Capítulo 52
Hannón es un hombre corpulento que, en este primer momento al menos, logra parecer muy pequeño y muy pálido. El inesperado reencuentro con su hija lo ha afectado. Si fuese un caballo, se diría que lo ha hecho trabajar demasiado un hombre aficionado en exceso a usar la fusta.
Acaba de volver de enterrar a Cátaro. Le encendieron una pira. Ahora el general está agradecidísimo a este indio que ha salvado a su hija, aunque probablemente haya sido a costa de seducirla.
Este año ha irritado los nervios incluso de un hombre paciente.
—Mara dice que he de agradecerte el que haya llegado con bien aquí —le dice.
—Sí.
—Nada de falsa modestia por tu parte, ¿eh?
—Maté a cuatro hombres por Mara. Como no estoy adiestrado para semejante cosa, creo que es algo extraordinario y pienso llevarme todo el mérito. Anoche tuve sueños desagradables. Matar no me resulta fácil. Lo hice por ella.
—¿Cuatro hombres?
—Se confundieron conmigo, ¿sabes?
Hannón se muestra de acuerdo.
—Prometo no hacer lo mismo.
—Tu criado Cátaro era el tipo más valiente que he visto jamás. Espero que le levantes una estatua en alguna parte. Murió intentando matar a Alejandro por ti.
—Ojalá lo hubiera conseguido.
—Bueno, hizo todo lo que pudo. He visto a veteranos con treinta y siete años de servicio con menos cicatrices que tu criado.
Hannón va a la palangana y se echa agua en la cara.
—¿Qué eras con Alejandro?
—Yo era su elefantarca.
—¿Y eso qué es?
—Era el jefe de los elefantes.
—¿Un oficial?
—¿Te sorprende porque soy indio?
—Me sorprende porque eres muy joven.
—Alejandro era más joven que yo cuando logró su primera victoria.
Hannón se acerca.
—¿Puedes decirme cómo derrotar a Alejandro?
—Sí.
Hannón frunce el ceño. No esperaba una respuesta tan rotunda.
—¿Por qué ibas a hacer semejante cosa?
—Si no te enseño a hacerlo, me costará la vida. Alejandro nunca olvida un desaire, y el que lo haya dejado sin su prisionero lo considerará un insulto mortal. Eso, y que le prendí fuego a su campamento.
—¿Fuiste tú?
Por primera vez desde que empezaron a hablar, algo parece divertir a Hannón.
—No lo hice por maldad. Tenía que provocar una distracción.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
—Pregúntale a tu hija.
Decir aquello es una osadía. Por un instante parece que Hannón quisiera apretarle la cabeza dentro del puño hasta estrujársela como una ciruela. En vez de eso decide sonreír.
—Si alguna vez le haces daño, te arrancaré las pelotas de raíz y se las daré de comer a mi caballo.
—No tendrás que hacerlo.
Hannón gruñe. No acaba de estar convencido.
—Tu llegada aquí ha causado mucho debate.
—Me lo imagino.
Hannón se rasca la barba.
—Unos te llaman espía, otros creen que podrías cambiar nuestra suerte.
—¿Esto es todo tu ejército?
—Como sabes, Cartago no es tierra de guerreros. La mayor parte de nuestro ejército eran mercenarios, y los mercenarios, por naturaleza, cuestan dinero. Cartago ya no es sino unas cuantas plazas fuertes y unas cuantas colonias al norte de esta isla. Hasta reclutar un ejército de este tamaño es probable que nos lleve a la bancarrota a todos.
—Bueno, supongo que la cantidad no importa tanto si se utiliza la táctica correcta.
—Antes de que llegarais, mis generales preferían que nos replegáramos de nuevo en las montañas, en la seguridad de nuestra barrera de fortalezas.
—Si yo fuera uno de tus generales y reconociera mis deficiencias, haría lo mismo.
A Hannón le hace gracia el comentario.
—¿De veras? ¿Ya eres general?
