Capítulo 23
Un viento favorable azota las jarcias y hace que se estremezca la vela. Hay chubascos en alta mar. Las gaviotas giran en el aire, zarandeadas por el viento.
Mara recuerda la noche que se asomó a la ventana en Megara y vio parpadear los relámpagos sobre el mar. Ahora se pregunta si era la misma tormenta que se llevó a su esposo y a su hijo. Había sentido algo agarrársele al vientre y pensó que era el feto que se movía, pero quizá lo que sintió fue la despedida de su esposo.
Los elefantes se tambalean mientras el barco se columpia en el oleaje. Coloso y Ran Bagha dan lastimeros barritos. Mara teme que partan las cadenas, pero no hay nadie que ayude a Gajendra a tranquilizar a las bestias pues todos los aguadores se aferran al costado de la nave en un estado lastimoso.
Mara mira las negras nubes que atraviesan corriendo la cara de la luna y desafía a los dioses a que se la lleven. Venga, malditos seáis. Haced zozobrar el barco y dejad que me libere de esta miseria.
Pero el quejumbroso barritar de los elefantes hace que olvide la lástima que siente de sí misma. Se arrastra por la cubierta hasta el recinto de los animales. Nunca ha visto dos criaturas más absolutamente desdichadas.
Empieza a hablar con ellos. Sabe que no la entienden, pero se dice que si se le habla a un caballo se le puede hablar a un elefante. Mara ha visto a su padre hablarle a su caballo con más ternura de la que jamás empleó con su madre.
Además, si le pegas a algo con un buen madero y le pides que te mate, y no te mata, tienes bastantes posibilidades de que tampoco te pisotee en una tormenta.
Hace lo que solía hacerle a su pequeño cuando estaba malo: le da palmaditas y le canta. Luego le frota la parte más ancha de la extraña y larga nariz, aunque es como frotar piedra arenisca. Le dice que pronto pasará todo y que es un chico muy valiente.
Al cabo de un rato Coloso deja de barritar y la otra bestia sigue su ejemplo. Cada uno mete la trompa en la boca del otro, acaso buscando consuelo. Son animales extraños incluso en la oscuridad, cuando lo único que se aprecia de ellos es el olor y ese curioso ronroneo que hacen. Mara nunca había oído hablar de una bestia que supiera hablar con las tripas.
—Vamos, hombretón, no tengas miedo. Todo va a salir bien. El capitán dice que esto es sólo un viento favorable. Pronto estarás en tierra firme y te buscaremos árboles para comer.
Coloso la busca con la trompa. Cuando termina, Mara está cubierta de baba pero a estas alturas está demasiado mojada y demasiado mareada como para que le importe.
Gajendra cruza tambaleándose la cubierta. Es la primera vez que está en alta mar. Debe ir junto a sus elefantes, pero otra arcada lo obliga a echar a correr hacia el costado. Siente la espuma fría en la cara. Tirita y arde a la vez. Se arrodilla, limpiándose la bilis de la cara, y después retrocede dando tumbos hacia donde Coloso y Ran Bagha capean el temporal encadenados. Ve al nuevo galopín de estiércol allí de pie, bajo las patas delanteras de Coloso, sin miedo a los colmillos o a que lo pisotee. Quizá haya subestimado al chico.
Por ahora puede quedarse donde está, pero más vale que no lo deje solo cuando se tranquilice el panorama, porque los marineros irán tras él. Es más bonito de lo que le conviene. Aunque tenía agallas, eso había que reconocérselo. Los otros aguadores no se acercaban a los colmilludos cuando estaban así. Pero éste les habla como si fueran niños revoltosos que necesitaran una buena reprimenda.
Una ola grande y Coloso aplastará al nuevo chico contra la borda. Reventará como una fruta pasada.
—¿Qué haces? —le grita al muchacho.
—Alguien tiene que hacerlo. La última vez que te vi tenías la cabeza asomada al costado y llorabas llamando a tu madre.
Gajendra no da crédito a sus oídos. ¿El mariquita se cree que puede replicarle?
—¿Cómo supiste subirlos a la nave?
—Estaba claro.
—Sólo para ti.
Gajendra lo aparta a rastras de sus elefantes. De esto se encarga él, no un galopín de estiércol.
En ese preciso instante el barco cabecea sobre una ola y ambos chocan. El chaval alarga una mano y le coge el brazo, como si fuera lo más natural del mundo que Gajendra tuviera que evitar que un esclavo se caiga en la cubierta. Mara queda apoyado en el brazo el tiempo suficiente para que Gajendra confirme su sospecha de que al chico no le importaría que se lo entregara a los marineros para que se divirtiesen.
Gajendra se lo sacude de encima.
—Sabes manejarlos.
—No entiendo cómo. Parecen caballos que se hubieran apareado con un edificio público. Nunca he visto nada tan grande ni tan feo.
—No, te gustan muchísimo. Se te ve en la cara. Por lo menos sirves para algo. Para todo lo demás eres prácticamente inútil.
—¿Ésa es tu forma de agradecérmelo?
—¿Agradecerte qué?
—Que te dijera cómo subirlos a las naves.
—No me acuerdo de eso. Por lo que recuerdo, fue idea mía.
No tiene la mínima intención de crearse obligaciones con un esclavo.
