Capítulo 21
Mara nunca ha tenido mucho trato con animales, descontando los pavos reales del jardín de su padre. Desde luego nunca había visto un elefante de cerca, y está horrorizada. El ruido que hacen es espantoso, todos apestan y cada uno de ellos es del tamaño de una casa.
Ravi se queda allí mirándola, al tiempo que se golpea el muslo con la aguijada.
—¿Qué haces?
—Limpiar el corral.
—Parece que no sabes ni por dónde coger la pala. ¿Qué te pasa, chico?
—Lo hago lo mejor que puedo.
—Una muchacha lo haría mejor. —Le pellizca la molla del brazo—. Mira qué pinta. Tienes que hacerte más fuerte.
Mara le pegaría con la pala pero no sabe ni por dónde cogerla. Maldita sea esta gente. Está harta.
—No te pongas ahí —le dice Ravi, y la aparta de un empujón—. Estás detrás de él y no te ve. Te aplastará como a una hormiga.
—No puedo hacer esto.
—¿Por qué no?
—¡Mírame! No estoy acostumbrado a esta clase de trabajo.
Ravi se da una palmada en la rodilla y se ríe tan fuerte que a Mara le parece que va a caerse.
No dejes que te hostigue. Da igual cuánto te insulte. Mantén la cabeza baja y no te busques problemas.
Cuando termina de reírse, Ravi le agarra las manos y las examina. Están en carne viva y ya empiezan a formarse ampollas. No es más que la primera mañana.
—Méate en ellas —dice—. Te las curtirá.
Mi padre mandaría que te azotaran si te oyese, piensa Mara. Lo más probable es que él se meara en ti. Le parece mentira que a nadie se le ocurra semejante cosa, y mucho menos, que lo diga en voz alta. Esto es insoportable. Ojalá estuviera muerta.
—¿Cuántos años tienes?
Mara vacila.
—Catorce.
—No es de extrañar que parezcas una chica. A lo mejor te sale músculo cuando te bajen las pelotas.
—¿Cuándo descansamos un poco?
—¿Descansar? Ése es sólo un elefante. Todavía no has empezado. Gaji es blando, debería azotarte con la fusta.
¿Es que no barro las boñigas de este monstruo lo bastante rápido? Aunque te lleves un carretón lleno, siempre hay más.
—¿Cómo está Cátaro? —le pregunta Mara.
—¿Ese condenado enano? Está vivo. Me ha costado tres siclos. Aposté con Gaji a que no pasaría de la noche. Es un hombrecillo duro.
—¿Por qué ese…? ¿Cómo lo has llamado?
—Gaji.
—¿Por qué nos salvó?
—No lo sé. Él es así. Nunca se sabe lo que hará. Como éste. —Ravi palmotea al monstruo en el costado—. Así que ten cuidado con él o será a ti a quien barran y metan en el carretón. Por eso lleva una campanilla al cuello, para que sepas que está ahí. Sé bueno con él, tiene mal genio.
—¿Ha matado a muchos hombres?
—¿Coloso? No es tan malo. Tú no lo hagas enfadar. El último capitán que tuvimos le dio con la aguijada y Coloso se puso como loco. Si no llega a ser por Gaji, habría destrozado el campamento entero.
Horas más tarde llega la orden de sacar a los elefantes de la ciudad. Mara va rezagándose mientras los hacen marchar por la calzada elevada de Alejandro. Le parece mentira verse así. Los demás galopines de estiércol, que es como los llama Ravi, le dan empellones y la insultan en una lengua que Mara ni siquiera conoce. Si Cátaro muere, se quedará sola. Ha de haber una forma de escapar de esto.
Llevan a los elefantes al lago para el baño. A los elefantes les encanta el agua, le dice Ravi. Cuando podemos, los bañamos al menos una vez al día.
Forman un cortejo, cada elefante cogido a la cola del de delante. El agua está aletargada y marrón. Los elefantes se zambullen barritando y los chicos se ponen a trabajar con la piedra pómez. Los frotan bien como a niños traviesos.
