Capítulo 16
—Tenéis que daros prisa, señor.
El teniente está en la entrada, inquieto. El Consejo ha decidido hace unos momentos entregarle a Alejandro la cabeza de Hannón en una pica y pedir la paz. Piensan echarle al general la culpa de todo y llegar a un acuerdo con el señor de la guerra. Alejandro tiene ganada la guerra, ya no necesita tratados. Derribarán las murallas en un día, dos quizá, ¿por qué contemporizar si, de todos modos, pueden irrumpir sin más y coger lo que quieran?
Hannón siente temblar el suelo bajo los pies cuando otra gran piedra llega como un rayo a la ciudad desde una de las catapultas de Alejandro, que se encuentran en la calzada elevada.
El escolta insiste en que se marchen. Hannón se plantea volver a por Mara pero es demasiado tarde, ya no tienen tiempo. Confía en que Cátaro cumpla su encargo. Nunca le ha fallado en nada hasta ahora.
El ejército de Alejandro aparece como una multitud de innumerables y diminutos puntos de luz de antorcha en la oscuridad. Ve que algo brilla en la plataforma de una torre de asedio. Un onagro lanza una bengala fosfórica por encima del muro del puerto y la noche estalla en un verde deslumbrante.
Su guardia personal ha hecho planes para sacarlo clandestinamente por las líneas macedonias, una última humillación. Pero, si sobrevive a esta noche, Hannón se promete que algún día ajustará cuentas con ese Alejandro. Si algo le ocurre a su hija, lo obligará a pagarlo. No lo hará por Cartago. No lo hará por el Consejo. Lo hará por todos los padres que hayan perdido a un hijo o a una hija ante ese diablo, ese demonio, ese artífice de viudas.
Gajendra conduce la columna de elefantes hacia la calzada elevada, más allá de las líneas de las máquinas de asedio, lanzadoras de piedras y torres de asalto. Se cruzan con las tropas de asalto de la noche anterior, que vuelven al campamento a descansar. Sus rostros están blancos de polvo de piedra y de agotamiento.
Si se mira hacia atrás todo es tranquilidad. El humo de un millar de hogueras de desayuno va flotando hacia el sur, llevado por el céfiro de la mañana. Es un agradable panorama rural, un mosaico de haciendas cercadas y corrales para ovejas, cabras y ganado vacuno, aunque los animales que pastaban allí hace mucho que desaparecieron para alimentar al ejército de Alejandro. Recuas de camellos se acercan desde el desierto, una interminable hilera con provisiones para el ejército. Las naves de Alejandro se mecen bajo la calima. Las gaviotas se pelean por la basura en la playa.
Pero si se mira hacia delante se contempla una visión infernal. Un humo negro tapa la cornuda montaña que se alza tras la ciudad, llega a tapar incluso el sol. Los soldados de infantería trepan en columnas de a cuatro por las baterías de escaleras de mano. La ciudad entera está en llamas. El aire está impregnado del acre olor de las bombas incendiarias lanzadas la noche anterior, y el viento lleva un hedor a osario que deja un regusto ácido en el fondo de la garganta.
Allá dentro de Cartago Gajendra oye que los habitantes cantan a Melqart pidiendo salvación. El aceite de oliva arde en los almacenes.
La noche anterior el ejército penetró en las defensas enemigas. Derribaron una muralla y la infantería entró en tropel. Se oyeron los sonidos de la batalla durante toda la noche. Los elefantes bramaban, nerviosos, por la muerte que olían en el aire.
A Gajendra no le gustaría ser ciudadano de Cartago ahora mismo.
La sacerdotisa está temblando, de indignación y de miedo. Cátaro hace caso omiso de ella y se despereza sobre un altar, como un gato que se adueña de un lugar abrigado. Al oír la voz de Mara abre los ojos y se incorpora. Observa a la persona que está a su cargo y la persona que está a su cargo lo observa a él.
Cátaro es un perro salvaje. Si le presentas un rastro, lo seguirá; si lo encadenas, no pasará nadie. Es estrafalario, torpe y cruel.
Su cabeza se inclina. Con voz en teoría respetuosa, dice:
—¿Así que mi señora ha cambiado de parecer?
—¿Se le ha ocurrido a mi padre que estoy encantada de morir aquí?
Cátaro la mira encogiéndose de hombros con ademán tosco y no responde.
—Yo no quiero que estés aquí.
—Pero es que estoy aquí.
—Debes irte.
Cátaro niega con la cabeza.
Mara le pincha con el índice el pecho. Está duro y firme. Es como si sermoneara a la pared.
—No quiero vivir.
—No tienes más remedio.
En el viento les llega un ruido. Es el sonido de los arietes en las puertas, un doble latido que se siente como una sacudida en todo el cuerpo. Con cada golpe los muros del templo se desdibujan y de las junturas de las piedras sale temblando un polvillo blanco.
Alejandro está de camino. Tanit no reinará aquí mucho más tiempo.
Una despejada y candente mañana azul. Los hombres están muriendo. Nadie tiene la seguridad de ver ponerse el sol hoy.