Capítulo 37

A estas alturas debería estar acostumbrado. A que lo saque bruscamente del sueño uno de los guardias de Alejandro, a patadas, en plena noche, y lo conduzca dando traspiés, medio dormido, por el campamento hasta su lujosa tienda. El campamento duerme, pero la familia de Alejandro está alborotada. Alejandro está sentado en un taburete y una de sus esposas lo consuela.

Gajendra oye la voz de Ravi: Tú serás su nuevo favorito. Al menos hasta que se canse de ti. Las lámparas de aceite que cuelgan de las lanzas metálicas atravesadas en la entrada proyectan largas sombras. El humo de los nudos de pino que arden en el brasero hace que le piquen los ojos.

Apenas reconoce a su general. Tiene un gesto de angustia y sentado allí, medio desnudo, ya no parece indestructible. Tiene un costurón morado en la pierna, donde una punta de flecha le hizo pedazos la tibia en Marakanda. Dicen que aún le salen esquirlas de hueso por la cicatriz de vez en cuando. Y, a la luz de la lámpara, ve la marca que le dejó en la cara una piedra que le arrojaron desde las murallas de algún fuerte. Durante un tiempo se quedó ciego y no pudo hablar.

Alejandro vuelve la cabeza hacia él.

—Muchacho, he soñado con tus elefantes.

¿Por eso lo ha sacado de la cama a esta hora? ¿Por un sueño? Gajendra se relaja y enseguida empieza a sentirse resentido.

—¿Qué visteis en el sueño, señor?

—Tu elefante, el grande…

—Coloso.

—Me hablaba.

Gajendra mantiene el rostro inmóvil.

—¿Mi elefante os habló?

—Me decía que me había extralimitado.

—¿Cómo es posible eso? —dice uno de los persas—. Un dios no se extralimita.

Todos lo miran para que muestre su acuerdo. Pero Gajendra no tiene intención de unirse a ellos. Con lo bien que estaba durmiendo, no he venido aquí a besarte el culo, Alejandro.

—¿El ele… Coloso dijo algo más?

—Que yo caería a los pies de Hércules.

—Pero si vos sois Hércules… —dice otro cobista desde las sombras.

Da la impresión de que esto no consuela demasiado a Alejandro.

Aparta de un empujón a su esposa. Está harto de que le frote el cuello y de tener sus pechos en la cara todo el tiempo, aquello lo molesta, igual que las moscas que dan vueltas.

Ptolomeo lanza una mirada a Gajendra. Mañana han de entablar batalla con el enemigo. No conviene que Alejandro se encuentre en este estado.

—Tener este sueño no es malo —dice Gajendra.

—¿Cómo puede no ser un mal sueño?

—En la India el elefante es una señal afortunada. Cuando soñamos con elefantes significa buena suerte.

—¿Vuestros elefantes de la buena suerte también os dicen que habéis ido demasiado lejos?

—Tal vez sólo sea una advertencia para que no forcéis las líneas de abastecimiento. Sólo significa que no debemos precipitarnos a la batalla, sino tomarnos nuestro tiempo a la hora de enfrentarnos al enemigo.

—Pero ¿y lo de Hércules?

Gajendra da un paso hacia él, con el alma en vilo. Teme estar a punto de extralimitarse él también.

—Vos no sois un dios.

La mirada de Alejandro no es hostil, sino más bien curiosa.

—No estaría bien que otros pensaran así.

—Los dioses desean que les hagáis un sacrificio, eso es todo. Para demostrarles que no sois una amenaza para ellos.

A Alejandro le brillan los ojos. No es un dios, piensa Gajendra, aunque muy posiblemente sea un loco. Pero con aquello basta. Alejandro se sacude la murria, olvida por ahora el infierno que lo aguarda en el sueño y en la muerte, deja atrás el terror a ser olvidado. Sonríe.

—¿Crees que sólo es eso?

—El elefante es una señal de que ganaréis. Haced un sacrificio a los dioses y todo saldrá bien.

—Sí, tienes razón. ¡Tienes razón!

Ptolomeo hace un gesto de irónica sorpresa al ver lo rápidamente que sube el ánimo del general. Alejandro da unas palmadas y pide vino. Está claro que nadie de su familia va a dormir ya.

Se pone de pie y se despereza, con la cara radiante. Luego rodea con un brazo los hombros de Gajendra y lo conduce adonde nadie los oiga.

De repente se le ha ocurrido una idea. Se besa las puntas de los dedos y las pone en la mejilla de Gajendra.

