Capítulo 49

El incendio raya de ocre los cuerpos de los dos soldados. Gajendra no cree que los haya matado. Espera no haberlos matado, sólo hacían su trabajo. Es la primera vez que ha peleado sin armas, y sin un elefante que compense lo que le falta de estatura.

Cátaro yace a la sombra del cadáver de Ran Bagha. El olor es insoportable y Gajendra no se entretiene en examinar el cuerpo. Le echa encima las mantas de uno de los soldados y lo coge. Lo sorprende cuánto pesa para ser un tipo tan bajo.

Lo pone atravesado en la silla de su caballo. Mara ya está montada y lista para partir. Tiene la túnica desgarrada y ha tenido que atarse un nudo en el hombro para sujetársela. Hay arañazos recientes en su brazo y en su cuello. Pero parece tranquila. Qué rápido vuelve a ser la hija del general, esperando que su defensor cumpla su voluntad.

Si alguna vez llego a casarme con ella, piensa Gajendra, será una esposa apasionada la que haya reclamado para mí. Al menos los elefantes abren las orejas para avisarte cuando van a cargar.

El resplandor del fuego ha ido atenuándose para cuando llegan a lo que Gajendra considera una distancia prudencial. La luna ha aparecido entre altas nubes que pasan rápidamente y oye el mar rompiendo en la orilla. Un tono rosado sube por el cielo hacia el sur. Aún no han apagado aquel incendio. Alejandro no estará loco de alegría.

Se detienen justo por encima de la playa a descansar. Gajendra saca en brazos a Mara de la silla de montar y la deja en la arena. La luna brilla lo suficiente como para distinguir las formas de las sombras.

Gajendra dice:

—Estamos seguros aquí. Buscaremos un lugar para enterrarlo en la arena blanda.

—No. Nos lo llevamos con nosotros de vuelta hasta Panormo si es preciso. Mi padre querrá ver el cuerpo.

Gajendra da un suspiro. Se figuraba que eso era lo que Mara diría.

—¿Por qué haces esto? —pregunta ella.

—No lo sé. Eres una inútil para limpiar y eres contestona. Hablas demasiado para ser un elefantero, y no digamos para ser una mujer.

—Tenías todo cuanto deseabas hasta que entraste en la tienda de Alejandro y le suplicaste que no me matara.

—¿De veras intentaste matarlo por un elefante?

—Quería su pata para hacerse un escabel. ¿Tú lo sabías? ¿Y no lo has visto? Se han olvidado del marfil pero le han cortado la pata para que Alejandro se divierta.

Gajendra se sienta en una roca. El entusiasmo que sentía antes se ha evaporado. Una pequeña victoria como ésta no es la salvación. Oye a Alejandro en su cabeza: No pienses en ganar la batalla, piensa en ganar la campaña. No pienses en ganar la campaña, piensa en ganar la guerra.

—Vuelvo a no ser nada. ¿Lo sabes? Cuando estaba con Alejandro no temía a nadie. Contenía los sueños.

—Sólo es miedo, Gajendra.

—¿Sólo miedo? Alejandro nunca tiene miedo.

—Claro que sí. Tiene miedo de que al otro lado de la muerte tal vez haya algo más grande que él. No puede llevarse a su ejército allá.

—¿De verdad lo habrías matado?

—Nunca he odiado tanto. No veía de rencor. Si no se hubiera vuelto en el último momento, le habría clavado aquel cuchillo hasta donde hubiera podido.

—Más vale que sigamos.

La ayuda a montar de nuevo en el caballo. Mara todavía sangra por donde le pegaron, pero no profiere ni una queja. Un elefantero sobre un caballo. La hija de un general luchando contra el adversario de su padre. Qué extraña pareja hacen.

Gajendra no se atreve a correr el riesgo de encender una fogata. Se acurrucan bajo las mantas buscando calor. Los ojos de Mara son dos puntas de aguja en la oscuridad.

—¿Qué harás ahora?

