Capítulo 19

Para ser prisioneros no son ninguna belleza. El más pequeño es un tipo insólito: un encorvado hombrecillo de cara tatuada, tan ancho como alto, y todo músculo. Está tendido allí, despatarrado como la víctima de un sacrificio, roncando y cubierto de su propia sangre.

No es una visión muy inspiradora, pero ¿qué hombre lo es cuando tiene la cabeza medio rota y está todo ensangrentado? En el hombro le han hecho una herida de cuatro dedos de ancho que le llega hasta el pecho. No tiene mucho de corriente, dice Ravi; claro que, de todas formas, no puede tener mucho de nada. Apenas mide seis palmos.

El chico no abulta mucho más. Es delicado, con caderas de serpiente; la próxima ráfaga fuerte de viento se lo llevará volando. Un trasero como un melocotón. De un modo u otro, sólo causará problemas. Alcanzaría buen precio en subasta como animal de compañía particular de algún rico. Tiene las mejillas coloradas y rizos rubios. Los maces se lo pasarían de uno a otro como una jarra de vino, si lo cogieran.

Está arrimado a la pared, con una mano puesta sobre el enano manchado de sangre. Qué visión tan extraordinaria. Está temblando. ¿Tan espantoso es mi aspecto? Gajendra se lleva una mano a la cara y se da cuenta de que está cubierto de sangre y mugre de elefante.

—¿Quién eres? —le pregunta al chaval.

El chico vomita en el suelo. Ravi hace una mueca.

—Vaya, estupendo —dice—. Vomitona por todas partes. Hemos encontrado un buen sitio para dormir y ahora tendremos esta peste toda la noche.

—No es su culpa. No deberíamos haberle dado tanta comida. Probablemente llevara días sin comer.

Ravi suspira. A pesar de todo su mal humor es él quien ha atravesado las tinieblas para llevarle el plato de guiso.

El chico se limpia la boca con el dorso de la mano.

—Me llamo Mara.

—¿Y él quién es? —pregunta Gajendra señalando al hombrecillo.

—Es mi tío. Se llama Cátaro.

—¿Tu tío? ¿Tu tío es un enano?

—No lo llames así. No le gustará oír eso.

—Bueno, ahora me pertenece, de modo que lo llamaré lo que quiera. Y un gracias no vendría mal.

—¿Qué quieres que te agradezca?

Gajendra oye que Ravi inspira una bocanada de aire ante la insolencia del chico.

—El que os salvara la vida —responde.

—¿Qué te hizo pensar que yo deseaba que me salvaran?

Hasta ese momento Gajendra estaba predispuesto a que le gustara el chaval. Ahora se pregunta si no debería haber dejado que los mercenarios se ocuparan de los dos. A estas alturas lo habrían sodomizado la mitad de los soldados irregulares y varios pelotones de la falange. ¿Era demasiado pedir un poco de gratitud, dadas las circunstancias?

—¿Qué hacíais allí?

—Mi tío es mercader. Huíamos de los soldados.

—¿Mercader? —pregunta Ravi, pasmado—. ¿Qué vende? ¿Pócimas para volverse feo?

—¿Qué son esos tatuajes de su cara? —dice Gajendra—. Parece un bandido.

—Es una costumbre de su lugar de origen.

—Entonces, ¿por qué no los tienes tú? —Ravi mira a Gajendra—. Aquí hay algo raro. Éste es el peor embustero que he conocido nunca, y eso incluye a los vendedores de alfombras del mercado de Babilonia.

—¿A qué os dedicáis? —le pregunta Gajendra a Mara.

—Tenemos un molino de aceite de oliva en la ciudad. Somos gente corriente, nada más.

No, eso no es cierto. El muchachito tiene cierto aire de consentido, y su tío no es ni por asomo mercader. No se aprendía a luchar así prensando aceitunas.

Gajendra se sienta en cuclillas.

—Tú sabes que podríamos entregaros sin más a los traficantes de esclavos. Obtendría buenas ganancias… por ti, al menos.

—Haz lo que gustes.

Ravi está indignado.

—Deshazte de ellos. No valen la pena.

¿Qué detiene a Gajendra? No debería darle importancia a la actitud arrogante del chico pero, sin saber por qué, la admira. Si el chaval se hubiera arrastrado, eso tal vez hubiera tenido un efecto negativo en él. Le parece casi atractiva esta demostración de desafío por parte de un muchacho con los brazos como dos ramitas.