—¿Has visto lo que le han hecho a mi enviado?

¿Enviado? Yo creía que era tu amigo.

Añade:

—Necesito un nuevo elefantarca, alguien que dirija a mis elefantes mañana. ¿Crees que puedes hacerlo?

—¿Desde un caballo?

—¿Qué sabes tú de caballos? No, desde Coloso.

Los dedos de Alejandro juguetean con la túnica de Gajendra como los de un amante. Gajendra siente el tamborileo de su propio pulso. Todas las cosas están volviéndose posibles.

—Ayúdame a salir victorioso mañana —murmura Alejandro—, y te daré el mundo entero, todo lo que quieras.

Alarga una mano para que alguien le ponga en ella una copa de vino. Echa un buen trago y deja ver una amplia sonrisa, con los dientes rojos.

—No os fallaré —responde Gajendra.

—Claro que no. —Le vuelve la espalda tan de repente como lo había abrazado y hace una despreocupada seña con la mano dándole permiso para marcharse—. Todo me queda claro ya. Vete.

Los guardias lo hacen salir de nuevo a una noche encendida de hogueras, y Gajendra vuelve dando traspiés a la paja. Por la mañana se preguntará si lo ha soñado.

Pero al día siguiente oye decir que Alejandro ha subido a la montaña justo antes del amanecer y ha hecho sacrificios a los dioses locales a la luz de las antorchas, para demostrarles que no supone ninguna amenaza.

No es que Alejandro se lo crea, pero nunca dejes que los dioses sepan lo que piensas.

Ravi lo busca a primera hora de la mañana siguiente. Parece muy asustado. Gajendra aún está en la paja, pensando en Alejandro. En el instante en que ve la cara de Ravi sabe lo que ha ocurrido.

—¡Gajendra! ¡Gajendra!

—¿Qué pasa?

Ravi lo pone en pie de un tirón y lo lleva adonde no los oigan los demás mahavats.

—Ese chico, Mara. Acabo de encontrarlo en los arbustos, en cuclillas. Para mear. ¡Es una muchacha!

—¿Te ha visto?

Ravi clava la mirada en él, estupefacto. El mundo se mueve.

—¿Tú lo sabías?

—Sí, lo sabía.

—¿Desde cuándo?

—No mucho.

—No estás beneficiándotela, ¿verdad?

—Lo pensé, pero no creo que me lo permitiera. O su guardaespaldas me mataría. Es una chica de alta alcurnia.

Ravi se queda mirándolo fijamente como si tuviera agua en los oídos. Esta escandalosa noticia no ha tenido la acogida que él imaginaba.

—¿Que no te lo permitiría? ¿Por qué no lo hiciste sin más? Es una esclava. ¿Y qué es eso que dices del guardaespaldas?

—Tenías razón. No es su tío.

—El enano… ¿es su guardaespaldas?

—¿Tú lo has visto pelear?

—No puedo creerme que no me hayas dicho nada.

—Cuanto menos sepas, mejor.

—Pero soy yo… Ravi. ¡Tu tío! Deberías habérmelo contado. ¿Quién es ella?

—Es una sacerdotisa de Tanit. Se cortó el pelo y se vistió con ropa de hombre para que no la reconocieran.

—¡Una sacerdotisa! Por el negro aliento del infierno, esto es mal asunto.

—Y hay algo peor.

Ravi no parece sorprenderse.

—Es la hija del general que se enfrentó a nosotros frente a Cartago.

Ravi se queda sin habla. Por fin dice:

—¿Y por qué sigues con esto? ¡Esa muchacha es un valioso rehén! ¡Alejandro te mandaría crucificar si supiera que lo has engañado!

—¿Ah, sí?

La pregunta deja pasmado a Ravi.

—¿De modo que ya crees que estás por encima de todos los demás?

—Déjame que calcule los riesgos.

—Pero ¿por qué vas a correr ningún riesgo? ¿Porque te da lástima de ella?

—Si alguien se entera, simplemente diré que no lo sabía. Tú eres el único que lo ha descubierto.

—¿Y cuánto tiempo vas a mantener esta farsa?

—Cuando ese bruto feo que la sigue a todos lados vuelva a andar, la ayudaré a escaparse.

Ravi menea la cabeza.

—Así que ni una palabra, ¿de acuerdo?

Ravi se queda un momento enfurruñado, luego responde:

—Si la hubiera encontrado uno de los otros mahavats, no habría tenido tanta suerte.