La envuelve con su cuerpo. Tiritando y asustada, Gajendra arde por ella; tibia y perfumada, Zahara lo dejaba frío. Le pasa la mano por el muslo.

Mara la aparta de un golpe.

—Me entregué a ti una vez en un momento de debilidad, ¿y ahora crees que eres mi esposo y puedes exigir posesión siempre que te plazca?

—Así entraremos en calor.

—Entonces yo era esclava, tenía que someterme. Ahora vuelvo a ser la hija de un general. Puedo hacerte esperar.

—Todavía no estamos en Panormo.

Mara se ríe en lo hondo de la garganta, pero le agarra las manos y se las aprieta.

—Abrázame.

El viento gime atravesando el valle. Gajendra se amolda al contorno de Mara.

—Echaré de menos a tus elefantes —dice en voz baja ella.

—No tanto como yo.

Mara vuelve la cabeza, lo besa por encima del hombro.

—¿Qué harás, Gaji? ¿Si encontramos a mi padre?

—No lo sé. ¿Y tú?

—Mi antigua vida ha desaparecido. Mi futuro es tan incierto como el tuyo.

—Encontraremos una forma de sobrevivir.

—Sí —murmura ella—. Sí, me figuro que sí.

Gajendra ha ascendido: de no terminar de ser el marido de Mara pasa a tener un lugar en su futuro. Hunde la cara en su nuca, en el agradable olor a humedad de su pelo.

Con las puntas de los dedos busca la carne desnuda. Mara tiene la piel fría, pero hay rincones cálidos y ella da un pequeño gemido. Aun cuando son fugitivos, ahora todas las cosas parecen posibles.

Han dormido hasta pasado el amanecer. El sol ha tirado una mancha color limón por encima de las colinas, hace frío y Gajendra tiene los músculos agarrotados y doloridos.

Nota el redoble de los caballos en la tierra antes de oírlos. Cree que tal vez sea ese sueño otra vez, y que está en Taxila, dormido en el suelo de la cabaña. Pero entonces despierta del todo y se da cuenta de que el ruido de los cascos es de verdad.

Se pone en pie de un salto y los busca en la penumbra de las primeras horas del día.

Levántate, le dice a Mara, y ella responde: aún es de noche, ya no soy tu aguador.

De un tirón la pone de pie, protestando. Gajendra los ve ya, recortados en el sol naciente. Se dirigían hacia el sur, pero ahora los han visto y cambian de dirección.

—Quizá podamos dejarlos atrás —le dice a Mara.

La empuja hacia el caballo. ¿Son hombres de Alejandro, desertores, bandidos? Con algo de suerte, nunca tendrán que averiguarlo.

—¿Qué haces? —le pregunta.

Mara trata de arrastrar el cuerpo de Cátaro hacia los caballos. ¿Está loca?

—No podemos dejarlo aquí.

—Claro que podemos. ¡Está muerto!

—No pienso dejárselo a los lobos.

Trata de apartarla. Mara se lo sacude de encima.

—¡No pienso abandonarlo!

Así pues, no hay más remedio que acercar a rastras a Cátaro hasta los caballos y echarlo atravesado sobre el caballo árabe de Gajendra. Éste se apresura a taparlo con una manta. Y, mientras tanto, los jinetes no dejan de acercarse.

Mara no es buena amazona, incluso es menos experta que Gajendra. Lleva las riendas demasiado tensas, se nota insegura en la silla de montar. Y los pobres jamelgos que montan no pueden competir con los buenos caballos de sus perseguidores, en particular sobrecargados con el peso de un cadáver. Gajendra mira por encima del hombro. Esto es imposible.

Son cuatro, bactrianos a juzgar por su aspecto, y saben lo que hacen. Se despliegan, listos para rodearlos.

Llegan a un riachuelo y eso los retrasa más, Gajendra se da cuenta de que no lo conseguirán. El caballo de Mara se echa atrás en el lecho del río. Pero da igual. Dos de los bactrianos ya han cruzado de un salto las orillas y van al trote hacia ellos, por los bajíos, dejando ver una amplia sonrisa.