—Estoy casi preparado para serlo —responde Gajendra, con tal sinceridad que Hannón se queda sorprendido—. Ahora que me tienes aquí, tal vez ganes la campaña, si no la batalla.
Hannón se apoya en la mesa.
—¿Dónde has aprendido tanta presunción?
—De Alejandro. Si no estuviera tan seguro de sí mismo, no habría llegado tan lejos, y en eso, al menos, somos parecidos. Sé lo que él piensa, general. No hay nadie fuera de su círculo más íntimo que lo sepa mejor. Puedo cambiar las cosas aquí.
—Como dices, este ejército no es gran cosa. Tenía uno mucho mayor en Cartago y Alejandro lo diezmó.
—Le hiciste el juego.
—No tengo la menor intención de volver a hacerlo. Vinimos aquí a instancias de Antípatro, que deseaba coger a Alejandro en una trampa. Pero Antípatro se movió antes de que estuviéramos listos. Quería toda la gloria para sí.
—Quizá. Pero es que Alejandro le apretó bastante las clavijas. Si Antípatro no hubiera salido a su encuentro, lo habría acorralado dentro de Siracusa mientras se ocupaba de ti. Entre sus generales se debatió mucho aquello. De todas formas, lo hecho, hecho está. Ya ha llegado la hora de engañar al gran embustero.
—¿Qué es lo que deseas, Gajendra? —le pregunta Hannón, llamándolo por su nombre por primera vez.
—Antes habría respondido esa pregunta con precisión. Ahora me daré por satisfecho si vivo lo suficiente para ver a Alejandro muerto.
—Debes de desear algo más que eso. Todo hombre tiene un precio.
—Podría decirte que quiero que me des a tu hija en matrimonio, que quiero ascender a la nobleza, que quiero una villa, una hacienda, un viñedo. Puedo imaginarme una buena vida, si quiero. Pero, por lo visto, el mañana tiene la costumbre de venir a encontrarnos. Por ahora busco tu gratitud y tu favor, y ya calcularé después qué hacer con eso. Si es que vivo.
—Si es que vivimos todos.
Hannón sonríe. Después de este año de exilio, de desesperación, ahora ve una esperanza. Ve, asimismo, un lugar en la historia si es él quien, por fin, derrota al invencible. El brillo vuelve a sus ojos.
—Bien. Dime cómo puede hacerse.
La despierta el murmullo de los insectos, su padre hablando en susurros fuera. Está acostada en un catre de campaña, vendas de lino le rodean las muñecas y los tobillos, la cara le da punzadas de dolor. Se lleva la mano al rostro pero no parece suyo. Tiene el labio hinchado hasta el doble de su tamaño normal, un ojo cerrado, no soporta ni rozarse la mejilla.
Unas mujeres entran, se deshacen en atenciones con ella. Les dice que se vayan.
Fuera oye que su padre somete a un interrogatorio al médico. ¿Mara sufre dolores? ¿Va a ponerse bien? ¿Tiene huesos rotos? ¿Le han saltado dientes?
El pobre hombre apenas puede responder tantas preguntas.
¿Le has dado láudano? ¿Por qué no? ¿Qué quieres decir con eso de que no quiere tomárselo?
Así que su padre no se ha sosegado, piensa Mara. La puerta de la tienda se abre de golpe y aparece allí, recortado sobre el fondo del volcán. Alarga las manos hacia ella, con las palmas hacia arriba, como si dijera: perdona, todo esto es culpa mía.
—Creí que no volvería a verte. —Ha perdido peso. Antes era un hombre corpulento. Ahora sólo parece muy alto—. Ya todo va a salir bien. Voy a enviarte a Panormo.
Como si eso arreglara la situación de Mara, la de él. Mara no piensa ir a Panormo ni a ningún otro sitio, y se arma de valor para la pelea. Lo ha echado muchísimo de menos estos últimos meses. Unos pocos momentos en su presencia y le entran ganas de volver corriendo junto a Alejandro y la ejecución.