—Lo sé. Sólo es cuestión de tiempo. Por eso tengo que ayudarla a escaparse.

—No lo comprendo. ¿Por qué vas a ayudarla?

—Por ti.

—¿Por mí?

—¿Recuerdas cómo este hambriento huerfanito entró en tu campamento una vez, cuando estabas con el rajá? ¿Recuerdas que viste que unos soldados le daban patadas para divertirse? ¿Recuerdas que agarraste a uno de ellos por la oreja, aunque era el doble de grande que tú, y le dijiste que yo era uno de tus aguadores, y que harías que tus elefantes los atacaran a todos ellos como no se largaran?

—Eso era distinto. Para empezar tú no eras una sacerdotisa.

—Estaba sin hogar e indefenso. Mi karma ahora es devolver lo que tú hiciste por mí.

—¿Estás seguro de que no es nada más? Porque si sólo quieres tirártela, te has tomado demasiadas molestias.

—Yo creía que era un chico. Entendería que pensaras así si yo fuese uno de esos griegos. Además, tú sabes a quién deseo.

—¡Otra vez con eso no! Si aquel día que te vi hubiera sabido cómo ibas a resultar, habría dejado que esos soldados hicieran lo que les diera la gana. Debería haberme marchado sin más, nos habría hecho a los dos un favor. Lo que vas a hacer ahora no es lo mismo. Acogerte no me planteaba ningún peligro. Necesitaba otro aguador. Pero una muchacha como ésa vale algo para alguien. ¡La hija de un general!

—Alejandro vencerá a lo que queda de Cartago, y a Antípatro también, sin rehenes.

Oyen el toque de diana. El campamento se despierta.

—Ahora ve a levantar a los aguadores. Tenemos trabajo que hacer.

Gajendra intenta dar un enfoque distinto. Como nuevo elefantarca, dirigirá desde el frente. En lugar de arqueros, Coloso llevará sobre el lomo, en el howdah, a un chico de señales con banderas que dará las instrucciones a los demás. Gajendra manda montarle unos grandes tambores en los costados para seguir mandando sus órdenes aunque se haya levantado una densa polvareda y los otros mahavats no vean los banderines.

Toda esa mañana los elefantes hacen instrucción. Únicamente la Caballería de los Compañeros de Alejandro se mantiene tan cerca de ellos, e incluso para eso han hecho falta muchos meses de adiestramiento. Algunos de los elefantes más jóvenes aún no dan la talla. Una y otra vez, cuando la caballería carga, unos cuantos jóvenes machos dan marcha atrás o se salen de la formación, presas del pánico, trastornando a los demás. A primera hora de la tarde Gajendra tiene los nervios hechos jirones y sus mahavats maldicen a los elefantes y se maldicen unos a otros. Ptolomeo, al frente de la caballería, está furioso. Parte para decirle a Alejandro que ha de cambiar sus planes.

Gajendra vuelve a hacer entrar a los elefantes en la línea. Lo intentan de nuevo.

A media tarde Mara encuentra a Gajendra en un olivar, de rodillas, rezando ante un pequeño dios de piedra. Él alza la mirada, enfadado porque lo molesten.

—¿Qué haces aquí?

—¿Qué es eso? —pregunta ella.

Gajendra ha rodeado la estatuilla con flores y unas aceitunas que ha arrancado del árbol. El dios no se parece a ningún dios que Mara haya visto nunca. Tiene muchos brazos y la cabeza parecida a un elefante.

—Es Ganesha —responde él.

—Es un elefante. ¿Le rezas a un animal?

—Mira, tal vez sepa tu pequeño secreto, pero sigues siendo uno de mis galopines de estiércol, nada más. De modo que no creas que puedes hablar conmigo siempre que te apetezca.

Coge a su dios y lo oculta en una bolsa que lleva en el cinturón.

—¿Quién es? ¿Ese dios tuyo?

—¿No has oído lo que acabo de decirte?

—Es que me interesa. ¿No quieres decírmelo?

Gajendra menea la cabeza.

—Es el Señor de los Comienzos y el que coloca y quita los obstáculos.

—¿Hace las dos cosas?

—Te despejará el camino de tus deseos si se lo pides. Y también te pondrá obstáculos en él, si cree que, por tu bien, necesitas que se desbaraten tus planes.

—¿Qué obstáculos quieres que te quite?

—Si vas a hacer semejantes preguntas, deberías dejar que te crezca más músculo para aguantar todos los pescozones en la cabeza que vas a recibir.

