Capítulo 1
Babilonia
—¡Matadlo! ¡Matad enseguida al monstruo!
Coloso ha hecho que se disperse todo el mundo. Ha arrancado la estaca del suelo y ahora arrastra la pesada cadena de hierro detrás de las patas traseras, ligera como una guirnalda de flores, rebotando acá y allá. Ha derribado un pequeño edificio situado al borde del recinto tras embestir contra él con la cabeza y la paletilla. Un mahavat yace herido en el suelo.
Alguien lo ha asustado. Está gritando de cólera.
Coge a otro mahavat con la trompa y lo aplasta como a una mosca. El hombre rueda por el suelo como una canica de barro y se estampa con ruido sordo en un muro de adobe. Coloso encuentra un carretón cargado de paja y lo pisotea hasta dejarlo hecho astillas. El capitán de los elefantes ha perdido su hermoso turbante y su fanfarronería. Es presa del pánico y tiene el rostro cubierto de tierra y de sudor.
El capitán está decidiendo dónde coloca su lanza, pero no resulta fácil matar a un elefante adulto. Hace falta un ejército y un bosque de dardos. Incluso sin armadura, no hay muchos sitios donde un hombre alcance de una lanzada y haga mucho daño a un elefante, por no hablar de matarlo. De algún modo debe meterse por debajo del animal, esquivar los colmillos y las patas y golpear hacia arriba. Para hacerlo la bestia ha de estar distraída, y Coloso no parece dispuesto a apartar sus fríos ojos rojos del capitán de los elefantes ni un momento siquiera.
El imbécil intenta correr en torno a él, pero adondequiera que se vuelve, Coloso se vuelve también. Ahora está claro que él es el objetivo de la furia del animal. Gajendra supone que de nuevo ha estado golpeándolo con el ankus. ¿Cuántas veces le ha dicho que no lo haga?
Coloso pasa por encima de varias tiendas de campaña y vuelca otro carretón. Se arma un auténtico pandemónium. Los demás elefantes están inquietos ya, y como alguien no haga algo saldrán en desbandada. A Gajendra no le gusta el capitán y le encantaría verlo aplastado como un escarabajo, pero alguien debe ayudarlo por el bien de todo el regimiento.
De modo que se pone delante de Coloso.
El mundo se detiene. Ahora Gajendra sólo oye dos cosas: el pulso de su propia sangre en los oídos y al tío Ravi gritándole que se quite de allí. Oye caballos al galope en el camino, ve un halcón remontar el vuelo allá en lo alto.
Está delante del gran macho y Coloso brama, con la trompa levantada y las orejas desplegadas. Los colmillos son aterradores. Una vez vio a un hombre al que uno de esos colmillos había destripado y casi partido en dos. Aún recuerda su grito inhumano mientras el macho intentaba sacudírselo.
Olvídate de los colmillos, tú observa lo que hace. Los colmillos son lo que menos debe preocuparte. Te pisoteará si quiere, y dejará sólo una mancha roja y unas cuantas míseras fibras como una nuez de betel.
Coloso balancea una pata delantera, señal inequívoca de que va a atacar. Empieza a andar al paso, con la trompa enroscada. El suelo tiembla bajo sus patas. El capitán de los elefantes grita y trata de correr, pero con las prisas tropieza y cae de bruces en el polvo.
Mantente firme ahora. Dobla una rodilla como te enseñó Ravi. No dejes que vea que tienes miedo, aunque estés a punto de orinarte. Recuerda lo que dijo: «Con una rodilla en tierra, y señala al suelo».
—Hida, hida! ¡Échate!
El resultado es espectacular. Las orejas se repliegan y Coloso desenrolla la trompa. Sacude la enorme cabeza, envolviendo a Gajendra en una nube de arena, y retrocede unos pasos.
Impresionante. Sólo ha visto una vez un elefante cortar un ataque a toda velocidad. En aquella ocasión era Ravi quien estaba delante del animal.
—Hida!
Coloso se lo toma con calma, pero lo hace, hasta arrellanarse en la tierra.
El capitán se adelanta corriendo con la lanza. Gajendra ve lo que pretende hacer y se le echa encima, lo golpea en la cintura, dejándolo sin aliento, y lo hace rodar por el suelo. La lanza rebota en el polvo. Coloso vuelve a levantarse, la coge con la trompa y la tira con aire despreocupado por encima de su gigantesca paletilla. No ve dónde cae. En Grecia quizá.
Después de todo el barritar y de los gritos el silencio es sobrecogedor. Una sombra cae sobre la cara de Gajendra, que oye un tintineo de arreos y se da cuenta de que un caballo y su jinete se han acercado hasta él. El jinete está de espaldas al sol y Gajendra ha de protegerse los ojos para mirarlo.
—Vaya, eso ha estado muy bien hecho —dice el recién llegado.
