Capítulo 24
Alejandro manda llamarlo. Los guardias lo acompañan a través del campamento y luego dejan atrás la lujosa tienda del rey hasta llegar a un prado que está casi a un estadio de distancia. Al principio Gajendra cree que su general está dando de comer a un animal salvaje que tiene como mascota, por la forma en que lo hace rabiar y lo arrulla antes de tirarle un hueso bien roído en la jaula.
La nariz de Gajendra se crispa en un gesto nervioso. Es Casandro. Ha permanecido vivo estas cuatro estaciones, ha sobrevivido quién sabe cómo al viaje desde Babilonia y a la travesía del mar. Lo tienen metido en una jaula de madera que llevan a todas partes adonde Alejandro va.
Casandro no está en las condiciones en que estaba antes. Revolcarse, medio muerto de hambre y quemado por el sol, entre los propios excrementos, empaña el disfrute de la vida, o eso le parece a Gajendra. No reconoce al hombre que vio aquella mañana en Babilonia ir dando zancadas en actitud tan retadora hacia la ejecución. Cómo debe de haber deseado que lo crucificaran todos estos meses.
La ropa se le ha podrido encima hasta caérsele a pedazos. El olor dejaría sin sentido a una hiena. Es puro huesos y pellejo, un esqueleto lleno de llagas.
—¡Ah, elefantero! —exclama Alejandro.
—Señor.
—Cuéntame, ¿cómo están mis elefantes?
—Bien ahora que vuelven a estar en tierra firme.
—Hubo cierta dificultad a la hora de embarcarlos, pero Nearco me ha contado cómo se consiguió por fin. ¡Hiciste que las naves parecieran una selva! Una idea genial. Se le ocurrió a él, ¿no es así?
De modo que el malnacido quiere llevarse todo el mérito. Gajendra se pregunta cómo debe contestar. Siente ganas de escupir. Sin embargo no se le escapa la ironía. En realidad el mérito debería ser del catamita marica.
—¿Vacilas? No me digas que un general macedonio intentaría llevarse el mérito de la virtud de otro…
Alejandro se ríe y su público ríe con él. He aquí un hombre con diez sombras y diez ecos.
Se da la vuelta. Casandro aúlla y araña los barrotes. Por lo visto, un hueso y un trozo de ternilla no es cena suficiente, en particular después de tanto tiempo.
Gajendra procura no vomitar. Tú has hecho esto, Gajendra, está ahí por ti.
—Una vez tuve un maestro —dice Alejandro—. Me encontró quemando incienso para ambientar el cuarto mientras estudiaba mis libros, y cuando me agarró me azotó por ello. Me dijo que estaba despilfarrándolo. «Cuando conquistes las regiones de las especias, derrocha todo el incienso que quieras», me dijo. «Hasta entonces, no lo malgastes». De modo que cuando conquisté Gaza le envié dieciocho carretadas de incienso y mirra. ¿Crees que le dejé las cosas claras?
—Y además lo hicisteis un hombre muy rico.
—Bueno, no quería ser vengativo. Pero tú entiendes a lo que me refiero. Nada está nunca en el pasado. Sea lo que sea lo que nos hayan hecho, está ahí con nosotros, para siempre. Nos habla, nos insta a presentar combate. ¿Verdad, elefantero? —Alejandro sonríe, como si viera dentro del alma de Gajendra—. No les gustas, ¿sabes?
—¿A quiénes?
—A los demás generales.
—¿Qué les he hecho yo?
—Los has ofendido.
—¿Cómo?
—No naciendo en Macedonia. Un grave error para alguien tan joven y ambicioso. Y tú eres ambicioso, ¿verdad?
—Quiero ser como vos.
—Eso es parte del asunto. Pero hay algo más, ¿no? Algún día me lo contarás. Lo adivinaré, de algún modo. ¿Qué quieres tú, elefantero?
—Todo. Quiero ser general. Quiero conquistar el mundo a vuestro lado.
Unos cuantos aduladores encuentran divertidas sus palabras. Alejandro los hace callar con una mirada.
—¿Ir a mi lado? ¿Sobre un elefante? Seguro que te quedabas atrás.
—Los elefantes son un medio para un fin.
—Prosigue.
—Quiero una mujer hermosa en mi lecho. Quiero un caballo como el vuestro. Quiero mi bota sobre el cuello de otro hombre.
Ha elevado la voz. Alejandro, por lo menos, no parece creer que sus ambiciones sean ni triviales ni estúpidas.
—¿Qué recibiría yo a cambio de semejante derroche?
—Lealtad.