El que llaman Coloso es una bestia gigantesca de melladas orejas y con el pellejo lleno de cicatrices. Da un gran barrito al tiempo que se mete hasta las ancas en el río y rocía agua alegremente por el aire con la trompa. De cerca su piel ni siquiera parece viva. Es tan gris y marchita que hace pensar en algo que podría encontrarse curtido y colgado en una pared. Coloso es enorme. Tiene la altura de dos hombres y el tamaño de un palacete.
Pero son sus ojos lo que asombra a Mara. La observan atentamente, no con la tosca indiferencia de una bestia del campo sino como si aquel animal supiera lo que está pensando.
Se queda muda, agotada, en la orilla; le crujen todos y cada uno de los huesos y tendones. No va a aguantar esto mucho más tiempo. ¿Nadie en este lugar va a mostrarse amable con ella?
Coloso alarga la trompa hacia Mara, que al principio se queda demasiado asustada como para moverse. El elefante le deja un reguero de baba por toda la cara y el pecho, y Mara da un grito de asco y se zambulle en el río para quitárselo.
Cae de rodillas en los bajíos, sin fuerzas. No puede hacerlo. No está hecha para esto. Toda su familia ha muerto, y ahora es una esclava. Hasta estos monstruos irracionales la maltratan. Le grita al elefante, que se limita a bostezar como si se riera de ella.
—No debí dejar que se fueran en el barco solos —le dice.
Su esposo no quiso que lo acompañara porque tenía muchas náuseas con el bebé nonato. «Sólo estaré fuera tres semanas, cuatro como máximo», había dicho. Aquello fue un chiste graciosísimo para los dioses. Cómo deben de odiarnos allá arriba.
Después de que muriera su pequeña, había días en que despertaba por la mañana sintiéndose ligera, a veces incluso feliz. Pero entonces recordaba, y con cada recuerdo intentaba dormirse de nuevo, acurrucarse en el interior de sus sueños como si se escondiera de un intruso que hubiese entrado en su casa. Había demasiados días en que anhelaba el olvido. Ahora el enano de su padre y este maldito indio se lo han arrebatado.
Están tras una curva del río y los otros no los ven, aunque Mara oye los gritos y las risas mientras los aguadores frotan bien a sus elefantes. Una gran rama de árbol pasa flotando en el agua y la coge.
—¡Eh! ¡Eh!
Pesa mucho. Apenas puede blandirla, pero lo consigue. Le da un fuerte porrazo al anca del monstruo.
—¡Coloso! ¿Así te llaman? Bien, ¡pues venga! —Lo golpea de nuevo todo lo fuerte que puede—. ¡Vamos! ¡Dicen que no te gusta que te peguen! —Vuelve a alzar los brazos—. ¡Mírame! ¿Ves lo que hago? —Levanta los brazos por tercera vez y le estampa la pesada rama en los cuartos traseros—. ¡Vamos! ¿Dónde está ese famoso mal genio? ¿Qué te pasa? ¡Venga!
Lo golpea una y otra vez, hasta que los músculos de los brazos se le acalambran y, exhausta, vuelve a caer de rodillas sollozando.
La enorme trompa se enrosca en torno a su cuerpo y la levanta. El animal la deposita en la arena del río y se queda allí, vigilándola, mirándola fijamente con un triste ojo rosa. Por primera vez Mara se fija en sus pestañas, en lo tupidas y tiesas que son, y en cómo las arrugas le entrecruzan la piel. Alarga la mano para tocarlo pero él da media vuelta y se aleja por el río hacia sus compañeros, lanzándose agua sobre el lomo mientras se va.
Hace una mañana nublada, gris y calurosa. Las nubes asfixian y son grasientas y pálidas como los muertos. Pero qué intensamente reluce Alejandro. Qué ilusionados sus ojos azules. Brilla como una moneda recién acuñada.
Como siempre hay un corrillo en torno a él, él es el aire que otros respiran. Nearco está allí, parecido a un halcón, con esa napia suya y esos ojos de cazador, color avellana y de mirada cruel. Un hombre de aire preocupado, con la dentadura desigual y una mano en la espada.