Monta un blanco y enorme garañón árabe. El capitán de los elefantes se pone precipitadamente en pie y, casi al instante, vuelve a meter la cabeza en el polvo, esta vez sin ayuda de uno de sus elefantes.
El jinete hace avanzar a su caballo y mira al oficial que tiene al lado.
—Yo hago arrodillarse a un oriental, pero éste hace que un elefante enfurecido se arrastre. ¿Cuál de nosotros crees que es más grande?
El jinete se desliza desde la silla y se queda de pie, con las piernas abiertas, contemplando el panorama. Gajendra se da cuenta por fin de quién es, lanza un grito ahogado y cae de rodillas detrás del capitán.
—Venga, no te preocupes por todo eso ahora —dice Alejandro, y lo agarra por la túnica y vuelve a ponerlo en pie de un tirón.
Gajendra se sorprende al ver que el gran Alejandro es más bajo que él. Achaparrado, rubio y fornido, tiene las piernas arqueadas de pasarse toda la vida en la silla de un caballo. Y, sin embargo, le parece estar junto a un gigante. Había oído leyendas de su general mucho antes de que lo reclutaran en el ejército de Alejandro. Es como estar junto al sol. Cómo emana de él una ardiente energía.
Alejandro le da un pequeño empujón con el pie al capitán de los elefantes.
—¿Cómo te llamas?
Tiene la voz aguda este señor de la guerra, ataca los nervios.
—Oxatres, señor —responde el capitán sin levantar el rostro de la tierra.
—Pues podrías lamerle las botas ya que estás ahí abajo —dice el teniente de Alejandro, y luego se ríe a carcajadas cuando Oxatres se pone a hacerlo.
Por lo visto sólo era una broma.
—Eres un imbécil, Oxatres. ¿Qué eres?
—Un imbécil, señor.
Alejandro concluye pegándole una fuerte patada en las costillas y luego mira a Gajendra y le pregunta cómo se llama.
—Gajendra… —repite Alejandro cuando oye el nombre—. Se parece un poco a mi nombre. ¡Gajendra Magno! —exclama, y sus tenientes se ríen.
Gajendra supone que para eso los lleva.
Con la bota, Alejandro empuja un poco al capitán de los elefantes por segunda vez, como si fuera algo que se hubiera cruzado en su camino y no estuviese muy seguro de lo que era.
—Tú eres el que manda aquí, ¿estoy en lo cierto? ¿Cómo ha ocurrido esto?
El capitán contesta:
—Perdón, mi general, pero esa bestia está loca. Habría que matarlo inmediatamente. —Se seca el sudor de la cara y alza la mirada hacia su general con una desagradable sonrisa, algo parecido a una mueca—. Ese animal es un peligro y no se le puede adiestrar como es debido.
Alejandro rompe a reír. Echa atrás la cabeza y ríe a carcajadas. Incluso Oxatres empieza a reírse, aunque sin terminar de entender su propia broma. Ahora los tenientes a caballo ríen también. Hasta uno de los caballos parece burlarse disimuladamente. Entonces Alejandro echa hacia atrás la bota y vuelve a darle una patada a Oxatres en las costillas. Es un espectáculo escalofriante porque Alejandro sigue riendo mientras lo hace.
—¿Quién te nombró capitán de estas bestias?
Patada.
—¿Fui yo?
Patada.
—Tendré que arrestarme a mí mismo por incompetente. ¿En qué estaba pensando? ¡Debía de estar borracho!
Patada, patada, patada.
El capitán de los elefantes se echa a llorar. Él no tiene la culpa, gruñe mientras le acarician las costillas. Aquella bestia no es normal. No quiere someterse al mando. Perdonadme. Soy el más leal soldado de Alejandro. Os seguiría hasta el fin del mundo.
—¿Sólo hasta el fin del mundo? —responde Alejandro—. Pero si ya he estado allí. ¡Necesito marchar hacia un sitio que suponga un desafío mayor!
De pronto pierde interés por su capitán de los elefantes. Por lo visto se distrae tan fácilmente como un niño.
—Vaya, mira esto —dice, y se acerca a Coloso y se queda delante de él con las manos en jarras.
Gajendra mira a Coloso atentamente. La imperceptible sacudida de la rosada punta de su trompa, el lento parpadeo de su ojo. Nada de movimientos bruscos por favor, señor, piensa, o iréis tras la lanza del capitán hasta el otro lado de ese muro.
—¿Cómo se llama?
—Fateh Gaj… significa Elefante Victorioso. Pero vuestros soldados le han dado un nombre distinto.
—¿Y cuál es?
—Coloso, señor.
Alejandro se ríe.
—Sí. Coloso. Le va bien.
Gajendra se acerca para poder interponerse en caso de que Coloso se ofenda por la conducta de su general. Coloso alarga la trompa y roza la cabeza y la cara de Gajendra. Mientras lo hace, deja oír un grave ronroneo en el vientre.