—Puedo tener lealtad sin que me cueste más que unos cuantos clavos y un par de maderos. Pregúntales a los hombres que vieron a tu capitán crucificado. Ésos ya no me fallarán. No lo hice sufrir por rencor. Era táctica, nada más. Tú comprendes esa palabra, ¿verdad? Táctica.
—Sí.
—Explícamela.
—Es cuando le muestras a tu enemigo la espalda a propósito y luego lo observas por el espejo.
Alejandro está muy cerca, sosteniéndole la mirada.
—Yo te conozco. Sé quién eres. Tú lo sabes, ¿verdad?
Gajendra asiente con la cabeza.
—Tú sabes conducir elefantes, pero ¿sabes conducir hombres?
—Hay que comprender la naturaleza de ambos antes de lograr que hagan lo que uno quiere.
—Te vi cuando le prometí Zahara a Nearco. ¿Qué es ella para ti?
Gajendra no contesta.
—Te gustan, ¿verdad? Las mujeres. Quiero decir, aparte de para la cría.
Gajendra hace un gesto afirmativo. Alejandro esboza una mueca de decepción. A Gajendra le parece que ha respondido de forma incorrecta.
—Pues no hay nada que hacer. Es una princesa y tú eres un elefantero. Ha sido una tontería por tu parte soñar.
Alejandro vuelve junto a Casandro. Coge un codillo de vaca que un criado le tiende en una bandeja de plata y empieza a comérselo. Lo que está dentro de la jaula se revuelve y aúlla, tratando de cogerlo por entre los barrotes, pero Alejandro permanece fuera de su alcance, apenas un dedo. Los espectadores ríen, regocijados.
—Recuerdo que una vez entré en la biblioteca de mi padre cuando escribía una carta dirigida a un aliado suyo. El hombre que iba a llevarla aguardaba fuera en una antesala. Yo lo conocía, era amigo de mi padre. ¿Sabes lo que decía la carta? Decía: «Mata al hombre que te lleve esta misiva». ¿Qué crees que hizo mi padre?
Gajendra niega con la cabeza.
—Después de sellar la carta salió, lo rodeó con el brazo y le pidió que se quedara a cenar. Estuvieron levantados toda la noche bebiendo vino y contando chistes. Se despidieron en magníficos términos.
—¿Por qué me contáis esto?
Alejandro le rodea el cuello con un brazo, lo atrae hacia sí y le da un beso en lo alto de la cabeza.
—A los hombres promételes el mundo, pero tus pensamientos te pertenecen a ti. Es una lección que harías bien en aprender.
Aquella noche, dormido, Gajendra vuelve a estar en el valle de Taxila. Hay monos gritando en los árboles justo frente a la cabaña. Su madre y hermanas están moliendo arroz en el patio. Oye su charla, y en ese momento abre los ojos, sobresaltado, pero sólo es la lona que restalla con el viento.
Cada día es más difícil recordar el rostro de su madre. Únicamente recuerda su ronca risa y el olor a cardamomo. Debería haber hecho algo para salvarla. Aquí en la oscuridad Gajendra está acusado de cobardía. Era un niño de nueve años, pero debería haber hecho algo.
No se acuerda de cómo llegó a Taxila. Debía de saber orientarse incluso a esa edad, pero ahora no recuerda cómo lo hizo ni cuánto tiempo tardó. Se figura a un niño pequeño vagando por el campamento y robando comida.
Parece probable. No se acuerda de cuándo se fueron los dacoits ni qué hizo después. Imagina que se limitaría a echar a correr, como hace un niño. Los niños tienen un instinto para sobrevivir.
Han metido a los elefantes en un enorme almacén junto a los muelles. Cátaro está sentado a la sombra de uno de los almacenes con la espalda apoyada en la pared. Una tira de lienzo le sostiene el brazo izquierdo, la herida está sanando bien. A Mara le parece que no se puede matar a este hombre ni aunque lo cortes por la mitad. Hasta el mar se atragantaría con los huesos y volvería a escupirlo.
Se pregunta cuántos años tendrá. Es imposible saberlo. Cátaro ha estado entrando y saliendo discretamente de la biblioteca privada de su padre desde que era una niña. Su tamaño engaña. Todo el que lo llama enano se encuentra de pronto tumbado en el polvo con los dientes esparcidos por el suelo y la nariz rota. Es como uno de esos perros que cazan leones. Ataca a la barriga primero, y sólo cuando tienen las entrañas fuera comienza a pelear.
Desde que era pequeña Mara le ha preguntado qué significan los tatuajes que lleva en la cara, y Cátaro siempre le da una respuesta diferente. Lleva gruesos anillos en los dedos, aunque ella sospecha que no es por vanidad sino para luchar, para saltar un ojo más rápido.