A una señal suya todos retroceden un paso, estirando el cuello.
Alejandro está rezando ante Baal-Ammón, le ofrece un animal desollado; al menos Gajendra espera que sea un animal. Alejandro sonríe al verlo entrar, como si dijera: aquí está el hombre que llevo toda la vida esperando ver.
—¡Ah, elefantero! ¿Conoces a este dios? Se llama Baal. Mis consejeros me dicen que en realidad es Zeus con otra forma. Es el dios de la tormenta.
El dios está de pie con los brazos extendidos, las manos señalan el hoyo donde se quema a las víctimas propiciatorias. El templo está extrañamente desnudo. Quizá lo hayan saqueado. Hay unos cuantos bancos, una piel de gorila cuelga en la pared. El incienso arde en montones grandes como carros de bueyes.
Baal hace que los demás generales parezcan pequeños y quisquillosos. Tiene una expresión amenazadora, mientras que estos hombres sólo parecen escolares que no consiguen lo que quieren.
—Dicen que en épocas de guerra y hambruna les entregan el primogénito a los dioses. Me pregunto cuántos primogénitos han dado sus vidas innecesariamente para detenerme. Si lo hubieran sabido. No puedes pedirle a un dios que le sea desfavorable a su propio hijo.
Alejandro se pone en pie, salta al pedestal hasta quedar junto al dios y remeda su gesto ceñudo. Un escalofrío recorre a quienes lo acompañan. La blasfemia los escandaliza. Uno no debe ni siquiera burlarse de un dios en el que no cree, porque nunca se sabe.
—¿Te parece que yo sería un buen Baal, elefantero? Creo que me gustaría que me pidieran favores dentro de cien años. Que alguien le rece a mi estatua, eso es algo digno de desear, ¿verdad? No estamos aquí más que un rato, pero acaso nos recuerden siempre si vivimos esta vida con valor y ambición. ¿No lo crees así?
Se ríe y baja de un salto hasta el mármol. Hoy tiene tal agitación que no se queda quieto ni un momento mientras habla. Saca el cuchillo y atiza los carbones del incienso con el filo de la hoja, aspirándolo.
—Algunos dicen que soy Hércules redivivo. ¿Qué opinas tú?
—No sé mucho de él.
—Era un dios. ¿Crees que yo soy un dios?
Gajendra siente los ojos de los demás generales fijos en él. Si dice que sí, lo atacarán como una manada de lobos. Alejandro parece ser el único que no percibe la tensión.
—Vamos, responde. Reino en medio mundo. Soy invencible en el combate.
—Pero ¿los dioses no son inmortales?
—Quizá yo sea inmortal. Hasta que un hombre no muere, ¿cómo puede nadie estar seguro?
Sus aduladores ríen. Nadie más.
—Mi padre vio a mi madre en tratos con Zeus, ¿lo sabías? En forma de serpiente. Los dioses cambian de forma, elefantero, o cambian en nuestro mundo. —Le da unas palmaditas en el hombro, como a un hijo, y baja la voz—. Nearco quiere tu cabeza, ¿sabes? Dice que eres engreído. Un indio engreído. —Se ríe—. No hay nada peor.
—¿Por qué dice eso? —dice Gajendra, clavando la mirada en Nearco.
—Oh, no quiere decir nada. No te ofendas. —Lo aleja de los generales—. Deberías felicitarlo. Va a casarse. Voy a darle a una de mi harén en agradecimiento por su firmeza en el servicio. Una muchacha llamada Zahara.
Gajendra se siente palidecer.
—¿Te has enterado? Antípatro ha comprado Atenas y Corinto. Está reuniendo un ejército contra mí, piensa combatirme en Sicilia. ¿Lo sabías?
Pero Gajendra no escucha. ¿Alejandro va a casar a Zahara con Nearco?
—Vamos, chico. Te he hecho una pregunta. ¿Qué opinas de los planes de Antípatro?