—Es la bestia más grande que he visto nunca. Ni siquiera en Gaugamela los vi así —dice Alejandro—. ¿Cómo lo has domesticado?
—Le hablaba.
Alejandro camina en torno a la gris montaña de curtida carne. Coloso tiene mechones de pelo grisáceo por todo el cuerpo y las orejas grandes como un hombre. Alejandro se cruza de brazos y frunce el ceño.
—No me digas que esta bestia sabe hablar.
—No, pero entiende.
—¿Y qué lengua usas?
—Es la lengua de los elefantes, señor.
No puede explicarle que es la lengua que el tío Ravi hablaba de niño.
Alejandro le dirige una mirada de pena.
—¿Y por qué esa lengua especial es tan importante?
—Está adiestrado para obedecer ciertas órdenes, y ésa es la única lengua que comprende.
—¿Ese imbécil… —el general señala a Oxatres con una desdeñosa inclinación de cabeza—… lo sabe?
—He intentado decírselo, pero no me hace caso.
—¿Eres indio? No pareces indio. Pareces griego.
—Mi madre era persa.
—¿Qué hacía tu padre con una persa? ¿Aparte de hacerte a ti?
—El rajá se la dio. Como regalo, por sus hazañas en combate. Decía que era el mejor mahavat de todo el ejército. Pero lo hirieron y ya no pudo volver a ser soldado. Se dedicó a la agricultura.
—¡El hijo de un héroe!
—Eso creo.
—¿Así que estás diciéndome que eres el único que sabe cómo controlar a este animal?
—Eso parece.
—Pues si eres el único de aquí que sabe controlar a esa bestia, ¿por qué ha hecho todo esto?
Le echa un vistazo al recinto. Dos hombres yacen inmóviles en la tierra, dos pequeños edificios están arrasados en parte y tres carretones sólo sirven ya para leña.
—Creo que el capitán de los elefantes le ha dado con una aguijada. A él no le gustan las aguijadas.
—¿Dónde estabas tú?
—Estaba limpiando la paja.
—Pero ¿no es tu elefante?
—A mí no me da un elefante. Dice que soy demasiado joven.
Alejandro suspira, hinchando las mejillas con gesto teatral. Se acerca a Oxatres, que sigue hecho un ovillo en el suelo, agarrándose las costillas. No lleva un buen día, y la cosa está a punto de empeorar. Alejandro lo agarra por el pelo y le da una bofetada fuerte en las orejas.
—Eres tonto. Dilo. Venga. Te sentirás mejor cuando lo hayas dicho.
—Soy tonto —dice el capitán de los elefantes entre sollozos.
—¿Por qué eres tonto?
—No lo sé.
—Eres tonto porque no sabes utilizar tus recursos para sacarles el mejor partido. —Lo coge por el cuello de la túnica y vuelve a dejarlo caer en el polvo. Le da una patada de nuevo, mucho más fuerte que antes—. De ahora en adelante este muchacho… ¿cómo decías que te llamabas?
—Gajendra, señor.
—Gajendra es el mahavat de este animal. Y no quiero más problemas. —Le hace una señal con la cabeza a su teniente—. Dale al chico cinco de esas monedas nuevas que mandé acuñar ayer.
Hasta el teniente parece sorprenderse.
—¿Tanto?
—Dáselas.
El teniente le indica con un gesto que se acerque. Gajendra se queda boquiabierto. Es el dinero que ganaría en un año.
Alejandro da media vuelta y lanza una última mirada a Coloso, que continúa arrodillado, soplando la tierra con la trompa en actitud juguetona, tranquilo como un gatito. Alejandro menea la cabeza.
Luego mira a Gajendra y hace una mueca de repugnancia.
—Estás cubierto de mocos de elefante —dice.
Gajendra se mira la túnica. Sí que está cubierto de baba, una jarra de babas donde Coloso ha dejado las muestras de su afecto.
—Hace mucho que nos conocemos. Me tiene cariño.
—A mí no me gustaría que nada me tuviera tanto cariño —responde Alejandro, y luego monta en su caballo y parte, acompañado de sus tenientes.
El capitán de los elefantes se levanta. Le sangra la oreja. Intenta enderezarse, pero las costillas no se lo consienten. Mira a Coloso y luego a Gajendra. Lo señala con un dedo.
—Estás muerto, chico —dice, y se aleja tambaleándose.
Por encima del hombro, Gajendra mira a su elefante. En él no queda ni rastro de locura. Agita las orejas y prueba el aire con la trompa. Ahora que Oxatres se ha marchado, parece perfectamente a gusto.
—Mira la que has formado —le dice Gajendra.
Le da un suave golpe de ankus detrás de la cola, y Coloso hace lo que le pide y cruza el recinto tras él, dejando que los aguadores lo pongan todo en orden.