—¿Quién te ha hecho esto?
—¿Importa?
—El asiático, ¿te ha tratado bien?
—No. Deberías mandar ejecutarlo. Mira lo que me hizo. —Extiende las manos para mostrarle la porquería amarilla que tiene bajo las uñas—. Tengo ampollas. Las uñas sucias. Y callos. Todo es culpa suya.
Hannón no entiende que está haciendo un chiste malo. Se queda desconcertado.
Se arrodilla junto a la cama. Por primera vez a Mara le parece viejo. Repara en las canas de su barba, en las arrugas en torno a los ojos.
—Y bien, ¿quién es este Gajendra?
—Alejandro estaba a punto de ejecutarme. Él me salvó la vida.
—¿Por qué? ¿Qué es él para ti?
—Nos hemos hecho íntimos amigos.
—¿Amigos?
Hannón aprieta los labios hasta que se le ponen blancos. Mara se imagina lo que está pensando. Ya es bastante malo que un extranjero haya violado a su hija, ahora tiene que agradecérselo.
—El chico afirma ser el elefantarca de Alejandro. Una palabra imponente. El chaval la dice como si fuera el rey de Persia. ¿Qué es semejante cosa? Nunca he oído hablar de eso.
—No es un chico, o por lo menos no creíste que lo fuera cuando sus elefantes derrotaron a tu falange delante de Cartago. Digo yo que no era un chico cuando mató a cuatro hombres para traerme con bien aquí.
—Entonces, ¿no exagera?
—Tal vez parezca joven, pero también lo parece Alejandro. Gajendra es un guerrero, padre, como tú.
Hannón va y viene por la tienda dando zancadas, inquieto. De pronto se arrodilla de nuevo, le toma una mano y se la lleva al corazón. Empieza a llorar. Mara no había visto a su padre llorar nunca y se queda demasiado estupefacta como para hablar. Es como ver a uno de los dioses de mármol del templo bajar del pedestal y empezar a pasearse de acá para allá.
Mara le acaricia el pelo, nota la humedad de sus lágrimas en el brazo. No se imaginaba que sintiera tanto cariño por ella.
Por fin Hannón se pone de pie y se aparta de su lado, avergonzado por semejante despliegue de emociones.
—Hemos entregado a Cátaro a las llamas con todo honor.
—Bien. Era lo menos que se merecía.
—Lo que hiciste fue un acto valeroso y honorable. Traerlo de vuelta. —Se pasa una mano por la cara, dominándose de nuevo—. ¿Fue un buen final?
—Fue rápido.
Hannón asiente con la cabeza.
—Entonces está bien. Sin duda había sufrido bastante, a juzgar por las cicatrices que tenía. Había heridas recientes en los muslos y en el pecho. El hombrecillo era un verdadero mosaico de heridas.
—Todas las recibió en mi nombre y a tu servicio.
—¿Cómo murió?
—Trataba de defenderme. Alejandro lo despachó con su espada.
Hannón baja la cabeza, intentando no imaginárselo de forma demasiado vívida.
—¿Qué había entre vosotros? —le pregunta Mara—. ¿Por qué te era tan fiel?
El padre se sienta, vuelve a levantarse. Parece como si estuviera a punto de contárselo, pero va a la palangana que hay en el rincón de la tienda y, en vez de eso, se echa agua en la cara.
—Algunas cosas es mejor no saberlas —responde por fin.
—A lo mejor eso era verdad antes. Ahora me parece que merezco una respuesta.
—No es fácil de explicar. No estoy seguro de que lo entiendas.
—Ponme a prueba.
Hannón suelta un suspiro y le da la espalda otra vez.
—Tú sabes, desde luego, que tu madre no fue la única mujer que ha habido en mi vida.
—Lo suponía. —Se produce un largo silencio—. ¿Era mi hermano?
—¿Parecía tu hermano?
—Tendido en el suelo podría haber sido el hermano de cualquiera.