—Ha habido rumores en el campamento.
—Algunos dicen que es por culpa tuya.
—¿Mía?
—Si no me hubieras informado de aquel plan de envenenarme, yo no habría crucificado a Yolas ni hubiera mandado que metieran a Casandro en una jaula.
—Pero entonces habríais muerto.
—¿Eso es todo lo que tienes que alegar en tu defensa? —pregunta Alejandro, y se echa a reír. El grupo de acompañantes, obediente, ríe con él también—. Bueno, me figuro que deseas que te recompense. ¿Te gustó cómo murieron?
¡Zahara tenía que ser para él! Así no era como debían salir las cosas.
—¿Quién, señor?
—Venga, elefantero, no pierdas el hilo. ¡Yolas y el capitán de los elefantes! ¿Cómo se llamaba?
Chasquea los dedos para recordar.
—Oxatres —dice uno de los generales.
—Sí. Oxatres. A ti no te gustaba, ¿verdad?
—Lo odiaba.
—Bien, pues ahí lo tienes. Tardó dos días en morir. Mucho tiempo. No parecía tan fuerte. Yo habría apostado tres horas, como mucho. ¿Y tú?
—Creo que sufrió demasiado.
—¿Demasiado? Pero si quería dejarme morir a mí poco a poco. Él puso las condiciones, no yo. ¿Qué te pareció ver a tu capitán retorcerse así? Qué poco digno. Mueren asfixiados, ¿sabes? El dolor es secundario.
—Aquello me asustó.
—¿Te asustó? ¿Por qué?
—No soportaría morir así.
—Un hombre no debe temer a la muerte. Mírala directamente a los ojos, haz que baje la mirada, invítala a tomar vino y dale la bienvenida. El dolor no es nada. ¿Le tienes miedo al dolor?
—No lo sé.
—Entonces me pregunto qué te pasa. Te vi la cara aquel día. ¿Qué había en aquello que te preocupaba tanto?
¿De veras Alejandro lo reconoció? Todo su ejército estaba apiñado en el maidan. No es posible que distinguiera un rostro entre millares, a menos que detecte a cada hombre instantáneamente… como un dios.
—Por lo visto tienes muchas aptitudes. No puedo darte la espalda ni un instante. Si no estás amansando elefantes salvajes estás descubriendo conjuras contra mí. Ahora hablas con los elefantes.
—¿Que hablo con los elefantes, señor?
—Eso es lo que dicen. Que susurras en el oído de un elefante y él hace todo lo que le digas, como si fuera tu chambelán. ¿Es cierto eso, elefantero? ¿Hablas con los elefantes?
—De ese modo no. Sólo hago lo que hace cualquier mahavat.
—Si tú fueras como cualquier mahavat, yo no te habría nombrado capitán. Una pregunta. Partimos para Sicilia antes de que acabe la semana para luchar contra Antípatro y contra sus griegos. Mis generales dicen que no deberíamos llevarnos a los elefantes, que son demasiado caros de alimentar y demasiado difíciles de transportar. ¿Qué dices a eso?
—Yo digo que si tenéis un arma con la que seguro que sorprendéis y derrotáis a vuestro enemigo, deberíais emplearla.
—Ah, pero ellos no opinan así. Dicen que hemos ganado aquí porque el enemigo nunca se había enfrentado a los elefantes. La próxima vez estarán preparados. Antípatro no es tonto, tendrá noticias de mis batallas en la India y, por lo menos, el asesoramiento de los soldados que envié de vuelta con Crátero… Algunos de esos ingratos desertaron, ¿lo sabías? Los malnacidos combatieron contra tu rajá en el río Hidaspes, conocen la táctica que ideé para luchar contra ellos. ¿Sabes cuál fue?
Claro que lo sabía. Coloso aún tenía cicatrices en las patas y en el costado de las heridas que había recibido entonces. Su mahavat había muerto allí. Fue el Hidaspes lo que obligó al rajá a hacer las paces con Alejandro y a darle doscientos elefantes como parte del acuerdo. Fue así como él, Ravi y los demás entraron al servicio de Alejandro.
