Capítulo 43
Cuesta mucho trabajo quitarles la armadura a los elefantes heridos. Están angustiados y es una tarea peligrosa. La armadura de cuero que cubre los flancos de Coloso está erizada de flechas. Quién sabe cómo, una ha logrado atravesarla y la sangre le chorrea del cuello. El médico es el mismo que atiende a Alejandro. Trabaja a buen ritmo.
Se respira un aire de celebración. Los hombres nunca beben tanto ni ríen tan alto como cuando han engañado a la muerte. Se cuentan proezas. Las cuentan con incrédulos gritos hombres que procuran asegurarse unos a otros que es verdad que aún siguen vivos.
A los elefantes los premian con comida, montañas de comida que les llevan en carros y les amontonan delante para distraerlos mientras los médicos hacen su trabajo. Más tarde los bajan al río, donde los lavan para quitarles la mugre y la sangre.
Casi todos los días barritan y rocían agua por todas partes. Pero hoy los elefantes se muestran impacientes con sus cuidadores, incluso a varios de éstos los hieren sus malhumorados pupilos.
—Míralos —dice Mara.
—Han perdido a un camarada —responde Cátaro—. Son animales salvajes, pero me da la impresión de que a veces actúan como los hombres. Están enfadados con nosotros. Es pena, pura y simple.
—¿Dónde está Gajendra?
Cátaro se encoge de hombros. No lo sabe.
Mara se escabulle hacia el campo de batalla. Los milanos vuelan en círculo, chillando, sobre los cadáveres. Los soldados todavía intentan formar, o están empeñados en buscar una lanza que han dejado en las tripas de alguien, o bebiéndose todo el vino de las cantimploras.
Mara camina entre los muertos y moribundos, trata de no fijarse demasiado en lo que ve. Dos veces resbala en charcos de sangre. Se tapa las orejas con las manos para no tener que escuchar las cosas que oye. ¿Por qué nadie se compadece de estos hombres y los remata?
Ran Bagha no es difícil de encontrar, una enorme montaña de carne gris en la llanura. En torno a él ondean banderines que han puesto allí otros mahavats. Ravi está sentado solo y con las piernas cruzadas. No levanta la mirada cuando Mara se acerca.
Mara se sienta a su lado. Lloran juntos la muerte del colmilludo.
La sangre ha hecho que a Alejandro se le pegue a la mano la espada. Un médico está cosiéndole un tajo en el hombro con hilo, tiene una palangana llena de agua manchada de sangre junto a él. El general bebe otra copa de vino y parece ajeno a todo aquello. El cuerpo de Alejandro es un mosaico de costurones y cicatrices. Las cicatrices se amontonan unas encima de otras.
Tiene el rostro colorado por efecto de la gloria conseguida. La coraza está tirada en el suelo, embarrada en sangre. Ha perdido las dos hombreras del peto, y el revestimiento del peto está tan abollado que no distingue las górgonas que tan laboriosamente se cincelaron en el oro.
La túnica se ha desechado también, convertida en un harapo lleno de sangre y sudor. Tiene un corte en la cabeza que la sangre ha ennegrecido. El médico ahora trata de cerrárselo con grapas de cobre y puntos de sutura.
A Gajendra lo vitorean cuando entra. Todas las manos le dan palmadas en el hombro. Ya no es un elefantero. Es el héroe de Siracusa.
Por fin Alejandro consigue despegarse de su espada y se levanta a abrazarlo. Reina una euforia general. Los muertos están olvidados. ¿Cómo se les ha ocurrido la negligencia de expirar el día de una victoria tan absoluta? Está claro que si se pierden esta fiesta, ellos tienen la culpa.
Han sabido por los espías que tienen en Siracusa que Antípatro ya ha resultado incómodo para sus anfitriones y lo han asesinado. Los oligarcas piden la paz, y ahora, con la armada de Alejandro bloqueándoles el puerto, les costará muy cara. La rebelión está doblegada. Crátero volverá a tomar Macedonia. Lo siguiente para Alejandro es Italia, y luego el mundo es de ellos. Hasta los quejicas guardan silencio ya.
—Tus elefantes han triunfado —dice Alejandro, y le ofrece vino y un asiento junto a él.
Sigue chorreándole sangre del hombro, que se mezcla con el sudor y la suciedad. Está en su elemento. Respira hondo, saboreando el instante.
Gajendra ha encontrado su paraíso también. Nadie va a mearse en él, nunca más. Un elefantero se ha convertido en general.
Entonces, ¿por qué sólo piensa en Ravi y en su querido Ran Bagha? Se imagina que las moscas ya estarán trabajando. Pronto les tocará a las larvas y los gusanos. No era más que un animal salvaje, ni siquiera uno de los mejores guerreros. Puede comprar y adiestrar otro. Hay un millar de hombres muertos allá en el campo, ¿qué importa un colmilludo?
—¿Cuál va a ser tu premio? —le pregunta Alejandro—. Dime qué quieres.
—Zahara —se oye decir Gajendra.
La sonrisa desaparece. Los que están cerca se vuelven para escuchar.
Hasta Alejandro parece desconcertado.
—¿No le darás tiempo de llorar?
—No llorará por él. Para él no era más que un trofeo, como cualquier otro.
—Sin embargo sería mejor esperar.
—Me habéis preguntado qué deseaba como premio. Y os lo he dicho.
Un helado silencio se adueña de la habitación. Nearco se ha ganado una muerte heroica hoy y esto suena a falta de respeto. «Esto no está bien», oye que rezonga alguien. «¿Una esposa no debería ser viuda más de un día?».
Incluso a Gajendra le choca su propio atrevimiento. Pero quiere lo que se merece, aquello por lo que se ha arriesgado y por lo que ha trabajado, y lo quiere ya.
Alejandro sonríe.
—De modo que eres despiadado después de todo. El elefantero es un general.
—Eso parece.
—No va a gustarles —dice Alejandro mirando a los demás capitanes, los que han enronquecido a fuerza de aclamarlo hace unos momentos.
—Me da igual lo que piensen de mí.
Alejandro sangra más ahora. De nuevo el médico intenta terminar de coserle el brazo. Alejandro lo aparta de un empujón y palmotea a Gajendra en el hombro.
—¿Qué miráis todos? ¿No es el héroe de Siracusa? ¡Le daremos lo que es justo!
Están acostumbrados a que Alejandro los mangonee, aunque no tiene por qué gustarles. Lo único que recibe son miradas hurañas. Pero Alejandro se limita a reír y pide más vino. Es un dios. Puede hacer lo que se le antoje.