Capítulo 28
Próximo el atardecer, al amparo de los árboles, llevan a los elefantes hasta el río. Coloso expresa con un bramido su aprobación y deambula río abajo. Cátaro y Mara se ponen a trabajar con la piedra pómez y los cepillos. Tras los preocupantes acontecimientos de la tarde, parece que el animal ha recuperado su serenidad. Está alegre y se rocía, y los rocía, de espesa agua verde.
Luego se acerca pesadamente a la orilla y va en busca de un tentempié. A pesar de todo su tamaño es delicado. Con la trompa rodea un manojo de hierba, lo huele y de un tirón lo arranca del suelo. Le da un golpecito en la pata delantera para que caiga la tierra y se lo mete en el lado de la boca, dejando fuera sólo las raíces. Devora el bocado con aire pensativo antes de pasar al siguiente.
Unos soldados salen de la orilla bordeada de árboles, una presencia que no augura nada bueno. No dicen nada, se limitan a observar. Mara sabe lo que quieren. Confía en que si no levanta la vista seguirán adelante, aunque no es tan tonta como para creérselo.
Por su aspecto los maces son veteranos que llevan en campaña veinte o treinta años, llenos de costurones y de arrugas, algunos con canas en el pelo. El cabecilla es un tipo campechano con una cicatriz que le cruza el ojo izquierdo. Parece como si estuviese hecho de cera, se hubiera acercado demasiado a una llama y se le hubiera derretido. Otro la mira fijamente como un lobo que pensara en el desayuno. Detrás, bajo el árbol, un tercero, de actitud más furtiva que los otros, toquetea la espada que lleva en el cinto y parece no acabar de decidirse entre la sodomía y la degollación. Por último avanza uno más joven, de risa estridente.
Su esposo nunca la miró así, ni siquiera cuando había estado meses fuera. A Mara le parece que algunos hombres odian justo aquello que codician. Hay un veneno en ellos, y cuando les supura va derecho a la entrepierna.
—¿Cómo te llamas, chico? Venga, no seas tímido. No mordemos.
El que Mara no les haga caso únicamente los incita más.
—Apuesto a que tu lindo culito no es virgen, así que no te pongas esquivo conmigo. Ven acá, no somos bestias del campo, te trataremos muy bien. Toma —dice, y tira una moneda al barro—. Aquí tienes una moneda por las molestias. No dirás que no somos generosos.
—Quisiera untarlo de grasa como un lechón y ensartarlo hasta las asaduras —dice el del cuchillo—. Venga, dejémonos de tonterías, ¡si no quiere favorecernos como debe, lo enseñaremos a inclinarse ante Macedonia, como si fuéramos Alejandro! —Se echa mano a la entrepierna—. Tengo una cosa aquí mismo a la que puede rezarle.
Uno de ellos la agarra por el brazo y la saca de los bajíos a tirones. Mara alarga una mano para apartarlo de un empujón. El olor de aquel hombre es peor que ninguna otra cosa. En ese instante oye que Cátaro retrocede por los bajíos. Esto ya no va a terminar bien.
El mace se ríe al verla forcejear, eso es lo que le gusta. La coge con ambos brazos y la lleva de vuelta hacia donde están los otros.
—¿Buscáis pelea, chicos? —dice Cátaro.
—¿Quién es ése? —grita uno de ellos—. ¿Habla en serio? Si lo que cago es más grande que él.
—Y lo que yo cago es más bonito que él.
Cátaro sonríe. Hasta ahora ha tenido un día aburrido. No es la primera vez que Mara ve esa expresión. Es la expresión de un crío a quien alguien le ha dado un juguete nuevo para jugar.
—Venga, devuélveme al chaval. Si no le hacéis daño, no os pasará nada.
Es un chiste estupendo, desde luego. El grandullón aparta bruscamente a Mara y pone las manos en jarras. Lanza una mirada a sus amigos, compartiendo la broma.
—¿Y qué harás tú, so monstruito? ¿Arrancarme las rótulas de un mordisco?
Cátaro sale del río y atraviesa con paso airoso la hierba. Sonríe. Recoger boñigas con las manos, frotar bien el lomo de un elefante mientras se te mea encima, aguantar el hedor y la falta de respeto… bueno, eso le da igual, todo pertenece al trabajo de una jornada. Está acostumbrado a las penalidades.
Pero para lo que Cátaro vive de verdad es para esto: si lo llamas monstruo y lo desafías a pelear, ya vuelve a arreglarse todo. Le resplandece el rostro.
El grandullón no comprende lo que ocurre a continuación. Mara casi siente lástima de él. Cátaro es rápido y malo. La ventaja de todos los perros es que son rápidos, levantan poco del suelo y resulta difícil alcanzarlos para pegarles. Cátaro tiene esas mismas virtudes.
Un súbito borrón de movimiento y el mace cae con una rodilla rota y las partes masculinas machacadas, y Cátaro está arrodillado sobre su cuello, decidiendo si partírselo o no.