Claro que lo sabía.
Los macedonios los rodearon primero, utilizando arqueros para acabar uno a uno con los mahavats, y después los honderos de Alejandro atacaron los ojos de los elefantes con una lluvia de dardos. Cuando los colmilludos estaban medio cegados y no tenían al mahavat para ayudarlos, la infantería trabajó como un equipo: los más valientes distraían a los elefantes dándoles tajos en la trompa con las cimitarras, mientras que sus camaradas los desjarretaban a hachazos.
Fue brutal pero eficaz. Gajendra dudaba de que ningún otro ejército salvo el de Alejandro hubiera tenido tanto éxito. Hacía falta una disciplina férrea para hacer lo que ellos hicieron. En realidad los Escudos de Plata sufrieron enormes pérdidas.
—¿Tienes un remedio para esto?
Gajendra lo mira directamente a los ojos.
—Sí.
—Adelante. Estamos deseando oírlo.
Los generales permanecen inmóviles con los brazos cruzados. ¿Este indio va a decirles cómo hacer la guerra? Estaría bueno.
—Primero yo no emplearía a los elefantes contra la infantería. Como habéis dicho, una falange bien adiestrada no será tan fácil de derrotar como los celtas y galos contra quienes luchamos en las afueras de Cartago.
—Entonces, ¿qué?
—Yo los pondría en los flancos y los enfrentaría con la caballería. A los caballos los aterrorizan los elefantes. No realizarán con éxito una carga contra ellos. Pero yo disimularía la maniobra. Llevaría a cabo un ataque oblicuo desde el centro hasta el otro lado del frente enemigo.
Alejandro lo mira fijamente un buen rato, luego se ríe y le da un puñetazo en el hombro.
—¡Mi pequeño elefantero es un estudiante de la guerra! —Mira a sus comandantes—. ¿Quién lo hubiera creído? —Se ríe de nuevo—. ¿Qué más harías, mi pequeño general? Muéstramelo.
Alejandro coge a Ptolomeo, a Pérdicas y a sus otros generales, los mueve a empujones como si fueran monedas en la mesa de un cambista. Ellos se sonrojan, contrariados, pero apenas protestan.
—Bueno, eres mi nuevo elefantarca de jornada —dice Alejandro—. Dime quién debería ir dónde.
—¿Qué fuerzas se alinean contra mí?
—Ha habido muchos desertores entre sus macedonios, que se han pasado a las filas de Crátero, y se ve obligado a combatir en dos frentes. Así que su ejército lo forman en su mayor parte griegos y mercenarios. Mis espías me dicen que además dispondrá de la mitad de los hombres de Leóstenes.
—¿Leóstenes?
—Manda el mayor ejército de mercenarios del mundo. Se puso a disposición del que pujara más alto. Yo no me rebajé, de modo que le he dejado la subasta a Antípatro.
—Entonces, ¿cuántos?
—Cuarenta mil. Cincuenta mil quizá.
—¿Jinetes?
Un despreocupado encogimiento de hombros.
—Cinco mil. Pero jinetes griegos. Nosotros tendremos cuatro mil, mi nueva falange y mis Escudos de Plata. Veinticinco mil, más nuestros soldados no regulares.
Alejandro empuja a Ptolomeo hasta el centro, como si fuera la falange.
—Aquí está la falange de Antípatro. —Agarra a Pérdicas y de un empujón lo pone delante de Ptolomeo—. ¡Así! Y aquí, Pérdicas, tú eres los arqueros. ¿Dónde los situará Antípatro?
—Estarán con la infantería. Los arqueros no valen nada contra la caballería pesada. Ningún arco es eficaz más allá de un centenar de pasos, veinticinco si el viento viene del mar. Yo usaría mis propios arqueros sobre el lomo de los elefantes, donde la velocidad no invalide su acción.
—Un elefante sólo puede llevar un arquero, acaso dos.
—Un elefante llevaría por lo menos cuatro o cinco.