No hay nada más que decir sobre el asunto. El estómago se le rebela de nuevo, y Gajendra corre a buscar el costado del barco. Cuando acaba, mira hacia atrás y ve a Mara allí otra vez, agarrado a la barandilla, susurrándole a su elefante, diciéndole que todo va a salir bien.
Gela, Sicilia
Los soldados de infantería bajan a tierra en botes. Entran con paso decidido en la ciudad y, tras una breve escaramuza, arrollan a una pequeña guarnición de griegos. Ahora la flota está descargando caballos y pertrechos. Hacen entrar los trirremes en los muelles para desembarcar a los elefantes.
Alejandro ya está allí, supervisando la operación, mandando exploradores, ordenando a los Escudos de Plata que formen una línea defensiva en torno a la ciudad. Habita la pequeña fortaleza que da al puerto. Hay un mapa de vitela de cabra sobre una mesa de caballete.
Alejandro ha planeado una ruta a través de las montañas hasta Siracusa. Quiere sorprender a Antípatro. Es como si cuanto más lo superasen en número, más impaciente estuviera por empezar el combate.
Al parecer Siracusa estaba al borde de la guerra civil de todos modos. El tirano actual se había disputado la propiedad de la ciudad con un demócrata llamado Agatocles. Éste representaba a los pobres, desde luego, pero había dejado de lado sus principios el tiempo suficiente como para planificar un trato con Alejandro.
De manera que Antípatro y el tirano, Sóstrato, ahora han descubierto una sólida amistad.
Antípatro trae consigo un ejército compuesto principalmente de griegos que proceden de Corinto y Atenas. Buenos para divertirse con los niños y para la filosofía, les dice Alejandro, pero una verdadera nulidad en la contienda. Tiene cuarenta mil infantes. Sólo le servirán para crear más cadáveres, añade, pues la superioridad numérica no importa cuando se tiene enfrente a un ejército bien ejercitado.
—Y cuando hayamos ganado recibiré de nuevo mi imperio, y Corinto y Atenas tendrán que tratar conmigo.
Les dice que su armada ha establecido un bloqueo. Antípatro y el tirano de Siracusa tendrán que negociar o luchar. Ya no hay marcha atrás para nadie.
Nearco entra, va dando fuertes zancadas hasta el cántaro del agua y se echa agua en la cara. Frunce el ceño al ver a Gajendra.
—¿Qué hace aquí?
Un auténtico hijo de Macedonia: fiero, xenófobo e impaciente. A Alejandro parece divertirle su irritación. Sus oficiales corren a consolarlo por este desaire. Los generales observan a los persas revolotear en torno a su general con aire de feroz desdén.
—Yo le he pedido que venga. Es tu segundo y conoce a los elefantes mejor que nosotros. Tal vez nos sea útil escucharlo.
—¿Han desembarcado todas tus bestias sin ningún percance? —refunfuña Nearco.
—Sí.
—Sigo diciendo que no los necesitamos apenas. Nuestros jinetes bastan para esta chusma a la que nos enfrentamos.
—Te nombré elefantarca porque creí que apreciabas la utilidad de esas bestias. Aquí Gajendra propone que asumas el mando desde un howdah, eso te daría mejor vista del campo de batalla, y, también, que emplees timbales y banderas para indicar tus maniobras. Así es como lo hace el rajá de Taxila, por lo visto.
A Nearco parece que va a darle un ataque. Tal vez sea general de los elefantes, pero no piensa acercarse a ninguno.
—Además, si estos elefantes no son un arma tan temible, ¿por qué me hicisteis volverme atrás después del río Hidaspes? A estas alturas estaríamos en el extremo del mundo y yo sería su soberano. Pero tú y el resto de los Compañeros dijisteis que el siguiente rey tenía cuatro mil elefantes y que nos vencería fácilmente.
Está claro que aquello le molesta todavía. Se vengará de todos ellos por detener su implacable avance sobre lo desconocido. Los generales se miran con gesto acusador. Alejandro finge no darse cuenta. Divide y vencerás, ése es su estilo.
El rey clava un índice en el mapa.
—Aquí es donde estamos. Agatocles me dice que Antípatro está desembarcando su ejército en Siracusa ahora mismo, mientras hablamos. Quiero entablar batalla con él antes de que tenga ocasión de elegir campo. Creerá que los elefantes nos hacen ir más lentos. Quiero demostrarle que se equivoca. ¿Estamos preparados?
—¿No deberíamos esperar a que el bloqueo surta efecto? —dice Pérdicas—. Si hacemos que saque su armada a alta mar y la destrozamos, Antípatro está acabado.
Alejandro lo mira como si hubiera pisado algo asqueroso.
—¿Dónde está la gloria en eso?
—Pero si has gastado la mitad de tu tesoro en la nueva flota —le recuerda Ptolomeo.
—Para no quedar en desventaja cuando esté en tierra firme.
—Pero ¿y si Antípatro no sale de Siracusa? —pregunta Nearco—. ¿Hemos de aguantar otro asedio?
—Conozco a Antípatro. No se esconderá de mí. Si quiere que Macedonia lo acepte como rey, sabe que debe derrotarme, no ocultarse de mí. —Deja ver una amplia sonrisa—. Además tengo a su hijo.
Hay gestos de asentimiento en torno a la mesa. Están de acuerdo. Gajendra sonríe a su vez: ésta es su oportunidad también. Una buena batalla es lo único que le hace falta.