Cátaro tira de un trozo de pan con los dientes, echa hacia atrás el odre de manera que el agua le corre por la barba. Luego se inclina hacia Mara y le da unas palmaditas en la rodilla, como si estuviera a punto de concederle una palabra amable.
—Tenemos que escaparnos.
—¿Para qué?
—Le prometí a tu padre que te mantendría viva.
Mara se queda callada un rato y luego inspira hondo.
—Prefiero vengarlo.
—¿Vengarlo?
—Si alguien puede hacerlo eres tú, Cátaro. Déjame ayudarte. A mí no me queda nada ya. Así hacemos algo por Cartago y por mi padre.
—Mi objetivo es que sigas con vida.
—¿Para qué? Mi padre ha muerto y Cartago está arrasada. —Se inclina hacia él—. Tenemos que acercarnos a Alejandro.
—Nadie se acerca a él salvo los Compañeros, y ya ni siquiera se fía mucho de los suyos. Una vez atravesó de un lanzazo a su mejor amigo después de haber bebido demasiado vino.
—Utilizaremos a Gajendra.
Cátaro menea la cabeza.
—Es una idea ridícula. Además, le di mi palabra a tu padre.
—Mi padre no podía saber que nos veríamos en situación de vengarlo, ¡de vengar a toda Cartago! ¿No has escuchado a los aguadores? Por lo visto nuestro Alejandro ha tomado bajo su protección al que habla con los elefantes. Dicen que lo cuida como a un sobrino favorito. Le ha concedido hasta audiencias privadas. La fortuna nos da esta oportunidad. Si me hago amiga de él, tal vez pueda acercarme a Alejandro también.
—¿Hacerte amiga? ¡No pienso consentirte que te prostituyas con ese indio!
—¿No valdría la pena, con tal de matar a Alejandro?
—¡Esto no es tarea para una mujer! Le di mi palabra a tu padre de protegerte hasta mi último suspiro. ¡Basta! Vete a dormir.
Se da la vuelta en la paja.
Mara se mira las manos. Como resultado de su trabajo están en carne viva y le sangran. Tiene mugre bajo las uñas, y mugre incrustada en la piel. Apesta a elefante y a sus boñigas. Jamás en su vida se ha sentido tan cansada.
Se tiende en la oscuridad y escucha a los hombres ventosear y roncar en torno a ella. Los pocos que siguen despiertos hablan de las prostitutas que se desplazan con el ejército y de sus esposas, y se cuentan historias de burdel. Al parecer hay lugares donde ella nunca habría pensado que un hombre pudiera poner su órgano erecto. Desde luego su esposo nunca quiso que lo recibiera en tales sitios. Mara se pregunta si alguna vez hablaba de ella así. No se lo imagina.
Huy, y ahora este tipo joven habla de una cabra. ¿Una cabra, en serio? Y este otro, de una ramera sin piernas de Alejandría. Por ella pagó más. Éste se lo hace con su hermana. Éste, con una enana de Babilonia. Afirma que está tan bien dotado en su natura que se ponía a tres de un extremo a otro al mismo tiempo.
Yo he tenido un solo hombre en toda mi vida. Juro que, después de esto, jamás querré otro.
Cierra los ojos y oye a su esposo reír mientras juega a los dados en el patio con sus hermanos. Qué risa tan agradable tiene Asdrúbal. A los dioses les encantará su compañía. Les quitará todo el dinero en algún juego de azar, pero después llamará a los criados para que les lleven vino.
Se acuerda de cómo la había besado aquella tarde mientras él y su hijo esperaban la marea. Después, tras arrodillarse, le había besado la tripa y se había despedido también de la hija aún por nacer.
Mara se lleva una mano al vientre al recordar.
Apenas puede contenerse para no gritar ante semejante injusticia. Cómo se divierten los dioses a expensas de nosotros.
La mañana siguiente Cátaro insiste en recortarle el pelo de nuevo para mantenerlo corto, aunque, a juzgar por lo que Mara oyó la noche anterior, eso no cambiaría nada: a la mayoría de aquellos tipos les daría igual. Unos hombres capaces de mantener relaciones sexuales con mutiladas y con cabras no mostrarán favoritismos.
Pero a Cátaro le preocupa que si Gajendra descubre su verdadera identidad se la entregue al subastador para obtener beneficios. Si uno de ellos ve que no orinas de pie, todo se habrá acabado, le dice.
Cátaro piensa en mantenerla viva. Lo único en lo que Mara piensa es en cómo matar a Alejandro.