—Es una pregunta razonable.

—Viniendo de una esclava, no.

Gajendra se pone en pie. Qué seguro de sí mismo está, piensa Mara. Mi esposo tenía ese mismo aire el día que subió a la nave que lo llevó a la muerte.

—Muy bien, te diré qué obstáculos quiero que me quite del camino. Quiero que el color de mi piel no sea impedimento para convertirme en uno de los generales de Alejandro. Quiero que el ejército de Antípatro no me impida conseguir mis esperanzas.

—¿Por qué deseas ser general?

—Porque quiero ser rico y que me teman, y quiero a la muchacha de mis sueños. Quiero el mundo. Ya está, eso es lo que quiero.

—¿Crees que será suficiente?

—Bastará para empezar.

—La muchacha de tus sueños. ¿Has hablado con ella?

Gajendra hace un gesto afirmativo.

—¿Y qué te dijo?

—Quiso devolverme mi dinero.

Mara se tapa la boca con la mano para tratar de contenerse, pero es inútil. Suelta una risilla en voz alta y el rostro de Gajendra se tiñe de un intenso color bronce. Parece que quisiera azotarla si tuviese una buena fusta a mano.

—¿Estás enamorado de una bailarina? La última vez que hablamos de esto el objeto de tus afectos era una princesa. Si me permites que te lo diga, no paras de buscar fuera de tu esfera.

—¡Yo no estoy enamorado de una bailarina! Fui al templo en Babilonia y mi princesa estaba también allí, como era su deber para con la diosa. Le di mis monedas y fuimos al bosque detrás del templo, y entonces fue cuando se lo dije.

—¿Se lo dijiste?

—Que no quería pagar por ella. Que la quería para mí solo y que algún día haría que eso sucediese.

—¿Renunciaste a tu única posibilidad de acostarte con una princesa?

—¡Mi única posibilidad no!

—¿En qué pensabas? —pregunta Mara antes de poder evitarlo.

—Ocurrirá algún día, ya lo verás.

—Es una transacción muy sencilla. Ahí tienes a una bonita muchacha a la que acaso no vuelvas a ver. Dóblate aquí encima, guapa, toma una moneda para la diosa y una palmada en el trasero de mi parte como muestra de agradecimiento. Y luego sigues tu camino.

Gajendra soporta el sermón, blanco como el papel.

—¿Recuperaste las monedas?

Gajendra niega con la cabeza.

—Si le cuentas a alguien esto, vas derecha a la subasta… después de que os haya hecho papilla de una paliza, a ti y a ese enano tuyo.

—No se lo diré a nadie. ¿Quién iba a creerse semejante historia de todas formas?

—¿Qué es lo que resulta tan difícil de creer? Ya soy capitán de los elefantes. Mis colmilludos ganarán más victorias para Alejandro y seré el general más importante. Entonces podré pedirle la prenda que yo quiera.

—O quizá mañana mueras en una batalla o tal vez te pise uno de tus colmilludos. Si tienes una posibilidad de alcanzar el placer, debes aprovecharla. La vida termina muy pronto.

—¿Qué sabes tú de la vida? —le responde él con brusquedad.

—Sé que has puesto todo tu empeño en un espejismo. Cuando descubras que tu Zahara suda y tiene genio, vas a quedarte muy decepcionado por gastarte el crédito que te concede Alejandro en una fantasía.

Mara da media vuelta.

—Antes de que te vayas, deberías saber una cosa. Ravi te ha visto. Sabe que eres una chica.

Ella suspira y se apoya en el árbol que tiene más cerca. Bien, en cierto modo es un alivio. Sólo era cuestión de tiempo que la descubrieran. Al menos ha sido Ravi y no uno de los otros.

—Te vio en los arbustos. Tendrás que tener más cuidado.

Mara se deja caer en cuclillas, apoya la cabeza en las manos.

—Estoy muy cansada de esto.

—Me dijiste que te hiciste sacerdotisa porque estabas cansada de tu vida. ¿Qué puede ser tan malo, si tu padre es general y lo único que tienes que hacer todo el día es estar tumbada en una bañera y escuchar a tus esclavas decirte lo hermosa que eres?

—Yo he vivido diez vidas comparadas con la tuya —contesta ella con amargura.

—Lo dudo.

Mara le lanza una mirada de odio. Cómo me encantaría borrarte ese gesto arrogante del rostro de una bofetada.

