsequiosidad.
¿Qué pensarían de nosotros allá en la patria si nos vieran?
Para atajar el problema Alejandro ha enviado a algunos de los macedonios más desafectos de vuelta a la patria con Crátero. Cuando llegue allí, Crátero debe asumir la regencia tras relevar a Antípatro, que en la actualidad gobierna en Macedonia en lugar de Alejandro. A Antípatro le han ordenado que acuda junto a Alejandro con tropas de refresco para ayudarlo en la presente campaña. Todo el mundo sabe lo que significa eso: poco después de que llegue, Antípatro acabará en una cruz ennegreciéndose al sol. Nadie sabe lo que ha hecho para ofender a Alejandro. Tal vez volverse demasiado eficiente. Ningún rey puede permitirse el lujo de que haya príncipes capaces en épocas de descontento, aunque por la edad pudieran ser su padre.
Dos de los hijos de Antípatro ya están en Babilonia. Yolas ahora es el copero de Alejandro y el otro, Casandro, llegó hace apenas unas semanas para interceder por su padre. Por lo visto la audiencia no fue bien. Casandro salió de la tienda con la cara manchada de sangre.
Ravi parece compungido cuando le cuenta los planes de Alejandro.
—No se puede llevar los elefantes por el desierto. Morirán todos y la mayoría de nosotros con ellos. ¡Está loco!
—Todos los dioses están locos —contesta Gajendra.
—Los maces dicen que ya están hartos.
—¿Hartos de qué? ¿Hartos de ganar batallas?
—Dices eso porque tú nunca has estado en una batalla. Algunos de estos viejos verdes llevan años con él, desde que llegó a Persia. ¿Qué sentido tiene ganar todo este botín si no vives para gastártelo?
Pero las palabras de Ravi no tienen sentido para Gajendra. Él no concibe vivir sin el tufo de los elefantes, sin la expectación de la próxima ciudad. Llevan un año en Babilonia y le parece que está allí desde el principio de la Historia.
—He oído decir que hay una conjura contra Alejandro —dice en susurros Ravi.
Gajendra se le acerca.
—¿Contra Alejandro? ¿Qué has oído?
—Uno de los maces me dijo que Alejandro jamás saldrá de Babilonia.
Es más probable que saquen a Zeus del cielo a tirones y lo maten a patadas. Qué idea tan estrafalaria.
—Alejandro es inmortal —responde Gajendra.
—Igual que todos los reyes. Hasta que muera.
Ravi le cuenta lo que han dicho otros. El país llamado Egipto en tiempos lo gobernaba una raza de reyes llamados faraones. En lugar de ellos Alejandro ha colocado a su sátrapa, y le ha puesto su propio nombre a una nueva capital. Es un lugar siniestro, dice Ravi. La gente se come los cerebros de los muertos y guarda sus tripas en tarros. Luego los envuelven en sábanas y los meten en ataúdes que parecen mujeres.
Y para llegar a Cartago deben hacer una larga marcha a través del desierto. Sólo se llevarán un puñado de elefantes, porque no hay agua suficiente. La ciudad está protegida por tres murallas, altas como diez hombres y casi igual de gruesas. Los maces dicen que Alejandro morirá allí.
Gajendra menea la cabeza. Un soldado abre la boca y el viento le zarandea la lengua.
—Yo no me he alistado en este ejército para hacer marchar a los elefantes arriba y abajo por el maidan. Ningún soldado ha encontrado nunca su destino en tiempo de paz.
Esa noche, cuando duerme, vuelve a su hogar. Su madre está fuera con sus hermanas machacando el arroz, oye el rítmico golpeteo mientras trabajan al unísono. Charlan y sueltan risillas como hacen las muchachas, su madre las reprende por su lentitud.
Oye hombres que se acercan a caballo y corre afuera. Se recortan en un sol de cobre. Siente la tierra vibrar bajo los pies.
Entonces se despierta. El sudor le ha brotado en la piel como una fría grasa. Incapaz de dormirse, inspecciona las rondas de la Hilera de los Elefantes.
Encuentra a Coloso en la paja. No quiere levantarse por mucho que lo reprende. Es temprano y los muchachos aún duermen. Coloso yace allí como una palpitante montaña gris. Su trompa toquetea lánguidamente la tierra. A Gajendra se le ocurre que los caballos que creyó oír en el sueño en realidad era Coloso, esforzándose por respirar.
—¿De modo que ahora tenemos que ir a buscar a un médico de elefantes? —dice el capitán a la mañana siguiente, absolutamente radiante de satisfacción.
Ravi y los chicos rondan por allí, sin poder hacer nada. Le traen a Coloso agua y manzanas, que son su comida favorita, pero nada lo tienta a levantarse o mostrar interés. De su cuerpo sale una diarrea. El animal hiede.