—Bien, pues no era el tuyo. Pero su madre fue una de mis queridas. Murió de la misma fiebre que se llevó a tu madre, hace muchos años. Cátaro era su hijo, lo había tenido con otro hombre que la dejó al ver el hijo deforme que le había dado. A ella siempre le preocupó qué sería del hombrecillo si moría, y yo le juré que cuidaría de él. En ese aspecto cumplí mi promesa.
—¿Cuántos años tenía entonces?
—Sólo era un crío.
—Sin embargo yo nunca lo vi.
—Por supuesto que no. Lo crié en otro lugar.
—¿Lo adiestraste también?
—Bueno, mandé que lo adiestraran. A él le pareció muy bien. Tenía instintos de guerrero y, al crecer —o al no crecer—, se convirtió en el candidato perfecto para hacerse cargo de muchas de esas exigencias del poder que es preciso realizar sin autorización oficial. ¿Quién sospecharía que un hombrecillo de aspecto tan inofensivo fuera mortífero? Me amaba, creo, porque le cumplí lo prometido. Me figuro que me consideraba su padre o algo parecido, lo más parecido que había llegado nunca a conocer.
—Pues correspondió a tu amabilidad.
—Hizo su trabajo y ahora me aseguraré de que tú estés a salvo.
—Eso no puedes hacerlo.
Hannón debía haber sabido que su hija diría esto. Hincha el pecho.
—Encontraré un modo de vencer a Alejandro.
—No pienso ir a Panormo.
—Te lo he ordenado. Asunto concluido.
—Me quedo aquí.
—Eso es imposible.
—Aquí están los dos hombres que amo. Si tú mueres aquí, o si muere Gajendra, ¿qué me queda en Panormo? Necesito estar cerca de los hombres que me importan.
—¿Tanto significa él para ti?
—Significáis los dos.
Hannón parece desinflarse.
—Llevas razón, no puedo vencer a Alejandro. Tiene el mejor ejército del mundo y el doble de efectivos que nosotros. No sé qué hacer. Si nos retiramos, se limitará a perseguirnos a su conveniencia. No podemos escapar… ya estamos en el exilio.
—No debes rendirte —contesta ella—. Pase lo que pase, por muy difíciles que estén las cosas, no te rindas. Nunca se sabe si hay algo justo a la vuelta de la esquina que vuelve a inclinar la balanza a tu favor y te devuelve tu vida.
—¿De verdad lo crees así, Mara? —Hannón se sienta en la cama y la abraza, con suavidad. Después le da un beso en lo alto de la cabeza—. No puedo creer que vuelvas a estar conmigo. Muy bien. Ocurra lo que ocurra, ahora viviremos o moriremos juntos.
Los generales están reunidos alrededor del mapa que han puesto sobre un banco. Clavan la mirada en Gajendra cuando entra. Supone que habría rostros de expresión más cordial en su propia ejecución. Lo lee en sus caras: es demasiado joven, demasiado indocto, demasiado extranjero para que les sea de utilidad.
—¿Quién es éste? —pregunta uno de ellos.
Hannón se apoya en la mesa.
—Es mi consejero.
Gajendra observa a sus antiguos enemigos. Ellos lo observan a él. No se causan muy buena impresión. Aquello parece una reunión de cuervos esperando a que su presa deje de moverse de un lado a otro para escoger los trozos jugosos que van a cenarse.
Alejandro no habría hecho esto, piensa Gajendra, él no era de los que se apartan y dejan que otros hombres insulten a las personas que están a su cargo. Él me rodearía con el brazo, se plantaría justo delante de ellos, los retaría a ser groseros.
La autoridad de Hannón no está tan segura.
Gajendra estudia el mapa, los preparativos que están previstos. Los generales lo miran con los brazos cruzados. Supone que esperan un plan brillante, como si sólo eso fuera a derrotar a Alejandro. Pero él sabe que, hagan lo que hagan, Alejandro se adaptará.
Gajendra lleva unas piedras en el puño, las suelta y va colocándolas en los puntos estratégicos.