—Podrías vender a ése a un circo.

—Si vive.

—Que no vivirá, a juzgar por su color.

Gajendra se pone de pie y suspira. Ravi tiene más edad, más juicio y también, probablemente, más ojo. Pero no es el nuevo capitán de los elefantes.

—No, me los quedaré como galopines de estiércol.

Ravi no está de acuerdo.

—Justo lo que necesitamos. Dos elefanteros más. Ni siquiera los colmilludos cagan tan rápido como para mantenerlos ocupados.

—¿Qué quieres que haga? Aquél está muriéndose y el chico es un marica. Alguien tiene que ayudarlos. —Gajendra tose. El aire apesta a sangre y a humo—. Además, ¿viste pelear al enano? Tiene redaños.

—Estará muerto por la mañana —contesta Ravi.

Gajendra se agacha para examinarlo. Recuerda la primera vez que vio heridas así después de la batalla contra Alejandro en el río Hidaspes. Decían que el río se volvió rojo aquel día. Pensaba que nunca se acostumbraría a ver hombres con los brazos arrancados y las tripas fuera. Pero uno se acostumbra.

—Tres siclos a que lo consigue.

—Hecho.

Cátaro yace en la paja, tiene la piel gris. Nadie creería que un cuerpo tan pequeño pudiera contener tanta sangre. Mara busca un cubo y agua, moja un paño, le limpia la cara. Toda la plaza está llena de soldados dormidos, y por todas partes hay quien gime en sueños, incluso los que no están heridos.

El hedor es insoportable. Le da ganas de vomitar otra vez. Se envuelve la cara en un pañuelo y trata de respirar de forma superficial por la boca. Los incendios siguen ardiendo en los muelles.

Me pregunto lo que me harán si descubren que soy una muchacha. Será peor si se enteran de que soy sacerdotisa y la hija del general.

El acontecimiento más reciente la desconcierta. ¿Por qué este…? Ni siquiera recuerda su nombre, salvo que sonaba extranjero… ¿Por qué la ha salvado? Y se pregunta qué hacía en el ejército de Alejandro. No parece griego. Tal vez sea persa. Le inspira terror.

Cátaro abre los ojos.

—No les digas quién eres —susurra.

—No soporto esto. Debiste dejarme morir.

—No seas tan… cobarde. Después de todo esto… vas a vivir. No pienso recibir estas heridas por ti… para nada.

—¿Y si te mueres?

—Entonces estás metida en un buen lío… ¿verdad? Pero no voy a morirme. Por eso tu padre me da empleo. Soy indestructible.

Por fin Mara se duerme, aunque sólo a ratos. Está en la casa de su esposo. Su hijo va tambaleándose hacia ella. Le tiende los brazos, y él anda como un patito hacia ella con sus gordas piernas.

Entonces se cae y Mara no puede cogerlo. Se ha caído por la tierra, en el tofet del templo de Tanit.

El sueño la despierta. Le palpita el corazón y está sudando. Mira cómo arde Cartago. Oye caer un edificio cerca, ve un resplandor que se extiende por el cielo. Cátaro yace completamente inmóvil y Mara alarga una mano para ver si hay aliento en sus labios. Imagina que morirá esta noche.

Se pregunta qué habrá sido de su padre. ¿Ha escapado de la ciudad o lo han capturado? Sus captores no parecen saberlo, y tampoco parece que les importe.

Están tumbados bajo uno de los soportales que rodean la plaza del mercado. Hay un fulgor rojo en el cielo sobre los muelles, donde han prendido fuego al almacén de grano. El ágora está llena de borrachos que brindan por la victoria. Las sombras bailotean por las paredes. La ciudad entera apesta a muerte y a humo.

Por algún lado la gente grita, y Mara oye un golpeteo metálico de cascos de caballos y el fragor de espadas de hierro. Las peleas aún deben de continuar en algún sitio. No paran de traer cada vez más heridos, que yacen gimiendo y gritando, sin atender.

Cierra los ojos y apoya la cara en los ladrillos de la pared. Esto es lo que se consigue cuando se es demasiado cobarde como para suicidarse cuando había que hacerlo.