—Mi esposo tenía haciendas en Sicilia. Fue a visitarlas pero yo estaba demasiado enferma para acompañarlo. Estaba encinta de él y tenía náuseas todas las mañanas. Se ahogó tres meses antes de que naciera nuestra hija. Nuestro hijito iba con él en la nave.

—Oh.

Al menos tiene la delicadeza de quedarse avergonzado y bajar los ojos.

—¿Qué le pasó a tu pequeña?

—Murió de una fiebre. Yo la cogí también, pero sobreviví. Innumerables veces he deseado que no fuera así.

—Entiendo.

—Por eso no quería tener nada más que ver con la vida. Si alguna vez tienes una esposa a la que amas y un hijo que es parte de tu propia carne quizá lo comprendas. Tienes que perderlo todo para entender lo que es eso.

—¿De modo que sientes pena de ti misma?

Mara se levanta de un salto. Intenta pegarle con la mano pero Gajendra le coge la muñeca.

—¡Tengo derecho!

—Nadie tiene derecho. No debes rendirte. Da igual lo que ocurra, da igual lo difíciles que estén las cosas, no te rindas. Nunca sabes si hay algo justo a la vuelta de la esquina que vuelve a inclinar la balanza a tu favor y te devuelve tu vida.

Mara alarga una mano como para sujetarse.

—¿Ah, sí?

Sus dedos le acarician la suave piel de los hombros. Cruzan una mirada. Es un instante de manifiesta apreciación.

De pronto ella aparta la mano, da un gritito ahogado e intenta recobrar la calma, o toda la calma que puede fingir una sacerdotisa que finge ser aguador.

Él le toma la mano y vuelve a ponerla donde estaba. Mara le acaricia el liso músculo del pecho. Bueno, ya se ha dicho, y mejor que con palabras.

Hay una expresión extraña en los ojos de Gajendra. Es como si en realidad nunca hubiera pensado en aquello. Pone una mano sobre la cadera de Mara, la otra en su mejilla.

—Nunca había sentido esto por un aguador.

Mara le coge la mano, le besa las puntas de los dedos y responde:

—No te creo.

La blancura de su cuello lo atrae. Mete con cuidado los dedos por debajo de la túnica buscando su desnuda carne. El mundo entero se mueve. De un lametón le quita el sudor de la mejilla y toma en la mano un pequeño seno. Ella hace un sonidito, un gemido, debatiéndose entre el anhelo y el horror ante su traición.

—No puedo —murmura.

Estaba sonriendo, su esposo, aquel último día en el muelle. Le tiraba besos. Ella tenía una mano puesta sobre la tripa y sobre el hijo de ambos que crecía dentro, y le devolvió un beso con la mano. Hacía un día radiante con un fresco céfiro, ni rastro de advertencia de la tormenta, ningún presentimiento en su corazón.

¿Cómo va a abandonarlo ahora? Él sigue allí, en la mar.

Gajendra se contiene, desconcertado. Mara quiere decirle que la abrace. Echa de menos el brazo de un hombre ciñéndole la cintura.

—Tienes que dejarlos ir —le dice Gajendra.

Ella niega con la cabeza.

—Él me ve.

—Tienes que dejarlo irse —repite Gajendra—. Tienes que dejarlos ir a los dos. Ya no puedes seguirlos y ellos no pueden seguirte a ti.

Pero Mara no puede dejarlos ir. Si lo hace, ha de reconocer que de veras han muerto.

Su esposo. Su hija.

Su hijo…

Cuando era un recién nacido se quedaba con la mirada clavada en él, se maravillaba al ver las cutículas tan diminutas de sus dedos, le olía el pelo como si fuera el más preciado perfume de Arabia. Asdrúbal se ponía detrás de ella, la abrazaba y la mecía con aquella relajada manera de ser suya, y se sentía segura. Pero el mundo no era seguro.

Siente el retumbo de los elefantes, y Coloso barrita en algún lugar allá junto al río. Apoya la cabeza en el hombro de Gajendra. Una parte de ella se muere por soltar. Otra sólo se esfuerza por agarrarse.

—Déjalos ir —repite Gajendra.

—Todavía no.

Él tiene razón, se han ido, como decía su padre. Si desea la vida, debe traicionar a los muertos.

No puede hacerlo. Gajendra la abraza de todas formas y Mara llora en su hombro, como una tonta, como un alfeñique. Si su padre la viese ahora, se avergonzaría.

Aunque también ha de dejarlo ir a él.