Capítulo 44

Alejandro ha bendecido la boda. Es él quien la costea.

Su lujosa tienda se ha adornado con flores y guirnaldas para el banquete. Hay incensarios encendidos para disimular el olor de las piras de los cadáveres, dispuestas más abajo en el valle. Algunos invitados incluso sangran todavía.

Tras los sacrificios rituales se retiran a la tienda para el festín. Se respira un aire de forzada alegría. Alejandro ha ordenado que sus propios músicos toquen para ellos. Ha decretado la felicidad general y está atento por si ve melancolía, igual que sus guardias están atentos por si ven asesinos.

Los hombres y las mujeres ocupan mesas distintas. Alejandro está despatarrado en el centro de la sombría fiesta, comiendo poco y bebiendo mucho. Tiene los labios húmedos, los ojos enloquecidos de insatisfacción. Sufre. Algo infame lo corroe.

Gajendra recuerda lo que le dijo Nearco. Entonces pensó que sólo era envidia, ahora se pregunta cuánta verdad habría en sus palabras. Sospecha que Alejandro está utilizando la boda como acicate, que ahora satisface sus prioridades particulares. A un dios no se le contradice. Afirmará aquí su voluntad por sí misma y expulsará a todos los escépticos.

Uno de sus jovencitos intenta ofrecerle una fuente de semillas de sésamo mezcladas con miel, pero Alejandro aparta la bandeja de un empujón. Agarra la muñeca de Zahara y la lleva a la fuerza al otro lado del cuarto junto a Gajendra.

—No tiene padre aquí, de modo que yo seré el padre.

Gajendra se pone en pie a trompicones, no se lo esperaba.

Alejandro le retira el velo a Zahara, le coge el brazo y se lo lanza a Gajendra.

—Te doy a esta mujer, así traiga hijos al mundo dentro de los lazos del matrimonio.

—Yo la acepto.

—Estoy conforme en ofrecerte con ella una dote de tres talentos.

—Acepto eso también… con mucho gusto.

—Ya está —dice Alejandro—. Se acabó.

Algunos muchachos de Alejandro forman el cortejo e indican el camino llevando antorchas. Otros se adelantan dando vueltas, bailando al compás de las flautas y los tamboriles. Hasta hay elefantes, aunque Coloso brilla por su ausencia.

Se oye mucho vocerío y muchas risas, pero los generales no intervienen. El alboroto de la música es tan ensordecedor que casi ahoga los gritos que salen de la tienda hospital. Gajendra sube en brazos a Zahara al carro ceremonial. Las mulas emprenden el trote.

Alejandro encabeza los vítores. A regañadientes, los macedonios se suman a ellos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?

Alejandro le ha concedido a Gajendra una lujosa tienda, como corresponde a su nuevo puesto de elefantarca. Antes pertenecía a Nearco, igual que los esclavos. Se acabó el dormir en la paja o con los colmilludos, se acabó el lavarse en el río.

Gajendra saca en brazos a su esposa del carruaje ceremonial y espera mientras los carpinteros arrancan el eje. Luego lo parten y se prepara una pira con astillas y salitre. A Zahara le pasan una tea para que la encienda. Es la tradición. Significa que ha tomado un nuevo hogar y no volverá al antiguo. Disimuladamente, los macedonios sonríen con satisfecho desdén. Pero ¿no es ésta la tienda de la que acababa de salir?

Alejandro dispone guardias a la puerta. Las mujeres se quedan fuera tocando tambores para ahuyentar a los espíritus del infierno.

Se ha cumplido hasta el último de los deseos de Gajendra. Éste es el día más grande de su joven vida.

Le gustaría que Ravi viera esto. Ravi, que decía que tales cosas no podían sucederle a un elefantero. Pero Ravi sigue allá en el campo de batalla, sentado con su colmilludo muerto, y no tiene intención de volver al campamento por ningún hombre.