—Aquí está Alejandro, aquí su caballería, aquí su infantería pesada, aquí sus elefantes, así es como se enfrentará a nosotros. Pero contad con que esto cambie casi en cuanto comience la batalla.
Ha agotado prácticamente todo el montón de piedras y todavía no ha dispuesto las posiciones de ellos. Para eso no necesita tantos guijarros, ni mucho menos.
—¿Tantos soldados tiene? —pregunta Hannón.
—Los mercenarios que sobrevivieron a la desbandada de Siracusa se han pasado a sus filas.
—Pues estamos jodidos —dice alguien.
Gajendra hace un gesto afirmativo.
—En una batalla convencional, ya puestos, podríais caer sobre vuestras espadas y ahorrarles el trabajo a los maces.
Unas cuantas risillas. Algunos valoran su franqueza por lo menos.
—Lo primero que debéis hacer es mostrarle que queréis ganar. Porque él piensa hacerlo.
Varios miran a Hannón, y uno pregunta:
—No seguirás queriendo ir contra él sin Antípatro, ¿verdad?
—He enviado mensajeros a Antípatro y a los oligarcas de Siracusa, pidiéndoles que vuelvan al campo y lo ataquen en un movimiento de tenaza coordinado, aliados con nosotros.
—¡Pero si Antípatro está muerto! ¡Mandaron ejecutarlo!
—¡Alejandro ha pactado condiciones con Siracusa!
—Él no sabe que nosotros lo sabemos —responde Hannón—. He ordenado a los mensajeros que deserten, o que finjan desertar. Sin duda Alejandro habrá arreglado que recibamos una misiva de Siracusa, con el sello de Sóstrato, accediendo a tomar parte en un ataque conjunto. Alejandro pensará que nos ha engañado. Si cree que puede aplastarnos aquí, eso le ahorrará el coste de una larga campaña en el oeste de la isla.
Les sonríe, frunciendo los labios. La estratagema ha sido idea de Gajendra.
—Hay un par de cosas más que debemos hacer —dice Gajendra, y todas las cabezas se vuelven de nuevo hacia él.
Ahora tienen el ceño fruncido al verse involucrados en algo con lo que no quieren tener nada que ver: una contienda justa.
—Necesitaremos que alguien ocupe el lugar de Hannón en el campo de batalla. Un señuelo.
—¿Que ocupe mi lugar? —pregunta Hannón.
De eso no se había hablado.
—Ese hombre ha de vestir tu armadura, cabalgar con tu estandarte y ocupar tu puesto tras la línea, como hace la mayoría de los generales.
—¿Por qué? —pregunta alguien.
—Es un cebo para hacer caer a Alejandro en una trampa. Lo último: necesitaremos cerdos.
Todos clavan la mirada en él con un gesto de absoluta incredulidad.
—¿Cerdos?
—Todos los que consigáis.
Se produce un pasmado silencio. El viento azota la tienda.
Ni siquiera los maces mostraron nunca tanta animadversión por un indio corriente. De repente empiezan a darle a Hannón su opinión sobre él y sobre sus proyectos a voz en grito. ¿Cómo van a fiarse de este chico? Probablemente se haya pasado los dos últimos años dejándose dar por el culo por el Rey de Macedonia, y eso es lo más cerca que ha estado nunca del sanctasanctórum de Alejandro.
¡Y además nadie puede luchar contra los elefantes! Todo el mundo lo sabe. Hasta Alejandro estuvo a punto de perder una batalla contra ellos en la India. Atravesaron nuestra infantería en Cartago y ahuyentaron a la caballería de Antípatro hace sólo una semana.
¡Y cree que podemos derrotarlos con unos cuantos cerdos!
No hay que fiarse de los asiáticos. Venderían a sus propias madres si sacaran beneficios de ello. ¡Mi peso en oro a que es un espía!
