Capítulo 11
Un cielo como el peltre, un aire tan denso que Gajendra apenas puede respirar. El sudor cae lentamente por su cuerpo. Sin embargo Alejandro parece lozano y animado. Podría ser una mañana cubierta de rocío en las montañas.
Los generales están allí, Lisímaco, Ptolomeo y los demás. Nearco permanece en el rincón con los brazos cruzados, como un depredador, preguntándose a cuál de los presentes le gustaría reducir a cenizas. Sus ojos se deciden por Gajendra.
Le gruñe a todo el que le pregunta. Estos condenados indios, estos niños bonitos extranjeros. Siempre con las mismas hipocresías. Él es macedonio, como Alejandro, cree que la lucha en el barro con cerdos en su juventud es señal de aristocracia. A Gajendra le parece que todos los príncipes de aquel país se tiran a una cabra cuando cumplen doce años y lo consideran una conquista sexual.
A los generales les molestan estos príncipes persas que ahora componen la mitad de los Compañeros del Rey. Les molesta haber conquistado medio imperio y no poder volver a la patria de nuevo para verla desmoronarse. Les molesta tener elefantes pero verse obligados a emplear a los hombres del rajá para montarlos, aunque tal vez les hagan ganar la próxima batalla.
Alejandro bate palmas y se ríe como si estuvieran a punto de abrir un nuevo frasco de vino o de ir a un burdel. Mira a sus generales, sus generales lo miran. Está vestido con la coraza completa, el oro pulido como un espejo, y lleva grebas en las piernas. Sus muslos son del tamaño de ramas de árbol y parecen casi igual de duros.
Su altura no es obstáculo para la fuerza de su personalidad.
—Y bien —dice—, ¿estamos preparados para tomar Cartago?
Aún no ha amanecido y la tienda de Alejandro está llena de generales, mariscales y comandantes de brigada, así como jefes de tribus de aspecto salvaje con gorras de piel de zorro. Hieden a perro muerto. Se palpa el miedo, aunque nadie quiere mostrarlo. El viento ha arreciado, y el ruido de las puertas de la tienda es ensordecedor.
Alejandro lleva puesta la coraza que dicen que en tiempos perteneció a Hércules, con el metal casi verde por los años, y un manto de leopardo encima. Bajo el brazo tiene un casco de oro con las alas de un pájaro montadas en oro blanco a ambos lados. El alba brilla en la seda púrpura de la tienda del general y los tiñe a todos de sangre.
Hay un pergamino sobre la mesa, sujeto con piedras en las cuatro esquinas. Alejandro señala las defensas del enemigo. Hannón tiene el mar a la izquierda y el lago a la derecha.
—Cuentan con sesenta mil infantes y seis mil jinetes. Su infantería, sin embargo, se compone de reclutas que no saben por qué extremo se coge la lanza, y de mercenarios de Galia, Grecia e Iberia. Tienen algunos jinetes númidas, desharrapados en pelotas que llevan pieles de leopardo. Como un macedonio vale por diez bárbaros, ¡calculo que somos cinco veces más que ellos!
Los generales ríen. Los persas se miran con el ceño fruncido.
—Hannón ha adoptado una posición defensiva con la infantería en el centro y la caballería en las alas. Está mostrándonos lo que cree que son sus puntos fuertes: su infantería concentrada, una ala izquierda de flanqueo. De modo que ya tenemos ventaja. Nosotros podemos cambiar nuestros planes como creamos conveniente. Él ya ha indicado su intención.
Y la intención de Hannón está clara. Hay empalizadas de aguzados maderos delante de su infantería. Quiere librar la batalla en las alas. Nunca se han enfrentado a los elefantes, y por su despliegue es evidente lo mucho que los teme. Ha situado al Batallón Sagrado, los soldados no regulares de la propia ciudad, detrás del ejército principal, en reserva.
Alejandro les cuenta cómo ganarán. Su filosofía es sencilla: para ganar una batalla no es preciso imponerse en todas las posiciones estratégicas, ni siquiera en la mayoría; un ejército sólo necesita ganar en el punto más decisivo. En todos los casos, eso significa ignorar las extremidades e ir al corazón.
—Con cada uno de nuestros golpes debemos preguntarnos cómo responderá el enemigo —les dice—. Todas nuestras tácticas procurarán provocar una penetración en su línea.
Mira a Nearco. Como elefantarca, ahora tiene la responsabilidad del elemento más imprevisible de su ejército: los elefantes.
—Los hipnotizaremos con nuestros colmilludos. Los agitaremos ante sus caras como una cobra mientras atacamos en otro lugar. Todos están bien entrenados y descansados tras nuestra expedición desde Egipto. El efecto será aterrador.
Los persas se miran. A ellos también los aterrorizan los elefantes. Los llaman ahrima, demonios, y se niegan a acercárseles.
Alejandro debería recurrir a mí para esto, piensa Gajendra. Yo seré quien vaya en el cuello de Coloso. Si Coloso permanece firme, los demás también lo harán.
Este plan es uno que Alejandro ya utilizó antes, en el río Gránico. Hannón tiene superioridad numérica en cuanto a la caballería y tratará de explotarla, de modo que Alejandro empleará contra él a los lanzadores de jabalina especialmente adiestrados a los que llama aguijones. A Pérdicas se le han confiado varios escuadrones de caballería para guardar el flanco izquierdo.
Los elefantes atacarán el centro de la línea de Hannón. La primera vez que un hombre se enfrenta a un elefante en combate está tentado de echar a correr. Hasta los Escudos de Plata se estremecen aún cuando hablan del Hidaspes. En algún momento la línea se romperá, y Alejandro lo aprovechará.
—No es cuestión de número —les recuerda—. Se trata de llevar suma violencia a su punto más vulnerable con la mayor velocidad. La velocidad es la clave de cualquier éxito marcial.
Gajendra vuelve a la Hilera de los Elefantes y escucha a las bestias barritar entre sí mientras los aguadores les pintan círculos rojos en torno a los ojos para que parezcan feroces. Esa noche ni un solo elefante duerme. Gajendra observa el agua de los abrevaderos, que los retumbos de los animales hacen ondular. Están hablándose. Es como si lo supieran.