Entonces todo es actividad. Los otros tres, consternados por lo ocurrido a su compañero, sacan las armas e intervienen. Son profesionales aguerridos. Las peleas también son lo suyo. Todos llevan cuchillos en el cinturón y saben lo que hacen.
Cátaro tiene un cuchillo escondido en la túnica de cuero. Se lo robó a un bactriano en cuanto se recuperó de la herida. Un soldado se habitúa a combatir contra hombres de su tamaño. Luchar contra alguien más bajo no es por fuerza una ventaja: la velocidad y meterse debajo lo es todo. La pelea termina enseguida. Dos o tres gestos enérgicos y veloces y uno cae con los tendones de las corvas cortados y el otro está chillando y agarrándose las partes masculinas, que le sangran profusamente.
Pero el que queda es rápido también y está detrás de Cátaro con el cuchillo levantado. El protector de Mara ve venir el golpe, pero no puede hacer nada para defenderse.
Una sombra le tapa el sol. El hombre levanta la mirada y ve que Coloso se cierne sobre él. El colmilludo le enrolla la trompa alrededor del pecho y, despreocupadamente, lo estrella contra un árbol. Se oye un ruido sordo y húmedo, como si se lanzara una sandía contra una pared. La cabeza del hombre se revienta.
Coloso lo deja caer en el suelo y se queda vigilándolo, balanceando la trompa, como si lo retara a levantarse una vez más. Pero no hay posibilidad alguna de que eso ocurra.
Los aguadores llegan con estrépito por entre los arbustos para ver qué ha pasado. Encuentran a Cátaro allí de pie con un cuchillo en la mano, a tres curtidos soldados de infantería en el barro manchado de sangre, dando alaridos, y a otro hecho papilla bajo una higuera.
Cátaro limpia la hoja del cuchillo en la túnica de uno de ellos y pone a Mara en pie de un tirón. Ahora Mara sabe por qué su padre lo valoraba tanto. Aunque se ha hecho para defenderla, ha sido una exhibición escalofriante.
Cuatro de los mejores soldados de la falange de Alejandro, hombres que cargan con una sarissa de dieciocho pies todo el día y se enfrentan a interminables cargas de infantería, y aquí están, esparcidos por la orilla del río como si fueran el almuerzo de una hiena.
Cuando Gajendra llega, clava la mirada en la escena, desconcertado. Quiere saber cómo ha sucedido. Los aguadores hablan entre dientes y se miran los pies. Cátaro dice que los maces tropezaron con una piedra. Unos echan la culpa al elefante, otros culpan a Cátaro. Un ocurrente afirma que es un suicidio ritual.
Gajendra mira a Mara y lo señala con el dedo.
—Es culpa tuya —dice, y se va con paso airado.
Nearco encuentra a Gajendra y lo agarra por el codo. Lo lleva por la Hilera de los Elefantes adonde no los oigan los otros mahavats y los aguadores.
—¿Has oído lo que ha pasado? —Parece agobiado. Como elefantarca tendrá que explicárselo a Alejandro. No le agrada la idea de que un retaco y tatuado gugga mate a buenos soldados macedonios—. ¿Quién es el demonio que lo ha hecho?
—Aquellos hombres intentaron violar a uno de mis aguadores.
Nearco se queda perplejo. Muy bien, ¿y cuál es el problema?
—¿Era guapo el aguador?
—¿Importa eso?
—Quizá fuera él quien los provocara.
—¿Por ser guapo?
—Fuera quien fuese el que les hizo eso a esos hombres, hay que encontrarlo. No puede quedar impune.
—¿Qué le harán?
De nuevo Nearco parece quedarse confundido. Lo asombra que Gajendra esté tan preocupado.
—Lo crucificarán, supongo.
—Muy bien. Te diré cómo se llama. Fue Coloso.
—Un elefante no le acuchilla las corvas a un hombre ni le corta las pelotas.
—Eso depende de cuánto lo irriten.
—Los hombres dicen que fue un demonio del tamaño de un niño. Tiene la cara tatuada.
—El elefante estaba protegiendo al mahavat. Él causó todos los daños.
—Lo último que me hace falta es esta clase de problemas.
—No habrá más problemas después de esto, ¿no crees?
—Tienes razón. —Nearco menea la cabeza—. Deshazte de él.
—¿De quién?
—Del niño bonito. Sólo es un acicate para los demás.
—Se le da bien el trabajo.
—¿Recoger mierda? Para eso no hace falta que te dé clases Aristóteles.
En ese momento los dos miran al otro lado y ven a Mara de pie, detrás de Coloso, con las manos amarillas de boñiga, metido hasta las rodillas en barro y con la boca abierta de agotamiento. Es como si el chico no hubiera trabajado ni un día siquiera en su vida.
—Es un inútil y causa problemas —repite Nearco—. Deshazte de él.
Y, dada la orden, se va.