Los generales menean la cabeza y rezongan. Aquello no les gusta. A ellos les agradan las viejas costumbres.
Por fin Pérdicas dice:
—Eso reducirá la velocidad de los elefantes.
—¿Cómo?
—Con el peso de más.
—¿Sabes cuántos hombres puede llevar en el lomo un elefante?
Pérdicas no lo sabe. Le entran ganas de azotar a Gajendra. ¡Un desharrapado replicándole! Alejandro sonríe satisfecho.
—Si no sabes cuántos, ¿cómo sabes que eso reducirá su velocidad? —Mira a Alejandro—. Los howdahs han de ser más grandes, de modo que pueda ponerse allí dentro a cuatro arqueros u honderos. En lugar de madera, se usa cuero curtido para hacerlo más ligero y se les da a los arqueros una coraza más ligera también. Así se tiene algo que no tiene ningún otro ejército: una artillería móvil.
Alejandro mira a Nearco.
—¿Oyes eso, amigo mío? ¡Qué teniente tienes aquí!
Saca de un empujón a Lisímaco junto a Pérdicas, como si fuera la caballería de Antípatro.
—Seleuco, tú serás el ala derecha. Y Nearco es Antípatro. Bueno, aquí está tu enemigo. Tiene el doble de efectivos que tú. ¿Qué harás?
—Primero blindaría mejor a mis elefantes.
—¿Blindarlos mejor?
—Para protegerles las patas contra la infantería. Yo os diseñaré las planchas y vuestras herrerías las harán. No es difícil. No es más que hierro arqueado atado con correas de cuero. También hace falta una armadura más gruesa para la trompa y la cara.
—¿Por qué hablamos tanto de elefantes? —se queja Lisímaco—. Ya sabemos lo que hacen.
—Pero pueden hacer mucho más —dice Gajendra—. Si yo fuera Alejandro, emplearía a mis elefantes como escudo. —Se acerca a Ptolomeo pero mira a Lisímaco—. Si tu enemigo ve los elefantes, se centra en los elefantes. Tal vez no piense que también haya varios escuadrones de caballería detrás de ellos. No pensará que vayas a ir contra la caballería, porque ésta es demasiado rápida. Pero eso los caballos no lo saben. Darán media vuelta.
—Atrás, Lisímaco —ordena Alejandro, y aquél hace lo que le manda.
—Yo detendría a mis elefantes aquí, pues el trabajo ya está hecho. Hay una brecha en la línea. Vos estáis detrás de mí con la Caballería de los Compañeros. El grueso de la infantería queda a nuestra izquierda. Pero si soy Alejandro, haría caso omiso de ellos. —Pasa por delante de Pérdicas y Ptolomeo, se queda casi pegado a Nearco, cara a cara—. Aquí está Antípatro, en la retaguardia. Yo emplearía mi fuerza aquí.
Nearco y Gajendra se miran fijamente.
Alejandro aplaude y se interpone entre ellos.
—Un excelente discurso. Mi elefantero tal vez sea un magnífico general algún día. Entonces está decidido: los elefantes vienen con nosotros. ¿Tus bestias viajan en barco?
—Es difícil.
—¿Cómo de difícil?
—Hay que hacerlos subir con cuidado al barco por un tablón. Eso no les hace gracia.
—Pero ¿tú puedes hacerlo?
—Puedo hacerlo.
—¿Has subido elefantes a un barco alguna vez?
—Claro que sí.
Es mentira.
—Bien. Dame detalles de lo que necesitas para las nuevas corazas y nos pondremos a trabajar en ello, así como en los nuevos howdahs. Llevaremos a más arqueros en cada bestia. ¡Caballeros, nos vamos a Sicilia!
Los demás generales no están, ni mucho menos, tan entusiasmados como Alejandro. Cuando Gajendra se dispone a abandonar la reunión, se sitúan de tal forma que ha de salir con dificultad o empujarlos para que le dejen sitio. Parecen leones hambrientos con ganas de cenar.
—Follaelefantes —le murmura uno de ellos cuando Gajendra pasa.