Gajendra cae de rodillas. ¿Cómo ha podido ocurrir esto?
—¿Y los otros elefantes? —le pregunta a Ravi.
—Todos los demás están bien. Sólo es Coloso.
Gajendra nota que Coloso lo mira con su ojuelo sin vida. Parece perplejo y traicionado. Pero un elefante no siente esas cosas. Sólo son imaginaciones suyas.
Gajendra no duerme la noche siguiente. Habla con su elefante. Le dice que va a ponerse bien, le dice que algún día le construirán una estatua en plena plaza principal de Cartago, y luego otra en Alejandría, y en Atenas, y en Macedonia; que será el elefante más famoso del mundo entero.
Le parece que Coloso lo entiende, aunque no es más que un animal. Su ojo lo sigue cuando anda, aunque no puede mover la enorme cabeza. La muerte sale a borbotones de él en una oscura mancha parda. Las moscas lo atormentan. Gajendra lo abanica con una hoja de palmera, espantándolas como puede. Imagina que presienten un gran banquete dentro de uno o dos días.
Intenta recordar las cosas que su tío le ha enseñado sobre los elefantes y sus enfermedades, pero no ha oído hablar de nada parecido a esto.
Ravi despierta temprano y acude a sentarse a su lado. Ven que el gran animal sufre. Ravi desgaja una ramita de un árbol cercano y la coloca dentro de la trompa para mantenerle las vías respiratorias abiertas.
—Ojalá estuviera aquí mi tío. Él sabría qué hacer.
Ha probado con el amigo del soldado: pétalos de milenrama secos, que se emplean para detener la hemorragia y para la fiebre. Pero ¿qué cantidad se le da a un colmilludo del tamaño de una casa? Pone un puñado en un cubo de agua caliente, pero hacer que Coloso beba el preparado es una tarea que le ocupa la mitad del día. No sirve de nada de todos modos.
Buscan a uno de los médicos de Alejandro. Él sabe algo de animales y fríe las hojas y flores de la planta Beni Kai. Fabrica una especie de pócima e intenta que Coloso la beba, pero al estar tumbado de costado se le sale, y Coloso está demasiado débil para ponerse de pie y bebérsela, aunque tuviera ganas de hacerlo.
Gajendra se imagina el enorme mecanismo interior, los pulmones parecidos a un fuelle, grandes como un hombre, afanándose por empujar aquel gigantesco pecho arriba y abajo; un corazón del tamaño de un carro de guerra marcando a martillazos los latidos como el tambor de un esclavo, pero haciéndose más lento a cada golpe.
Vuelve al médico de Alejandro en busca de otro remedio. Está esto, le contesta. Lo traje de Taxila, me lo dio uno de los médicos del rajá, pero la dosis no es segura. Por cierto, si se le da demasiado a un hombre, lo mata.
—¿Cuánto se le da a un elefante? —le pregunta Gajendra.
El otro se limita a encogerse de hombros, le da los polvos y le dice que lo mezcle con agua templada.
Gajendra lo huele y hace una mueca.
—Pero ¿cómo hago que se beba esto? Es repugnante.
—No es para beberlo —responde el viejo matasanos con una amplia sonrisa—. Tienes que encontrar otro modo de metérselo dentro. ¡Desnúdate y ponte a trabajar!
De manera que aquí está, metido hasta el codo en mierda de elefante, pálido y agotado por falta de sueño, y en ese momento entra Oxatres. Le echa una ojeada a Coloso y frunce el ceño como si se preguntara: ¿por qué no ha muerto aún?
—Nos ponemos en marcha pronto, con o sin él. Órdenes de Alejandro. Si está demasiado enfermo pondré en su lugar a Asaman Shukoh.
—No podemos dejarlo.
—Me parece que no hay más remedio. Las demás bestias están en mejores condiciones que ésta.
—Es el mejor elefante guerrero que tenemos.
—Ya no, no —contesta Oxatres. Arruga la nariz—. ¿Te gusta meterle la mano por el culo a un elefante, chaval? —pregunta, y vuelve a salir, riendo.
—No le hagas caso. No dejaré que te mueras —promete Gajendra—. No permitiré que te dejen aquí.
De vez en cuando Coloso brama, con un sonido lastimero que hace que todos se tapen las orejas.
—Está muriéndose —dice Ravi—. Está deshaciéndose por dentro. Hay algo en sus tripas. Algo que ha comido. ¿Qué podemos hacer?
—Mientras nos quede aliento, seguimos adelante. Y él también.
Se imagina a su padre sentado con él mientras vela a Coloso esa noche.
—La resina lo asentará —le dice—. Si sobrevive a esta noche, tu querido colmilludo se pondrá bien.