Capítulo 35

Tumbado en la paja, Gajendra sólo piensa en aquella calurosa mañana en el templo de Astarté, en Babilonia, cuando Zahara estaba a punto de poner su divina carne sobre los cojines que sus sirvientas le habían dispuesto en las piedras del templo. Piensa en cómo se había sonrojado cuando entraron en el bosque, en el sube y baja de sus pechos cuando se apoyó en el árbol, dispuesta a esperar que él saciara su necesidad. ¿Lo había imaginado, o no pareció disgustarle que la escogiera?

¿Cómo habría sido si hubiese tomado lo que la diosa y sus monedas le concedían? Al pensarlo da un grito ahogado y se incorpora en la paja. Ravi le pregunta qué le pasa. A lo mejor cree que lo ha mordido una serpiente. En tono brusco, Gajendra le contesta que vuelva a dormirse.

Cada vez que se adormila piensa en ella, y eso lo despierta de nuevo. Le dice a Ravi: voy a ver qué hacen los guardias. Ravi gruñe y se da la vuelta. Los aguadores roncan. A nadie le importa lo que haga.

Ronda por el campamento como un fantasma.

Ravi tenía razón, es el imbécil más grande del mundo. ¿De veras cree que alguna vez va a volver a tener semejante ocasión? Suspira por ella hasta en los huesos y, al haber rechazado lo que la diosa le brindó una vez, su impetuosidad lo atormentará siempre.

Alejandro ha pedido que los elefantes guarden el recinto real. Los elefantes conocen a Gajendra y lo dejan acercarse, nada de barritar para avisar a los guardias. Al darse cuenta de que hay alguien allí, la voz del mahavat que está sentado a horcajadas en el más próximo está llena de pánico cuando le pide el santo y seña.

—¡Ah, eres tú! —añade al ver a su capitán.

No dice nada cuando Gajendra pasa por delante, y éste no le da ninguna explicación de por qué está allí.

Sabe que no lo descubrirán a menos que se acerque a la tienda de Alejandro, pues el rey tiene otra guardia de los Compañeros que le cortarían el pescuezo al mismísimo Zeus si llega a menos de cien pasos sin autorización expresa.

Las mujeres están en la gran tienda que en tiempos perteneció a Darío. Alejandro colecciona princesas como algunos coleccionan piedras redondeadas. Anda, qué bonita, me la guardo y ya la miraré después, y nunca la mira. Ha dejado a todas las mujeres menos unas cuantas en Babilonia. Quiere que sus oficiales tengan claro que aquélla es la capital ahora, no Grecia. Sólo lleva consigo a unas pocas para guardar las apariencias y como rehenes contra sublevaciones en las satrapías. También son una forma útil de trueque, o de recompensa.

Zahara fue la diadema que Nearco ganó en Cartago. En términos económicos, Alejandro debe de considerarlo un negocio ventajoso.

Los soldados no ven ni rastro de esta carne mantenida entre algodones, desde luego. Si desean compañía femenina, para divertirse tienen a las chabacanas rameras que siguen al ejército en el convoy del bagaje. Aquí tienes una moneda, venga, inclínate encima de esto, buena chica. Lo único que ven de las aristócratas es un trémulo brillo de seda que asoma y se esconde por una carreta, y lo demás son fantasías.

Gajendra se mantiene en las sombras, evitando la luz de la antorcha. Se pregunta cómo se justificará si los guardias lo encuentran.

Nearco hace un saludo a un guardia y entra en su lujosa tienda. Debe de haber pedido permiso para irse temprano de la tienda de Alejandro. Gajendra los oye aún. A los maces les gusta gritarse cuando están borrachos, e incluso ha oído decir que en su patria violan osos después de unos cuantos jarros de vino. Parece increíble, pero es que son gente increíble.

Se arrastra bocabajo hasta el lateral de la tienda y se queda tendido allí en la oscuridad, despreciándose al ver en lo que se ha convertido.

Escucha a su elefantarca gozar. ¿Es un consuelo que ella no diga el nombre de Nearco como pronunciaba el suyo en su imaginación? ¿Es natural que un hombre se atormente así, escuchando a otro poseer lo que él anhela por encima de todas las cosas, que se quede tan cerca que lo oye lanzar un grito en el momento del mayor alivio?

Se aleja reptando. En esto se ha convertido. Es una cosa que se arrastra. Algo que había jurado a todos sus antepasados que jamás volvería a ser.