Los generales se amontonan y vociferan compitiendo por hacerse callar unos a otros. Si ésta es la talla de los hombres de los que Hannón se rodea, no es de extrañar que les ganaran tan fácilmente en Cartago. Le gustaría recordárselo a todos, pero piensa que no es prudente hacerlo. Guarda silencio y espera.
Hannón deja que se queden roncos de tanto gritar y, cuando se han agotado, levanta la mano pidiendo silencio. Pero uno de ellos aún ha de tener la última palabra.
—¿Por qué estamos escuchándolo? ¡Es el espía de Alejandro!
Hannón hace que Alejandro parezca un histérico. Mantiene los brazos cruzados y el rostro inmóvil. Nada revela lo que está pensando. Echa rápidas ojeadas a los presentes. A Gajendra le recuerda a un halcón, con esos enigmáticos ojos negros. Son lo único de su cara que se mueve.
Hannón le hace una señal con la cabeza, le da permiso para hablar de nuevo.
—Si vuelves corriendo a Panormo —le dice Gajendra, haciendo caso omiso del resto de aquella chusma—, tú sabes lo que sucederá. No se olvidará de vosotros. Regresará cuando le convenga con un ejército mejor, derribará las murallas de vuestras fortalezas, crucificará a todo el que sobreviva y se llevará a vuestras mujeres y a vuestros hijos como esclavos. Tú lo sabes.
—Ya tiene un ejército mejor —responde otro oficial.
—¿Por qué no nos esperó Antípatro?
¿Por qué siguen hablando de Antípatro?, se pregunta Gajendra. ¿Acaso no está muerto Antípatro, como ellos mismos reconocían? Gajendra, el elefantero, está perdiendo la paciencia con los altos y los poderosos. Qué gente tan estúpida son.
—Lo que Antípatro hiciera o no hiciera ya no es asunto nuestro. Lo único que tenemos son nuestras actuales circunstancias. Y si huis de él ahora, no conseguís nada. Aquí tenéis una ventaja. Podéis elegir las condiciones de la batalla.
—Nadie puede vencer a Alejandro —interviene otro intrépido desde la parte de atrás del ignominioso corrillo.
Gajendra no los mira. Él mira a Hannón.
—Yo sí —dice.
—¿Con cerdos?
—Sí, con cerdos. Los desplegaremos aquí. Harán falta soldados que los pastoreen. Tenemos que dirigirlos hacia el lugar apropiado.
—No se puede derrotar a Alejandro con cerdos.
—No, vais a derrotarlo en combate singular, por la gracia de los dioses. Lo único que harán los cerdos será desestabilizar sus planes iniciales.
—No lo entiendo —comenta otro ilustre personaje. Al menos es sincero en eso.
—Tenemos que hacer algo con los elefantes. Vuestros hombres no podrán enfrentarse a ellos, carecen del adiestramiento y la disciplina necesarios, y vuestros caballos saldrán de estampida. Así que meteremos a los cerdos entre los elefantes para dispersarlos. A los elefantes los aterrorizan los cerdos. Eso tendrá una doble utilidad. En primer lugar dejará a Alejandro sin una de sus mayores armas, y en segundo lugar lo obligará a aprovechar la oportunidad de avanzar que le presentaremos. Entablaremos esta batalla con nuestras condiciones y no con las suyas. Cuando los elefantes den media vuelta, eso provocará el pánico, y hemos de dar la impresión de que ésta es nuestra estrategia principal. Daremos indicaciones falsas, jugaremos al despiste. Rompemos nuestra línea, lo atraemos, y ésta, buenos varones de Cartago, será la mejor posibilidad que tendremos de librar al mundo de Alejandro.
—¿Y si los elefantes no corren?
—Correrán.
—Pero ¿por qué iba una bestia tan gigantesca a tenerle miedo a un cerdo?
—¿Por qué a algunos hombres les dan miedo las arañas? ¿Importa eso? Les dan miedo y ya está. Es una táctica que nunca se ha empleado contra ellos. Por eso funcionará.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque yo era el general de sus elefantes.
Y estas palabras por fin los hacen callar.